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Daniela Santandreu

Acordes del horror; una violencia que va "piano"


La autora indaga en la génesis de una violencia cubierta de normalidad y como se despliega este mundo en la película de Gus Van Sant.



Tomada la figura de una antigua parábola budista (1), el director Gus Van Sant titulará a su film Elefante. Una historia verídica ambientada en una escuela secundaria de Columbine (Columbine High School), sede de una brutal masacre que tuvo lugar el 20 de abril de 1999, y que data como el cuarto peor asesinato escolar en la historia de Estados Unidos. El director nos mostrará cómo la calma -que abriga las hojas de un acolchonado día de otoño- puede perderse cuando el horror irrumpe. Fuera de toda lógica, dos adolescentes planearán un asesinato masivo para luego poner fin a sus vidas. Van Sant nos quitará el velo que tapa nuestros pensamientos prejuiciosos para que veamos el suceso en un conjunto, con elementos heterogéneos camuflados en una realidad de aparente “normalidad”. Este es un hecho que pasó ya hace más de veinte años, pero que guarda una actual resonancia en los tiempos violentos que hoy habitamos.


Luz, cámara, acción


Con la cámara en mano, el director nos invita a caminar junto a unos jóvenes personajes para enfatizar el transcurrir de un día más. Despojándonos de nuestros fantasmas podremos incursionar en los vericuetos que esconde la subjetividad de los dos jóvenes ejecutores del plan, Alex y Eric, deambulando por los pasillos de la escuela, diagramando su estrategia de ataque. Abramos el telón.


El director señala con una estética cruda y despojada de toda subjetividad, la narrativa de historias diversas que van anudándose a partir de algo más complejo que avanza fuertemente, como los pasos de un elefante intranquilo… El film comienza cuando un joven llamado Elías, al observar que su padre se encontraba desestabilizado al volante del auto por problemas con el alcohol, le dice que se baje para conducir él, llegando tarde a la escuela. Podemos tomar esta escena al modo de una metáfora, en donde esa generación de jóvenes se encuentra dificultada para la asunción de un rol autónomo, adulto, puesto que su ascendencia lo está también al no tener firmeza en la conducción. Los roles se vuelven difusos, confusos, y el futuro incierto.


El director pincela artísticamente con su cámara una polifonía de voces en los modos vinculares de esos adolescentes. La cámara ralentiza las imágenes para que nos metamos en los pensamientos, en las voces de cada uno de ellos. Aumenta su lente para que veamos en las grietas ese “elefante” que anda suelto y aún pasa desapercibido. Al profundizar en estas historias peculiares podemos notar una ausencia de palabra, ausencia de sentido. Lo que podemos nombrar como ausencia del Nombre del Padre, donador de sentido, de una estructura bajo una lógica compartida. No, aquí ese Padre está perturbado, mareado, y se filtra una peligrosa fragilidad en el armado de los lazos, los que se destruyen ante la más sutil caída de las hojas de un tétrico otoño. Nada es lo que parece, pronto explotará la descarga de una violencia ciega a sangre fría.


Un mundo sin límites


No se intenta aquí hacer juicios de valor sobre los personajes. Sólo ver el porqué del detonante premeditado y masivo. No hay ley que ampare y nos dé cobijo; apenas se detecte estar en la mira del que dispara, las consecuencias serán irreparables… Se aniquila lo que no gusta, como viviendo una gran psicosis, fuera de la lógica que nos hace preguntar el accionar del otro para poder cuestionarlo, enojarnos y demandar un cambio. Un simbólico detonado, un real hambriento que fulmina, un imaginario que mata a los otros, se mata, no distinguiendo límites. Nadie arroja una mirada sobre el asunto, todos pueden cometer “lo que se les ocurra”, “todo bien”, total es el cuerpo el que ya está echado para ser baleado, y nadie lo ve…


Compartamos un extracto acerca de lo que dice Lacan sobre la cultura en su Seminario XX:

“…Este Hay Uno no es sencillo, aquí viene al caso decirlo. En el psicoanálisis, o más bien exactamente en el discurso de Freud, ello se anuncia con el Eros definido como fusión del dos vuelto uno, del Eros que, poco a poco, tenderá, al parecer, a no hacer más que uno de una inmensa multitud.”(2)


Inmensa multitud… Tal vez esta masacre intenta conducirnos a ese Uno, a la fusión. Indivisos no hay cuestionamientos ni elección, sólo la eliminación de lo diferente, una rotunda expulsión. La bomba ya estalló hace tiempo, sólo que ahora se percibe el temblor que acecha con inminentes acordes. No se distingue un enemigo puntual, todos pueden atentar contra mi bienestar, contra lo que yo quiero. Así el disparo es una fuerza rápida y eficaz, fulminante.

Se aniquila lo que no gusta, como viviendo una gran psicosis, fuera de la lógica que nos hace preguntar el accionar del otro para poder cuestionarlo, enojarnos y demandar un cambio. Un simbólico detonado, un real hambriento que fulmina, un imaginario que mata a los otros, se mata, no distinguiendo límites.


La película muestra cómo los videojuegos hacen emerger un placer al ver al otro desangrarse. Por esto, tal vez el disparar sin medir las consecuencias de arrasar con el derecho inalienable de los seres humanos a la vida, no genera consciencia de culpa sino el goce más descarnado y letal. Como no quedan palabras, el juego se transforma en la perversidad de ser uno mismo el que se toma por ley, con propias reglas, generando el terror en el otro, vida y muerte fusionadas.


Una reconstrucción forense de los hechos


El director muestra la historia como una reconstrucción forense de los hechos, haciéndonos reconducir a la escena de la masacre, y recorriendo lo que trama cada personaje. La cuenta en nudos temporales, ralentis, como metáforas de la vida, como si en un punto se detuviera la vida, el movimiento… y nuevamente una fuerza que arrasa hacia lo Uno, por no mediar un rodeo por el Otro, que si bien no existe, neuróticamente se lo hace existir y consistir para poder pelearse, amigarse. En síntesis, para armar una singular ficción sobre los datos que se registran del mundo en el que se vive.


Brillantemente el director pone a jugar elementos de la naturaleza mostrando, tanto al inicio como al final de esta trama, nubes como la metáfora de un mundo incierto y un futuro con un pronóstico poco despejado. Texturas naturales sin contrastes, con mucha luz, para contar una historia sacando el contenido trágico, como si fuera una historia sin violencia. Juego magistral, pues los efectos de despojo subjetivo de un hecho como este nos saca de la lógica convencional para entrar en otra irracional, justamente por hacernos correr de ese sentimiento que diga gritando ¡basta! a lo que teje la mentalidad de cada personaje. Por ejemplo, estamos con los jóvenes de la masacre, siendo los intelectuales del horror, pensando con ellos el plan macabro, no nos conmueve nada porque parece que estuviéramos también jugando a los videojuegos, cambiando las armas, cargándolas con municiones para disparar, con una velocidad mecánica de los actos.


Un plano muestra un descampado lleno de luz y una joven que inhala un poco de aire y eleva sus brazos al cielo como si le contara una revelación al Universo: Listo, ya estoy realizada, puedo morir en paz; y de fondo una música placentera, Claro de Luna de Beethoven, como anunciando un desenlace próximo e incierto. Cada joven vive su aparente tranquilidad en su burbuja. Pero por dentro, el caos desgarra y empieza a agrietar la superficie. Las diferentes tomas desnudan ese paisaje inofensivo, que ahora se torna una feroz deshumanización. No todo es tan luminoso; algo puede emerger a la superficie desde la más oscura densidad. El desenlace que puede ser tan fatal sale a la luz, la muerte se presenta como el significante inapresable, pero eliminable justamente por falta de borde. El sujeto tiene que pagar con su propia vida porque en vida no tiene lugar. El elefante comienza a anunciarse tomando la forma del horror.


¿Y luego de la masacre?…


Para ir finalizando, pensemos un poco en la sociedad actual, subjetividad mediante. La violencia está en modo “avión”, es decir, ahorrando energía, resguardando las demás funciones de la aparatología mercantilista, sin mirar lo que puede sucederle a otro ser humano, en su indefensión o dificultad. Los medios de comunicación son un fiel reflejo en las crónicas diarias de este mundo aplastante y pesado como un elefante. Hay una violencia que va piano, como los acordes de la melodía que tiñe un día tranquilo para transformarlo en una escena catastrófica. Pero por otro lado, aparece una arista, más optimista, que trata de los “colectivos” que denuncian esas masacres y arrasamientos subjetivos, grupos que se arman para pensar juntos en una problemática mundial pero de marca singular, de acuerdo a la cultura en que se habite. Nuevas formas de hacer con ese simbólico del siglo pasado que funcionaba sin cuestionamientos y que hoy toma otra forma, más pluralizada pero que, como dijimos antes, se va agrupando para denunciar, palabra mediante, lo que no funciona, y exigir para vivir más libremente sin miedos ni ataduras, sin cielos eternamente poco despejados.


Son las nuevas formas de existencia para destruir eso violento, y sólo se me ocurre un arma para combatir en esta batalla: el amor. Amor que condesciende esos goces feroces y hace más habitable la vida. Aun en tiempos de arrasamiento de derechos, luchar por ellos es la conquista que nos debemos como sujetos. Para estar sujetados al deseo, para abrir camino a una luz menos enceguecedora en donde suenen acordes más armoniosos.



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1 Relata una escena en donde varios hombres ciegos examinan a un elefante recurriendo al tacto para determinar la naturaleza del animal. Uno palpa sus orejas; otro, la trompa; el de más allá la cola o las patas. Tras el examen, el primero dirá que el animal se parece a un ventilador, y los otros, que es semejante a un árbol, una cuerda, una serpiente o una jabalina.

2 Lacan, J. Seminario XX Aún. Editorial Paidós Página 82.

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