top of page
Gustavo Provitina

Vivir (Akira Kurosawa)


El siguiente ensayo se sumerge de lleno en los intersticios de Ikiru (Vivir, 1952), una de las obras maestras del realizador japonés Akira Kurosawa; procurando revisitar los interrogantes que el film plantea, ante la consternación de un personaje en los umbrales de la muerte.





Me gustaría vivir como usted un día antes de morir.

Si no lo hago no podré morirme. Quiero hacer algo pero no sé qué hacer.

Sólo usted puede enseñarme (…)

Por favor, enséñeme a vivir como usted…

(Ikiru, A. Kurosawa)


1. Esas palabras ligeramente tartamudeadas por Watanabe (interpreado por Takashi Shimura, el agónico personaje de Ikiru (Vivir, 1952), una de las obras cumbres de la filmografía de Akira Kurosawa, frente a Toyo, una joven desbordante de vitalidad, allí donde pierden su sentido fáctico, licuadas por la desesperación, ganan en espesor dramático. La pregunta no es qué hacer sino por qué hacer algo en los umbrales de la muerte. El tiempo que le resta al condenado a muerte debe invertirlo en una sola causa: aprender a morir. Kurosawa lo sabe, y por eso articula la apertura de su filme mediante la precisa sucesión de dos significantes elocuentes: una placa radiográfica del estómago de Watanabe invadido por el cáncer y después la imagen del viejo oficinista aburrido en su escritorio, que consulta un reloj encadenado irónicamente a su vientre. El eje constitutivo de lo trágico podría resumirse en ese montaje que remite a una sola frase: es demasiado tarde (lo sepa o no la víctima). La esencia de lo trágico hay que buscarla, pues, en lo perentorio. No hay tiempo para detener el avance de lo definitivo, pero tampoco hay margen para prorrogarlo. El cáncer que crece cada día en el estómago de Watanabe se alimenta de su propia energía vital hasta despojarlo de toda esperanza de supervivencia y, a la vez, fija el límite de su voluntad para remediarlo.


Aferrarse a los bordes de la vida es un acto, en la acepción otorgada por Sartre a esta categoría: un acto debe obtener un fin y en ese sentido se diferencia del gesto: en el acto hay una verdad que no existe en el gesto (1)… El acto que procura ejercer todo moribundo apegado a la vida consiste en ganar tiempo para balbucear algo útil. ¿Qué puede hacer un moribundo? El tiempo vital de Watanabe lo compele a responder esa pregunta. Deleuze ha visto que en el cine de Kurosawa las situaciones enfrentan a los personajes a una pregunta decisiva cuya respuesta acaso sea posible hallar en un conjunto de datos, la aguja en el pajar cuya búsqueda implica sumar otra condena. Deleuze observa que en Ikiru (Vivir) los datos de la pregunta ¿qué hacer? son los de una tarea útil a cumplir (2). En el caso de Watanabe, responderá a esa pregunta arbitrando los medios para la construcción de un parque, en un intento desesperado por encontrarle un sentido práctico a su propia vida malograda entre los engranajes de la burocracia administrativa. Su muerte cumple una función no muy diferente a la de toda expiración: recordar a los deudos la brevedad de la existencia, pulverizar la negación de nuestra fugacidad, invocar la evidencia de que nuestra vida es apenas una mota de luz entre dos fechas y, con suerte, la resistencia epilogal de un buen recuerdo. Watanabe deberá abandonar los gestos en beneficio de un acto decisivo capaz de justificar su vida y a través de ese pasaje responder la pregunta clave: ¿qué hacer frente a la inminencia de la muerte?


2. La pregunta que deja planteada Ikiru no es, a pesar de la formulación central de la película, solamente qué hacer sino por qué hacer algo. ¿Qué hacer? es una pregunta acosada por un deseo de afirmación; ¿por qué hacerlo? requiere el apremio de un fundamento.


Durante el funeral de Watanabe, uno de sus compañeros de trabajo se empecina en hallar la respuesta precisa capaz de explicar el brusco cambio operado en el carácter del jefe alienado y circunspecto: ¿por qué pasó de vegetar detrás de un escritorio a agitar la desidia de los funcionarios para construir un parque? La pulsión de vida se rebela indispensable cuando es amenazada por la presencia perentoria de Tánatos. Y es, en ese interregno opalescente situado entre Eros y Tánatos, donde es posible definir lo trágico, pues, como la suma de lo fatal y lo impostergable. Esta ecuación culmina en un resultado paradójico: no hay tiempo que perder para el sujeto trágico aún cuando la causa de su lucha ya esté perdida. Watanabe logra extraer de esa presión un rasgo útil, inicia la construcción de un parque antes de morirse y, finalmente, encuentra un espacio de luz en la memoria de una comunidad hasta ese momento postergada.

En una de sus Cartas morales a Lucilio, Séneca escribió una frase espiritualmente útil para darse aliento en la hora cruel de la tormenta, pero, finalmente, baldía frente a la elocuencia última de lo irremediable: el dolor debe ser vencido por el hombre y no el hombre por él. El hombre trágico es aquel que aún vencido por el dolor no transige en abandonar la lucha; esa condición lo rebela como absurdo y, por eso mismo, su máximo atributo es salir al ruedo con los harapos del coraje para disputar su último acto. La urgencia de lo impostergable no puede detenerse en ese punto, como tampoco hay tiempo para admirar esa puesta de sol que deslumbra a Watanabe mientras cruza el puente. Este moribundo retratado por Kurosawa, paradójicamente, no puede permitirse la gratificación de lo sublime aún cuando, justamente por estar ya fuera del tiempo, se encuentra eximido de las presiones de la vida productiva. Japón, conocido también como el país del sol naciente, parece hacer un culto de la hora del crepúsculo como lo prueba otra escena, tomada del natural esta vez, y que es posible pensarla como una réplica espontánea e inesperada de aquella otra rodada por Kurosawa. La hallamos en un documental consagrado al arte y la figura de Hayao Miyazaki (3). El artista japonés y su equipo de animación suben a una terraza para contemplar un atardecer estival. Miyazaki, extasiado frente al cielo pincelado por los matices áureos del ocaso, se lamenta: lástima que cuando mueres ya no puedes ver más atardeceres.


El hombre trágico es aquel que aún vencido por el dolor no transige en abandonar la lucha; esa condición lo rebela como absurdo y, por eso mismo, su máximo atributo es salir al ruedo con los harapos del coraje para disputar su último acto.

3. El hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es por lo tanto más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida (4). La mirada de Sartre define al hombre desde un plano que contempla la medida de sus actos. Ya hemos visto la diferencia que el filósofo francés dejó establecida entre gestos y actos. ¿Los gestos representan los residuos de lo no cumplido? Todo proyecto existencial nos responsabiliza en la medida en que nos compromete a una elección. Esa responsabilidad, enfocada en términos existenciales, remite, una vez más, a la mirada de Sartre: cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres (5).


La cáscara del acto frustrado o reprimido se vuelve gesto o, peor aún, mera gesticulación inútil. Cuando Watanabe abre el cajón de su escritorio y decide romper la portada del “Plan para incrementar la eficacia en la oficina” diseñado por él mismo en los tiempos en que todavía era posible ceder a los efectos del idealismo juvenil, deja expuesto el proyecto que se malogró bajo el peso de una burocracia endémica. Los despojos del hombre no cumplido se reducen a un sello. Watanabe es un sello y un puesto codiciado por otros funcionarios -dignos de Gógol- condenados a repetir la inercia oficinesca en una dependencia administrativa donde nada progresa. El hombre es el proyecto y también su negación, el gesto que impide el acto, por esa razón su vida incluye la muerte, así como el amanecer lleva implícito los colores del ocaso.


La conciencia del fin acelera en Watanabe un acto para vivir su muerte, ha elegido cómo morir y en ese trance de libertad salvó al hombre que hubiera querido ser.


En un tiempo muy anterior al esplendor de Japón, a Kurosawa y a Watanabe, un joven orador político y filósofo romano de tajante final, llamado Séneca, escribió un consuelo adusto rebosante de estoicismo: No tiene importancia morir más pronto o más tarde; tiene importancia el morir bien o mal, mas el morir bien es huir del peligro de vivir mal. La frase ofrece más inquietudes que sosiego; pero, sin desconocer la fundamentación moral de Séneca, nos preguntamos: ¿es posible vivir mal, pero morir bien? ¿Puede morir bien quien no ha cumplido su proyecto existencial? La pregunta punza aún más que el temor de no poder estar a la altura moral para responderla. El orador romano promete, sin cortapisas, un consuelo estoico: el hombre sabio y fuerte no tiene que huir de la vida, sino saber salir de ella (6). Watanabe no aprendió a vivir sino hasta un paso antes de morir y con un acto decidido invirtió la amarga definición que hubiera merecido su lápida, y en esa rectificación existencial encontró una salida digna para una existencia pobre.


Ikiru ejemplifica una de las máximas orgánicas del cine de Kurosawa: Una historia se forma naturalmente alrededor de un personaje bien dibujado. Si uno se ocupa solo de la historia y los personajes son planos, el resultado es una película aburrida. La consistencia psicológica de Watanabe -uno de los personajes mejor dibujados de la filmografía del maestro japonés- se siente compelido a juntar los residuos de su vida trunca para evitar el sonsonete de la queja lacerante.


4. Quiero varios tonos de emociones para expresar los sentimientos humanos, ha dicho Kurosawa en un documental sobre su obra dirigido por su hija Katzuo Kurosawa. Combinar la suma de esos trazos en uno solo y que a su vez quepa en él la metáfora existencial de la película representada en una acción cotidiana, banal en apariencia, pero absolutamente poética y sublime, pertenece al patrimonio de los dioses. La escena de la hamaca representa esa ágora vital que articula el enjambre de emociones demandado por Kurosawa en un gesto único. En esa escena cabe todo lo que no se puede ya decir sobre esta película. Un hombre a punto de morir se hamaca una piadosa noche de nieve mientras una canción, que no es precisamente un arrullo, ni un gesto maternal, le marca el pulso: qué corta es la vida se llama (una de las incalculables versiones de la máxima latina carpe diem, aprovecha el día). La inutilidad de la canción refuerza la conmovedora vacuidad del acto de hamacarse (no es un gesto, otra vez, pues su finalidad es afirmarse en la vida). Esa canción la habíamos escuchado mucho antes, a pedido de Watanabe durante la noche de juerga compartida con el escritor (quien, al igual que Toyo, no comparecerá con su testimonio durante las exequias de la Momia, como irónicamente había sido bautizado el severo jefe por su joven amiga). El primer plano contrapicado de Watanabe en el clímax de esa escena es aún más elocuente que el momento de la hamaca, pero plásticamente menos original. Qué corta es la vida/ enamórate, querida doncella/ mientras tus labios sean rojos/ y antes de que/ tu pasión se enfríe… canta el pianista mientras aparecen las lágrimas en los ojos del moribundo, como si estuviera en presencia de su propia lápida. Lucio Anneo Séneca en sus epístolas a Lucilio lo expresa de un modo menos romántico que la canción, pero igualmente efectivo: No pierdas hora alguna, recógelas todas. Asegura bien el contenido del día de hoy, y así será como dependerás menos del mañana. Aunque aplacemos las cosas, la vida nos huye (7). Bergman representó la conciencia del tempus fugit en el sueño del reloj sin manecillas, bajo cuya sombra el viejo profesor Isak Borj (Victor Sjöstrom) presiente la inminencia de la muerte en Smultronstället (1957), conocida en esta región como Fresas salvajes o Cuando huye el día. El profesor sospecha la inminencia del fin como suele acontecer en la mente de todos los ancianos, pero no ha recibido confirmación alguna de un mal que avance por su cuerpo a paso acelerado. Watanabe convive con los síntomas físicos de la muerte cada día. Ambos son conscientes de que la voracidad de Cronos es incesante, y acaso hayan visto con Séneca que: al considerar que la muerte es algo del futuro, nos engañamos a causa de que gran parte de ella es cosa del pasado. Toda porción de nuestra vida que queda tras nosotros pertenece al dominio de la muerte (8). La diferencia entre Watanabe y el profesor Borj es la certeza de no haber vivido (si por vivir se entiende elegir voluntaria y conscientemente, es decir sin condicionamientos inflexibles, el camino de la existencia propia). Esa certeza es engañosa. Watanabe ha vivido mal pero ha vivido, es responsable de su situación y lo sabe, y esa y no otra es la causa más opresiva de su angustia y también el fruto de la desesperación que lo impulsa a redimir una existencia mediocre con un acto póstumo, definitivo, vital, eterno, evitando la trampa de preguntarse por qué vale la pena hacer algo antes de morir.


NOTAS

(1) Reportaje a Jean-Paul Sartre publicado en la revista El grillo de papel, Nro 4, junio/julio de 1960-.

(2) Deleuze. G La imagen-tiempo Buenos Aires, Paidós, 2008.

(3) Diez años con Miyazaki (2019). Miniserie documental dirigida por Kaku Arakawa

(4) Sartre. J-P El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires, Sur, 1980-

(5) Sartre , J-P Idem

(6) Séneca Elogio de la ancianidad (Epístolas morales a Lucilio, Tomo I) Barcelona, Folio, 2006-.

(7) Séneca Idem

(8) Idem


4 visualizaciones0 comentarios

Comments


bottom of page