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Foto del escritorJada Sirkin

Los pájaros, historia versus textura: parte II

Pienso que lo que propone Žižek como razón de ser de la textura única de las películas de Hitchcock es una forma hermosa (poderosa) de ver/pensar a Hitchcock —de hacer pensar al cine de Hitchcock—. También se lo puede pensar de otras maneras.



Las expectativas de explicaciones quedarán al final rigurosamente decepcionadas. Y no podía ser de otra manera. Para los personajes, los pájaros son la rebelión de lo caótico y lo irracional. Para Hitchcock, tal vez la mera representación de los temores ocultos de sus criaturas: el cruel reflejo de su propio desamparo y precariedad. Y si así es, se hace lícito pensar que los pájaros no existen. Los pájaros somos nosotros.

J.L. Carreño



Se puede pensar que, como dice José Luis Carreño, la grandeza de Hitchcock está en su modo de narrar, en «esa sabiduría para sumergirnos, [que] no es ni más ni menos que la peculiar grandeza de su estilo, la llave de sus secretos, el tobogán hacia su profundidad». Si bien Carreño propone esto en un inicio, después dice (va una cita larga):


1) Hitchcock nos atrae en un principio como un mago.

2) Hitchcock no es sólo un mago, y quedarse ahí impediría el enriquecimiento con el mundo interior de un artista penetrante como pocos.

3) Afirmar que Hitchcock es algo más que el mago del suspense no significa despreciar ese aspecto ni prescindir de él, pues su lucidez no es ajena a su trabajo de mago. No pensemos en sus películas como desarrollo de dos líneas paralelas que nunca se tocan (una, la intriga y el suspense; otra, la profundidad), sino como una sola línea en forma espiral: el primer círculo (la intriga) nos conduce a otro situado a mayor profundidad, y éste, a su vez, a un tercero, y así sucesivamente. Podemos imaginar incluso el espiral inacabable, deslizándonos por él hacia un abismo sin fondo, porque el contenido de su cine no es una meta sino un trayecto, no consiste en «decir» un mensaje sino en abrir las puertas a un mundo de intuiciones y sugerencias que va integrado a (y se desprende de) todo el proceso narrativo. Podemos también, si así lo deseamos o si somos incapaces de más, detenernos en el círculo que queramos, pues Hitchcock cuenta con todo tipo de espectadores y quiere que todos encuentren satisfacción en sus películas. Ese es el secreto de su comercialidad.

4) Profundizar en Hitchcock no es, por lo tanto, añadir «desde fuera» un significado a las imágenes que contemplamos, sino captar algo que existe en el fondo de ellas y que ellas, al contactar con nosotros, nos transmiten. Dicho de otra manera, el fondo de sus películas, no consiste en la moraleja o el contenido que podemos «encajar» en sus historias, convirtiéndolas en meros vehículos para unas ideas supuestamente preconcebidas por el director. Su profundidad es consecuencia de su forma de hacer cine, de su estilo. Todo auténtico artista dice aquello que nos dice su estilo.

5) El suspense en Hitchcock es algo más que una técnica narrativa. Es una de las llaves que nos permiten el acceso a su manera personal de ver, imaginar y sentir las cosas. A su filosofía, no entendida como cuerpo doctrinal sino como visión del mundo.


A partir de esto, la invitación podría ser a reconocer cómo las películas (y las experiencias de la vida, si se quiere) nos impactan y modifican no tanto por su contenido como por su textura sensible —por su forma o por las resonancias cruzadas de sus elementos sensibles; de sus micro-acontecimientos sensibles, diría Rancière—. Creo que vivimos con poca consciencia acerca de este punto: la vida tiene una densidad estética mucho mayor de lo que reconocemos. Vivimos muy dentro de (y para) la narrativa con que organizamos y fijamos la lógica causal y el sentido de nuestras experiencias. Pero pensemos, por ejemplo, lo diferente que es encontrarse con alguien en un espacio o en otro, en un exterior o en un interior, pensemos cómo afecta la luz, el olor y el sonido a una situación, pensemos lo que nos sucede visualmente con la comida, lo diferente que es ver un plato servido con cierta intención visual (los colores) y ver un plato servido como comida de cárcel. Los detalles importan más de lo que acreditamos, y no necesariamente por su contenido simbólico y significante. En este momento, por ejemplo, yo no estaría escribiendo esto si por la ventana no viera cómo los árboles se mueven y después dejan de moverse.


El cine, como lo dice la palabra, es movimiento, pero la emoción también es movimiento: imágenes en emoción. Tal vez el cine nos muestra (nos recuerda) que emoción es movimiento y movimiento es emoción. La narración, que es un registro del movimiento, también, en un sentido, es emoción —más bien, diría que permite cierto emocionar—.

Pero también diría que el emocionar permitido y habilitado por la narración es limitado, en tanto la narración misma es una limitación de la experiencia, una organización mental de ideas generales (abstractas) acerca de la experiencia. La narración recorta intensidad para construir intencionalidad —así, nos invita a emocionarnos, pero sólo de una manera: emoción, sí, pero con un sentido—.


Pensemos en todo lo que en muchos niveles estaba sucediendo en una situación de la cual elegimos recortar sólo ciertas ideas. ¿Para qué recortamos? Para poder narrar. Recortar para recordar. Recordar es recortar y relatar. Para narrar (diría, para sobrevivir) necesitamos recortar (mucho) la densidad de lo Real. El cine tiene la capacidad de dar cuenta de (y en cierto nivel, de recuperar) esa densidad. La ficción, decía Susan Sontag, es una herramienta para reclamar nuestro derecho a la intensidad. Pero no confundamos intensidad con catarsis. La intensidad no es necesariamente el estallido final producido por la lógica narrativa. Intensidad no es desmadre emocional. Con intensidad nos referimos a un estado perceptivo abierto, despierto y vital que, aunque la narración pueda promover, no es dependiente de ella.


Pensemos en los recuerdos de infancia, cómo están cargados de sensaciones, cómo los objetos están llenos de una electricidad especial (pre-significante): puedo recordar de una manera muy especial cómo mis uñas sacaban la mugre que se juntaba en las pequeñas grietas de la mesa roja de la cocina de la casa de mi padre; puedo recordar (¿sentir?) la manera en que levantábamos el alambre del fondo del terreno para pasar al bosquecillo; el azul de los almohadones de la casa de mis abuelos tiene en mi memoria una radiancia fantasmagórica; los chirridos de ciertas puertas, los potes de plástico donde servíamos la picada de la tarde en el verano; y así. Cuando éramos niñxs, nuestros cuerpos (nuestras sensibilidades) tenían una disponibilidad diferente. La realidad no se había asentado todavía en su forma cotidiana, llena de símbolos y sentidos, vaciada de asombro; las cosas todavía no habían pasado a significar una sola cosa, todo tenía la textura inquieta del asombro, y es esa textura (asombro puede equivaler a intensidad, intensidad a vibración) la que el cine nos permite recordar y hasta recuperar.


No que el cine sea el único medio de contactar con la densidad de lo Real, con esa cualidad vibrante, demoledora (o superadora) de cualquier narrativa; pero sí que es una tecnología poderosa: el cine nos invita a esa zona indiscernible donde la realidad parece sueño y el sueño es bien real: ahí nos pueden llevar también, a veces, ciertas sustancias, como los psicodélicos, y ciertas prácticas, como la respiración atendida y la intimidad sexual. Es eso lo que creo que más me atrae de Los pájaros y, me arriesgaría, de Hitchcock en general. Ya no recuerdo si era Žižek o Truffaut: uno de los dos explicaba que a Hitchcock le aterraba la banalidad, lo ordinario; así, lograba en sus películas que toda situación, por cotidiana y nimia que fuera, se encendiera al nivel de lo más extraordinario. Esa es la gracia de su puesta en escena —la manera de encuadrar y componer los planos, el montaje, las coreografías—. En Los pájaros, sin necesidad de usar música, las escenas son coreografiadas y orquestadas (esculpidas) de una manera que, sutilmente, logran esa textura. Ver, por ejemplo, la escena en que Lydia llama al hombre que le vendió el pienso para los pollos, su ubicación en primer término y lo que sucede detrás, Melanie mirando el cuadro del padre de Mitch, etcétera. Ver la escena en que el policía va a la casa y mientras habla con Mitch, Lydia recoge trozos de una taza rota, acomoda el cuadro de su difunto marido y, mientras tanto, Melanie la observa.


La magia de estas dos escenas, por ejemplo, no está en la situación narrada —o, digamos, no está solamente ahí—. La manera en que están orquestados y coreografiados los elementos, la superposición de dos situaciones en una, la distancia entre lo que se ve y lo que se escucha, componen una forma sensible peculiar que puede leerse como la coreografía de una constelación psíquica. Tejiendo esa constelación, como dicen varios autores, está la importancia de la mirada en el cine de Hitchcock. En su libro Hitchcock, José Luis Castro de Paz, hablando de la escena del granjero sin ojos, dice: «La mirada, convertida en tema, no se contenta ya con confinarse a los límites que el relato clásico le otorgara».


Si en el cine mudo la mirada mantenía una distancia (no entraba en la diégesis porque el montaje todavía no sabía hacer que nos identificáramos con la mirada de los personajes), a partir de la llegada del sonido la mirada entra y se tematiza, articula el relato en tanto expresión del deseo de los personajes —deseo como deseo de mirar—.

Podríamos decir: sí, pero este es un cine muy formal; y preguntarnos qué pasa con cines más cercanos a una textura documental, incluso cines que usan la improvisación y no trabajan con tanta coreografía —digamos, cines menos preciosistas, cines menos visuales y plásticos que el cine de Hitchcock, Lynch, Tarkovsky o Antonioni—. ¿Qué pasa, por ejemplo, con el cine de Cassavetes, Rohmer, Swanberg, Bujalski, Katz? Pienso que en gran medida no hay diferencia. La forma aparentemente desprolija de Cassavetes tiene una textura única, extrañamente precisa; los cuerpos y las intensidades, la expresividad: más allá de las historias y de los personajes, más allá de los temas, nos impacta esa manera de ser de esas películas, su energía, su electricidad, no sólo (o no tanto) lo que nos cuentan esas voces como la textura de esas voces.


Lo mismo podemos decir de los otros; en Swanberg, por ejemplo, más allá de las historias nos conmueve una manera de estar de los cuerpos, una manera de conversar y de escucharse, una cualidad vibrante de la presencia de esos actores en improvisación, una ligereza. ¿Qué pasa con una película como La ciénaga de Lucrecia Martel? Me parece un caso intermedio interesante; si se quiere, su forma es sutil. Hay narración, pero lo que nos conmueve es el calor, la manera de estar de todos esos cuerpos entrelazados, las voces, la sensación de una amenaza constante. El final, como ocurre muchas veces, intenta innecesariamente descargar, con la muerte del niño, una tensión que no necesitaba, para mí al menos, ser descargada.


Justamente, una de las cosas más interesantes de Los pájaros es que, en el final, la tensión no es totalmente descargada. Aunque se produce un alto el fuego que permite a los personajes dejar la casa, los pájaros siguen ahí, atentos, dispuestos a atacar de nuevo.

Es cierto que los directores de la primera lista parecen trabajar más explícitamente (más plásticamente) la cualidad onírica (sensible) de la experiencia cinematográfica; y que los directores de la segunda lista parecerían crear texturas más realistas o cotidianas —los primeros más apoyados en la imagen, los segundos en los diálogos; se podría decir: en la forma y en el contenido—. Creo que la diferencia es tramposa. Le damos demasiado valor a las intenciones, pero lo que se dice (lo que se quiere decir) nunca es tan importante como la textura sensible y misteriosamente (complejamente) coreográfica de la voz que habla y sabe, secretamente, que todo sentido es una cadena de sonidos, y que toda palabra es canto.


Podríamos caer en creer que lo importante de una película de Swanberg o de Rohmer son los diálogos, el contenido de lo que se dice; sin llegar al extremo ingenuo de decir que el contenido de las conversaciones no es importante, diría que lo más importante no es eso, sino cierta cualidad, cierto modo de estar de los cuerpos; no el contenido narrativo de la conversación, sino la textura de cómo se conversa, los desplazamientos, las duraciones, los tiempos, cierto aire, una vitalidad. Y, claro, después de decir eso tendríamos que agregar que ni lo uno ni lo otro es más o menos importante. Así, trascendemos o por lo menos cuestionamos la dualidad forma-contenido y convenimos en que, probablemente, las historias también sean parte de la forma.


Entonces no se trata de quitarle importancia a las historias (a lo que nos pasa); se trata de reconocer que, pase lo que pase, estamos vivos. Cuando alguien nos cuenta algo, solemos darle más importancia al contenido de su historia que al hecho de que estamos reunidos, respirando, creando espacio (disponibilidad) para escuchar. Solemos dar más importancia a las situaciones de nuestra vida que al hecho de estar vivxs. El cine (no sólo el cine de acción) es síntoma y expresión de esa manera de percibir y organizar la experiencia. A propósito de Matrix, Žižek propone que la pregunta que debemos hacernos no es por qué la Matrix necesita la energía humana, sino por qué la energía humana (la libido) necesita de la Matrix (digamos, de la fantasía, la narrativa, la virtualidad). Los humanos parecemos necesitar de historias (matrices de relato) para permitir el flujo de la energía vital. Digamos que sin proyectos nos deprimimos. Necesitamos (o creemos necesitar) tener nortes (objetivos, motivaciones, metas) para entusiasmarnos y sentirnos vivos. Necesitamos situaciones de vida para sentir la vida —o eso creemos—. Inconscientemente, creemos necesitar un mundo roto para tener algo que arreglar —lo que acaso está roto (y esta noción podría desmantelar todas nuestras narrativas) es nuestra propia percepción/sensibilidad–. La pregunta entonces es si recordamos, aunque sea de a ratos, que los nortes (las misiones) sólo están (o están más que nada) para habilitar el caminar; o si en cambio caemos, una y otra vez, en creer que el norte es un puerto al que debemos/necesitamos llegar para, finalmente, ser felices.


En Los pájaros, Melanie Daniels, una mujer de principios de los sesenta, con un padre poderoso, con dinero, aparentemente segura de sí misma, imparable, se lanza a la aventura, deja que el deseo la mueva. ¿Necesita lograr su objetivo o sólo está jugando? ¿Su deseo es encontrarse con Mitch o más bien dar rienda suelta a su entusiasmo? ¿Quiere conquistar a su objeto de deseo, o quiere sentirse viva?


Pensemos que Melanie está jugando, con picardía, con atrevimiento: más allá de lo que sucede después (y más allá de las interpretaciones que se puedan dar a lo que sucede), la primera mitad de la película es una delicia plástica producida por el despliegue de esa osadía temeraria que, más que surgir de la necesidad, diría que surge de la curiosidad.

Diferenciar necesidad y curiosidad podría ser una trampa, pero también puede ser útil. Se trata de la diferencia entre el enamoramiento y el amor. No sabemos si ella está tan enamorada de Mitch: por su manera guerrera y juguetona de reaccionar a él en la tienda de aves, por los movimientos que hace para averiguar quién es y cómo llegar a la casa, por su expresividad, más bien parecería que lo que la dinamiza no es tanto el enamoramiento sino cierto entusiasmo atrevido, unas ganas casi salvajes de jugar —digamos, de sentirse viva—.


También podríamos decir que su deseo sexual se expresa de manera lúdica. Aunque en un nivel parece no reconocerlo, Melanie sabe de su picardía exploradora. Tal vez esa primera hora de película sea tan deliciosa porque, con todo el silencio, podemos percibir esa vitalidad ingenua que, tal vez, como el deseo experimentador de Hitchcock, sólo se inventó una historia para poder existir. Tal vez Melanie no está enamorada, tal vez ni siquiera está caliente, tal vez sólo tenía el fin de semana libre y quería divertirse. En cualquier caso, ¿no es eso estar caliente? Más que una fuerza reproductiva (representativa), lo que la mueve es una fuerza lúdica y sensual —una improvisación—. Más que querer algo, simplemente quiere —y estamos remarcando el objeto en la primera parte de la oración, y el verbo en la segunda—. Si pensamos en términos de crimen y castigo, tal vez no sea su deseo sexual el crimen que los pájaros castigan, sino su deseo libre, gratuito, sus ganas de vivir (de vivir lo que sea). Por supuesto, vivir es ir desmantelando estructuras (Lydia).


Claro que es fácil leer que Melanie es movida por un deseo de orden sexual. Sin descartar esa lectura, podemos preguntarnos si es la única posible. Si es cierto que Hitchcock quería primero jugar con formas y después buscaba historias que le sirvieran de excusa o de matriz para canalizar su libido estética, podríamos decir (analogando la manera en que el director crea su obra y la manera en que la protagonista de su obra despliega su devenir vital) que es cierto que Melanie, más que querer una historia de amor con Mitch, sólo quiere sentirse viva (y, en el cine, decir viva es igual a decir filmable. Melanie ¿quiere sólo ganarse el derecho a ser filmada?). De hecho, ella no parece responder (digamos, hacerse cargo, en tanto el significado de los gestos puede ser una carga) a lo groseramente obvio del hecho de que los pájaros que trajo desde San Francisco para la hermana de Mitch se llamen love birds (pájaros del amor). Cuando le dice a Annie y después a Lydia (los dos amores de Mitch) que los pájaros que trajo son love birds, ellas responden: I see (ya veo), y la manera en que lo dicen sugiere que sí entienden que el nombre de esos pájaros es un signo irrefutable de las intenciones amorosas y sexuales de la intrusa. Pero son Annie y Lydia quienes interpretan. Melanie, por su parte, no se hace cargo, sostiene su sonrisa, como si nada pasara —aquí, de nuevo, pienso en la inteligencia de haber elegido a una modelo sin experiencia como actriz para el rol de Melanie: ella actúa como si modelara, una imperturbabilidad de pose la habita—. Serán necesarios muchos picotazos para desarmarla, y desarmarla será poder amarla (Lydia).


Cuando Lydia, en cama, le dice que ve que con Mitch se están enamorando, pero que ella todavía no sabe si Melanie le cae bien, Melanie le responde algo así como: ¿y le parece importante que yo le caiga bien a usted? ¿Está Melanie tan tranquila o está sólo posando? ¿Ecuanimidad o frivolidad? ¿Ambas? Como sea, la cosa tendrá que ponerse bien intensa (sangrienta) para que esa imperturbabilidad, esa supuesta determinación de tomarlo todo como un juego infantil, se quiebre. Tendremos que hacer estallar todo en la estación de servicio y tendrá Melanie que ser acusada de ser la culpable de esta misteriosa y mortal catástrofe; luego, tendrá que ser atacada por los picotazos (que copian los cuchillazos de Psicosis) hasta casi morir. Sólo cuando su vitalidad (y su belleza, aunque ni tanto) hayan sido profundamente picoteadas, podrá la película encontrar su cierre —de hecho, bastante abierto (las explicaciones psiquiátricas ya fueron dadas en Psicosis tres años atrás, y serán dadas, una vez más, en Marnie)—.


No puedes seguir siendo la niña ingenua que se divierte porque sí, le han dicho los pájaros. No puedes ser la protagonista de una película vacía y silenciosa, casi sin intriga. No puedes no hacerte cargo de que los pájaros que traes a nuestro hombre se llaman love birds. No puedes no asumir que esto es una historia de amor.

Estrenada un año después de la famosa conversación de 50 horas que Hitchock mantuvo con Truffaut en 1962, en la que expuso sus pensamientos más profundos acerca del cine y de su relación con el cine, Los pájaros podría ser la película de Hitchock con menos intriga —al menos, es la que manifiesta la oscuridad desde un lugar no humano—. Tal vez su única película de ciencia ficción. Aquí no hay crimen humano, no hay intriga humana; y si la hay, es sutil y misteriosa, demasiado familiar. El conflicto, si se quiere, está expresado a través del elemento animal. Como en las de ciencia ficción, lo Otro está proyectado fuera de la humanidad. Los pájaros, voceros del destino, no dejarán que la intriga sea desplazada, no dejarán que los humanos no se hagan cargo de sus ganas de amar y de matar.


Melanie es acusada de inmoral por una vieja anécdota en la que ella supuestamente se arrojó desnuda en el agua de una fuente romana. También, al parecer, estuvo involucrada en la rotura de unos vidrios y, según (el abogado) Mitch al menos, debería haber ido presa —debería estar enjaulada, como los bichos de la pajarera—. Cuando ella se entera de que es abogado, mientras él le cura la herida que la primera gaviota hizo en su cabeza, la cámara se desplaza hacia atrás y gira, quedando el plano inclinado, él arriba, ella abajo. El efecto es extraño, indiscernible. La pregunta, una vez más, podría ser si el movimiento de la cámara intenta expresar (explicar) algo del nivel narrativo (¿la amoralidad del personaje?, ¿la hora del juicio?) o si el movimiento de la cámara crea el significado, el significado profundo y misterioso y por lo tanto innombrable, más allá o más acá del universo narrado.


Como sea, de nuevo, no hay por qué oponer historia y textura, letra y música. Si la dualidad conceptual forma-contenido nos suena antigua y oxidada, usémosla un momento para decir esto que ya se ha dicho: en Hitchcock, la forma es el contenido: el contenido es la forma. Lo más común es pensar que lo primero (y tal vez por eso más importante) es lo que llamamos la historia; y que después el arte consiste en encontrar una forma que exprese de la mejor manera posible esa historia. Ver el ejemplo de Hitchcock, saber de su manera inversa de operar, nos sirve para equilibrar una polarización ingenua.


¿No es cierto que nos venimos contando las mismas historias hace miles de años? ¿Son tan importantes las historias? Podemos decir que lo más importante no es qué nos pasa, sino cómo significamos lo que nos pasa.

Podemos ir un paso más allá y decir que lo que nos pasa es lo que entendemos que nos pasa. Pero también podemos decir que el significado profundo de las experiencias de la vida nunca es tan entendible y definible —gobernable, voluntario, importante—. Están las situaciones de vida, están los significados que les damos, y está, ignorado, el hecho básico de que estamos vivos.


Si bien Hitchcock nos da pistas demasiado claras para la interpretación de orden psicoanalítico, hay algo en ese movimiento de cámara que se resiste a la interpretación lineal; hay algo incluso arbitrario. Entre lo arbitrario de la forma y lo obvio de la narración nos encontramos una zona de misterio, y es en esa zona donde pueden ocurrir los efectos más sutiles y complejos —estéticos—.


Entonces, la invitación es a ver Los pájaros, las películas de Hitchock y el cine en general dando valor no tanto (o no solamente) a las historias que se cuentan sino a lo que venimos llamando la textura sensible —no tanto al sentido, sino al sonido, que incluye al sentido: el sentido sería una organización momentánea y lineal del sonido. Supongo que para sentir esa textura del asombro hay que tener cierta disponibilidad. La intensidad es fácil y hábilmente amaestrada por la intencionalidad; el sonido es rápidamente organizado por el sentido —es fácil organizar las cosas para sólo llorar al final—.


La organización de los recorridos emocionales es encantadora. Las historias nos encantan y no es fácil desencantarse. Supongo que podemos ver Los pájaros y aburrirnos, o pensar que no pasa nada. Les invito a probar. Ver. Escuchar. No sólo pasa de todo, en el nivel de la acción y en el nivel simbólico narrativo, sino que todo está —aun con las durezas que hoy se pueden sentir en una forma ya algo antigua, y aun con tanto silencio— muy vivo.

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