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Foto del escritorÁlvaro Fuentes

A sesenta del sesenta: homenaje a Psicosis


Amén de sonar a autobombo, nos gusta de la revista que un día homenajeamos a la Nouvelle Vague, al otro anunciamos la nueva temporada de Juego de Tronos, y al siguiente, como ahora, recordamos la película Psicosis, de Alfred Hitchcock, que también cumplió sesenta años desde su estreno.





El año 1960 dio películas que revolucionaron el lenguaje del cine, como Sin aliento de Jean-Luc Godard, que tuvo su nota homenaje en las páginas de la revista, pero también Psicosis de Alfred Hitchcock. Y esas son las más conocidas entre otras tantas estrenadas el mismo año, como La máscara del demonio del italiano Mario Bava, de una truculencia nunca antes vista en el cine de terror, Peeping Tom del británico Michael Powell, donde el voyeurismo del cine también está en el centro de la reflexión, u Ojos sin cara del francés Georges Franju, un terror inteligente en palabras de Lucrecia Martel.


Pero esta nota pretende ser un recordatorio de la película Psicosis, a partir de otra película de 2012: Hitchcock, dirigida por el inglés Sacha Gervasi, y protagonizada por Anthony Hopkins y Helen Mirren.


Está basada en un libro que habla del proceso de filmación de Psicosis sobre el que los guionistas crearon una especie de comedia dramática, en la que se escenifica el tipo de relación entre Hitchcock y Alma Reville, mujer del primero, guionista y asistente de dirección.

Volví por segunda vez a la película luego de ver La buena esposa, en Netflix, drama que cuenta cómo un ganador del Premio Nobel en realidad cimenta su fama sobre el talento de la mujer, que le hace el trabajo fino puliendo sus novelas y dejándolas a un nivel capaz de aspirar al galardón más codiciado de la literatura. Este argumento me recordó que la película Hitchcock planteaba algo parecido respecto a la relación entre un artista considerado genial y su esposa, pilar fundamental en los procesos creativos del primero. Alma, según la película, es la que le sugiere que el asesinato de Janet Leigh sea a la media hora o quien lo convence de que incluya la música en la escena de la ducha, entre otros consejos centrales para la transgresora construcción formal de Psicosis.


La película desmiente que Hitchcock haya sido un maltratador de actrices. Sí lo muestra como un hombre obsesivo, que irritaba a sus actores con instrucciones “demasiado específicas”. Pero la imagen que da del director es la de una persona respetuosa de su elenco y fiel a su mujer, más allá de cierta debilidad manifiesta, que ella parecía tolerar, por las rubias de sus obras.


La centralidad del personaje de Ed Gein es un elemento sutilmente macabro y humorístico de la película. El asesino de Plainfield, que inspiró la novela en la que se basa Psicosis, es una especie de alter ego imaginario del director protagonista, que aparece en varias escenas, como un fantasma, dialogando con él, a la manera de una obsesión recurrente. Es claro que Hitchcock da más entidad a ese personaje, con quien habla en confianza y ve un espesor metafísico mayor al de cualquier empresario de Hollywood o guionista oportunista que lo circunda permanentemente en el superficial medio en que se desenvuelve.


La actuación de Anthony Hopkins, en la piel del director de La ventana indiscreta, es maravillosa. Sus parlamentos cargados de morbo recuerdan esa inexpresiva crueldad del actor en la saga de Hannibal Lecter, aunque en este caso en una versión más refinada e inteligente. Los gestos faciales y los apliques de obesidad forman un cuadro humano que impresiona. Diría que es uno de los mejores papeles del actor.


Hay varias referencias a la famosa escena del asesinato en la ducha. Una de ellas muestra al director, expectante afuera de una sala de cine en la que se estrena su película, antes de que Anthony Perkins acuchille a su víctima. Cuando empiezan a sonar los frenéticos acordes, Hopkins comienza a lanzar brazadas, como si tuviera el cuchillo, dando acometidas mortales, pero también haciendo los movimientos corporales de un director de orquesta compenetrado en su actividad artística. Con cada estocada, que el espectador no ve pero escucha a través de las agudas y vertiginosas notas, se oyen los gritos espasmódicos del público. Son como reacciones mecánicas ante estímulos perfectamente digitados. Cuando la acción homicida concluye, se escucha una carcajada colectiva, breve, cómplice, como un último gesto catártico. Como paracaidistas inexpertos riendo nerviosamente de su propio miedo una vez que tocan con los pies la superficie. Es una escena sublime, dentro de una película igual de sublime, que hace justicia a un director que nunca ganó un Oscar, como se señala en los carteles finales, pero que hizo felices a público e industria como pocos en la historia.


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