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Foto del escritorJada Sirkin

Seagrass: el invento de la profundidad


“No concibo la posibilidad de seguir hablando de mi interés por el cine sin permanecer fiel al impulso de filosofar tal como yo lo entiendo.”

Stanley Cavell




Me interesa el fenómeno del interés. Por qué y cómo y para qué nos interesamos por lo que nos interesamos. Qué diálogos tenemos con lo que nos llama la atención. Mi hipótesis es que el encuentro con una película se parece mucho al encuentro con un otro. Encontrarnos con lo diferente es tanto enfrentarnos a lo nuevo como a nuestras propias reacciones a lo nuevo. Estudiar esas reacciones (tirar del hilo de lo que nos sucede al ver una película) es para mí una fuente de descubrimientos.

Por si es necesario, aclaro que no pienso este texto como una crítica de la película sino más bien de mi relación momentánea con la película. Casi doy al texto el título “esto no es una crítica”, pero me pareció demasiado, porque tal vez, en algún nivel, esto sí sea una crítica. Lo que me interesa es observar mis modos de observar y, con esa observación, tal vez decir algo no sobre sino con la obra en cuestión. Cuando las obras “me gustan”, me cuesta más encontrar qué decir, como si el acontecimiento estético me dejara en una suerte de silencio. Cuando las obras “no me gustan” tanto, es decir, cuando no me interesan, no me queda otra que, o bien retirarme, o bien interesarme por mi desinterés.

¿En qué momento de Seagrass (Meredith Hama-Brown, 2023) decidí que no me estaba interesando —o gustando? ¿Qué empezó a ocurrir cuando decidí (o algo en mí decidió) que no me estaba gustando? ¿Cuándo y cómo me dispuse a dejar esa idea de lado para abrirme a la posibilidad de encontrar algunos detalles de interés? Cada vez le encuentro menos sentido a la idea de estudiar una película (o el objeto de estudio que sea) desvinculando el supuesto objeto del supuesto sujeto que estudia. ¿Por qué digo supuesto? Un objeto (en tanto estabilización de un circuito de relaciones) no existe sino en relación a un sujeto, que objetiviza (es decir, define y fija los bordes de una experiencia singular) en el mismo movimiento en que se define y fija a sí mismo en tanto consciencia que observa, separada de lo observado. El sujeto crea al objeto para, a su vez, recrearse a sí mismo.


No es que el mundo no exista antes que el humano que lo observa; es que el humano, al observarlo, lo recrea. La película corre aunque yo no entre a la sala, pero si entro, no podré evitar afectarla.

Reconocer que al hablar de algo no podemos no hablar de nuestros modos de mirar (y de la imbricación profunda entre la mirada y lo mirado) no significa entregarnos a una pura subjetividad, o algo así como a un capricho personal que ve y dice lo que quiere. Reconocer que no podemos relacionarnos con la otredad sino a través del filtro de nuestras propias preferencias y expectativas, tampoco significa afirmar que la otredad no existe y que el mundo es una pura pantalla de nuestras proyecciones narcisistas. El fenómeno de la percepción es un diálogo mutante, pero ¿entre qué y qué? No puedo entrar a una película (como a una experiencia de vida) sino a través de las reacciones de mi sistema a las propuestas específicas de la experiencia particular. No puedo vislumbrar lo otro sino a través de mis reacciones a la otredad. Las cosas también son lo que generan. La película no termina de existir hasta que alguien responde a ella. A su vez, las reacciones a la obra generan nuevas reacciones, y se opina sobre las opiniones; así, el fenómeno se expande y los bordes del objeto (la película) se abren a ese dominó de conversaciones y afectaciones. En algún nivel, la película también es las lecturas que se hacen de ella. Miramos cine, pero, como decían, el cine también nos mira. Película y espectador se recrean mutuamente. ¿Quién soy cuando me relaciono con esta obra? ¿En qué se transforma la obra cuando se relaciona conmigo?

Es difícil no operar por código binario: sí o no. Estamos cableados para, ante lo nuevo, activar el mecanismo de aceptación o rechazo. Es un problema de supervivencia. Nada garantiza a priori que, por tratarse de una experiencia estética, el mecanismo básico de la supervivencia sea espontáneamente desactivado. Ante el arte, como ante el resto de la vida, no dejamos de percibirnos en peligro. El programa de “amigo vs enemigo” (“me gusta vs no me gusta”) es una inercia sensible que la inteligencia de la especie humana va pudiendo, muy de a poco, sutilizar.


El arte puede ser una herramienta para ese proceso de sensibilización que nos libera (algo) de la obsesión por sobrevivir; pero hay que tener ganas, energía, suerte (¿y dinero?) para no caer en el uso del arte como una herramienta más de supervivencia.

Con la sorpresa del primer plano de la película (el mar, la diagonal de los bordes del barco, el sonido fuerte, los cuerpos que aparecen por la izquierda), llegó también la sorpresa en relación con mi propia reacción: me descubrí pensando, muy velozmente, algo así como “qué buen comienzo”. ¿Qué sucedió después? ¿Puedo trackear cada micro-respuesta en cada instante de proyección? No pretendo tanto, pero exploraré algunos momentos.

La película tiene una sinopsis clara. Una familia (el matrimonio de Judith y Steve con sus dos hijas) se va a pasar unos días en unas cabañas junto al mar en donde las parejas hacen terapia mientras los niños juegan. Desde el inicio, me da la impresión de que se me están entregando signos que no son tan valiosos en sí mismos, sino más bien como eslabones de una cadena que promete algún tipo de estallido. El planteo es claro desde el inicio, y también es claro, desde el inicio, adónde apuntamos. Hay imágenes que se han vuelto fundamentalmente cinematográficas, como la del personaje apoyado en la ventanilla del auto, sopesando sus circunstancias. La información es clara: hay algo acumulado. ¿Qué sucederá? Lo que puede llegar a suceder me resulta más interesante que lo que está sucediendo.


Las escenas, con su nivel bajo de singularidad, no me generan mucho más que la sensación de una expectativa. Algo va a ocurrir. Me reconozco viendo algo que ya vi, en muchas otras películas, pero me pregunto: ¿es una obsesión personal? ¿Estoy imponiendo mi mirada a esta obra nueva? ¿Me estoy resistiendo a su novedad?

Lo cierto es que me cuesta encontrar novedad; la gran mayoría de los signos me remite a otras películas, a una forma conocida (cinematográfica) de procesar la experiencia. Los niños juegan en la playa, signos de amiguismos y exclusiones, hasta de bullying; la cámara, muy cerca de la pequeña, parece pretender una interioridad que la recorta del resto, como sugiriendo que algo va a pasar. La duración de los planos cuando ella mira al interior de la cueva oscura nos dice que sí, algo va a pasar. La cueva es un símbolo que no será desperdiciado. Más tarde, la cámara flota hacia la pequeña, como representando el acercamiento del fantasma de sus sueños: la abuela recién muerta. También está la tensión sexual entre Judith y el compañero de terapia, la sensación de peligro en el grupo de adolescentes jugando en el filo de la roca, la competencia entre los hombres, las escenas de terapia en las que no se llega a desplegar singularidad, sino sólo a tocar ideas.

Pienso: Seagrass es tan narrativa que no deja espacio. Su misterio es sólo el misterio que una dramaturgia estratégica puede controlar. ¿Es tan así? Tal vez exagero. Tal vez, casi sin querer, entre las fibras del misterio organizado, la película nos deja ver, si juntamos energía (ganas), algo más: eso que no tolera ninguna sinopsis. Pero cuesta, porque el tejido está apretado, hay que hacer un esfuerzo para mirar a través.


La película hace que la veamos a ella más que a eso otro, como si el dedo que señala la luna quisiera que lo viéramos a él y no a la luna. Tal vez el problema esté en que la película pretende señalar algo demasiado específico y, así, termina señalando, más que todo, a su mismo gesto señalizador.

Me descubro esperando algo, como en una de suspenso. Pero no tiene que ver con el suspenso. Aquí parece haber algo de orden dramático y profundo. La película apela al suspenso, a la creación de expectativa, y, por alguna razón, ese tono de pregunta (¿qué pasará?) me desvitaliza. Quiero encontrar algo y sólo encuentro mi deseo. El deseo de que exista algo. Algo singular. Y con singular no me refiero a raro, extraño o demasiado novedoso; me refiero a la vibración de lo que no es simplemente correcto. La vibración (la soltura) de lo que no está ajustado para sólo narrar y decir algo específico. Signos libres.

Aunque sea una propuesta muy diferente, Seagrass me hace acordar en algo a Nomadland (Chloé Zhao, 2020). Me da la impresión de que son películas correctas, de una belleza apropiada y un encanto decodificable. Prolijas en su planteo, una en el campo del comentario social y la otra en la observación de las disfuncionalidades de la familia. Al revés que Arthur y Diana (Sara Summa, 2023), también exhibida en el Festival de Mar del Plata de este año, y que también podría pensarse como un viaje familiar disfuncional, Seagrass es prolija. Diría: demasiado prolija. Lo que en Arthur y Diana es excentricidad estética y libertad expresiva, en Seagrass es linealidad expositiva y reducción del detalle naturalmente multiplicador a mero signo de una idea.

A eso me refiero cuando digo que la película es correcta. Todo parece estar bajo control. Los signos están entretejidos para narrar la acumulación, el estallido, la confesión. Las lágrimas de la protagonista saltan siempre en el momento justo, como lanzadas a presión por la necesidad explicativa. Al final del momento karaoke (otro lugar común cinematográfico), después de un acercamiento gradual, lento y parejo de la cámara a su protagonista, las lágrimas caen, juntas, de los dos ojos, justo cuando alcanzamos el primer plano. ¿Solemnidad? Diría: trazo grueso. Simplificación. El alcohol y la danza permiten al personaje reprimido destaparse —un lugar común de la vida. La competitividad de los hombres se vuelve caricaturesca cuando Steve le corrige al macho con el que compite: no eran aztecas, eran incas los que vivían en Perú. ¿Qué importancia tiene esa línea? Mostrarnos la ingenuidad estereotipada del macho heterocompetitivo.


Es cierto que esas figuras son clichés de la vida real; la pregunta es qué hace el cine con el estereotipo. ¿Qué hace el cine con el lugar común? ¿Cómo lo recorre?

Una prueba de lo simplificador de la propuesta es que los personajes secundarios son sólo funciones para el relato de lo que suponemos importante. En la terapia siempre es el turno de Steve y Judith. ¿Por qué no escuchamos a nadie más? A lo sumo vemos al otro, al macho competencia, para que ella sienta atracción y él pueda compararse. Por supuesto, uno de los estallidos de la tensión de la pareja resulta en que el vino de él manche la preciada manta de la madre de ella. Por supuesto, la tensión resulta también en que ella se queme con la comida. Por supuesto, la hermana mayor pincha la pelota de la menor. La tele encendida de fondo, las niñas jugando a un volumen exasperante, signos fáciles de la acumulación. Todos los signos de la novela conocida.

De nuevo, ya avanzada la película, me vuelvo a descubrir buscando. Busco algo que parece no haber. Por momentos alcanzo a valorar la actuación de él (Luke Roberts), tal vez el cuerpo que despliega más sutileza expresiva; de pronto, me sorprendo con una microescena en que Judith entra a la habitación y encuentra a Steve con la hija mayor; lograron arreglar el armario, ella lo prueba, la puerta desliza, un momento simple y precioso. Hay algo tierno en el amor entre las hermanas, pero, cuando hacen el show de baile para los padres, la pequeña termina cayendo. Como si la narración no se contentara con la simpleza del momento y necesitara inyectarle drama. La novela conocida.

No encuentro cómo la novela conocida se vuelve singular y deja de ser sólo una idea. La cueva como una idea. Por supuesto, llegamos a la caída esperada de la niña en el interior de la cueva oscura. La expectativa planteada por la película encuentra su disipación. Siempre lamenté la caída final del niño de La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001), no porque el personaje muriera, sino porque me parecía un gesto estético demasiado esperable y lineal que sonaba más a necesidad narrativa de resolver una tensión que a expresión orgánica de la circulación energética dentro del mundo de la ficción. Un gesto narrativo, impuesto para dar cierre. Una arbitrariedad convertida en necesidad dramatúrgica. La vida, apretada para significar. La acumulación tiene que drenar por algún lado, y la ficción narrativa suele apurar ese drenado en forma de estallido, como si no aguantara la apertura de la vida y necesitara sellar las experiencias. No es que en la vida no estallemos, es que en el cine estallamos demasiado. ¡Sospechoso! Por suerte, la niña de Seagrass no muere, aunque el sonido que dieron al golpe de su caída, más el plano que queda vacío, puede resultar algo efectista.

Vuelvo a preguntarme qué es el efectismo. Supongo que tiene que ver con el subrayado de un valor. Una definición posible: una película es efectista cuando cree saber cuál es su importancia y organiza su retórica para que no queden dudas de que la propuesta es valiosa. La definición no me convence cuando pienso en Argentina 1985 (Santiago Mitre, 2022), película que no parece tener dudas sobre su valor, pero que tampoco me parece efectista. Si esta película no tiene un valor estético muy singular, sí tiene un valor histórico-social incuestionable. ¿Podemos no llorar cuando Darín pronuncia el discurso famoso? ¿Es ese llanto un llanto estético o más bien histórico?


Ese llanto, al menos en mi experiencia, es un llanto específico que tiene que ver con un proceso colectivo de sanación, pero también con un reconocimiento de lo profundo y desquiciado de la experiencia humana, que se las ha ingeniado para inventar extremos del horror que no parecen superables. También, por supuesto, es un llanto logrado por la acumulación del dispositivo narrativo.

Hace poco volví a ver Friends: la reunión (Russell Norman, Ben Winston, 2021) y volví a desternillarme de risa cuando pasan la escena de Ross gritando en la escalera en el intento de subir un sillón —y vemos cómo los actores se tientan. Por alguna razón, esa risa desmedida se me transformó en llanto. ¿De dónde salía ese llanto? ¿Era la misma clase de llanto que el que lloré con Darín en los tribunales? No lo sé, pero sí sé que era menos justificable. Todavía ahora, varios días después, me cuesta explicar por qué lloré así mientras reía. Sí alcanzo a ver que la emoción era menos narrativa y más ligada al estallido del juego, lo humano derrapando. Supongo que de no haber reído tanto no habría llorado. La emoción, en este caso, surgía de un temblor del cuerpo, y el temblor del cuerpo, del juego de llevarnos al absurdo. La risa y el llanto como el mismo temblor con diferente signo.

Me quedo pensando en lo que escribí más arriba sobre la diferencia entre el valor social y el valor estético de una obra. Ahora me pregunto si ese valor social (si se quiere, terapéutico) puede separarse de ese otro valor que estoy llamando estético. Tal vez cuando hablo de valor estético me estoy refiriendo a un tipo de temblor sutil, una experiencia ligada al desconcierto y al asombro. A la multiplicidad. Un temblor múltiple, hacia todos lados. No lo sé, es un tema complejo. A lo que iba es a que Argentina 1985, con todo su valor histórico social incuestionable, no me parece una película efectista. Sí efectiva, pero no efectista. Ahí, en la diferencia de esas dos palabras, puede haber una clave. Argentina 1985 no necesita subrayar su valor; tal vez por eso le convenía una planificación tan clásica, nada de rulos estilísticos en el movimiento de la cámara, nada de subjetivas del fantasma, nada de irse del lado de los villanos (parece que no estamos preparados para eso, pero podemos preguntarnos, por qué no, cómo habría sido la película si los milicos hubieran tenido volumen de personaje).

Seagrass sí parece necesitar subrayar su valor. Esos encuadres cerrados, ese modo de hacer flotar la cámara hasta el primer plano, esos llantos coreografiados, esa cueva-símbolo, la seriedad de la forma en relación a la seriedad de la historia —me cuesta no leer ese tejido de signos como un intento por inventar una supuesta profundidad. Como si profundidad fuera lo mismo que importancia. Arthur y Diana, por su parte, y no en el sentido de burlarse de su propio valor, podría estar haciendo lo opuesto de Seagrass, y no sólo por apostar a la comedia, sino por la articulación de una estética visual y una dinámica narrativa y expresiva que parecería poder liberarnos de la necesidad de vivir experiencias importantes, y, de paso, parecería decirnos que la profundidad es otra cosa.


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