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Foto del escritorJavier Bonafina

Antes de que llegue el Napoleón de Ridley Scott

Dentro de poco se estrenará el “Napoleón” de Ridley Scott y, al mismo tiempo, será un momento fundamental para hacernos algunas preguntas. Nadie sale impune de una pregunta y necesitamos volver a reflexionar sobre el sentido de algunas representaciones y de cómo éstas pesan en nuestro presente. El análisis de las películas que retratan a Napoleón o a su época puede proporcionar información valiosa sobre la historia, la política y la cultura del mundo occidental.




Lo primero que necesitamos comprender es que la cámara nunca es inocente. Todas las imágenes y, fundamentalmente, todas las imágenes en movimiento, albergan un punto de vista político. Esto es mucho más claro en la figura de Napoleón. La “silueta del bicornio” estuvo muy presente en la pantalla desde 1897. Hasta ahora se cuentan un poco más de mil películas. Sólo hasta la Primera Guerra Mundial, casi 200 películas dan cuenta de ello en Francia, Italia, Alemania, Rusia, Estados Unidos.


En Francia aparece como un héroe de libro de texto estándar o como una xilografía popular barata de Epinal ("Imagerie d'Épinal”), bastante simplista, una imagen que refleja sobre todo el espíritu belicista, imperialista y vengativo (por la pérdida de Alsacia-Lorena) de los gobiernos franceses de la época. Después del baño de sangre de 1914-1918, el Primer Imperio de Napoleón desapareció casi por completo de la pantalla francesa (a excepción de Sacha Guitry), hasta el regreso del General de Gaulle y la Quinta República; Abel Gance comenzó a filmar su Austerlitz en el otoño de 1959. Por el contrario, Napoleón obsesionó al cine alemán en el período de la República de Weimar y el Tercer Reich (aunque su representación oscilaba entre el cuco y la caricatura). Lo mismo podemos decir de las producciones que Mussolini solicitó en Cinecittà de Italia, o en las pantallas de cine de la España católica y nacionalista de Franco. Dunkerque y la Batalla de Gran Bretaña animaron a la BBC a realizar producciones con la figura del Almirante Nelson luchando contra el "ogro" continental. Por el contrario, la URSS se mantuvo callada (Karl Marx era un admirador de Napoleón y su ambición de abolir la esclavitud), hasta la invasión de Hitler. Stalin encontró la oportunidad de ocultar sus desastrosos errores estratégicos de 1941 al resucitar al mariscal de campo Mijaíl Kutúzov –el General ruso de las Guerras Napoleónicas- en la gran pantalla.


Napoleón estuvo presente en la literatura, las caricaturas y la pintura a lo largo de todo el Siglo XIX. Incluso había opiniones encontradas en torno a cómo representarlo, de formas muy variadas y contrastantes según el país y la década. Su historia nos revela que ese Siglo fue el más europeo de todos. El cine del siglo XX, seguido de la televisión, restauro su dimensión paneuropea para propagar su imagen, sus amores y sus combates mundiales a los salones del mundo (¡hay películas de Napoleón y telenovelas en países tan dispares como Egipto, Canadá, Brasil, México y Argentina!). Este tipo de obras están impregnadas, como siempre, de preconceptos, prejuicios y juicios anacrónicos, por lo que resulta apasionante analizarlas y situarlas en su contexto geográfico, social o político. Sin embargo, desde la década de 1970, las producciones audiovisuales realizadas en la Unión Europea se esforzaron por superar las divisiones de antaño y poner en perspectiva las imágenes caricaturizadas de las narrativas, heredadas de la Leyenda Negra decimonónica (por ejemplo, la serie de 1990 Napoléon et l'Europe, con Jean-François Stévenin).


Lo cierto es que, en general, el cine de las últimas décadas se resistió a retratar a Napoleón. Demasiadas contradicciones, demasiado vasto, complejo y, por supuesto, minado por sus repercusiones políticas, abordándolo sólo indirectamente, Le souper (Edouard Molinaro, 1992), Master and Commander (Peter Weir, 2003), o Les Lignes de Wellington (Valeria Sarmiento, 2012). Estas representaciones evitaron las comparaciones inútiles y fáciles de hacer con los totalitarismos del siglo pasado.


Sin embargo, hay películas que deberíamos ver. En primer lugar, la épica película muda Napoléon (1927) de Abel Gance, deslumbrante, visualmente asombrosa, aunque históricamente descabellada. Luego, la saga de tres horas de duración de Sacha Guitry de 1955, con escenas de diálogos extensos y actores demasiado teatrales, es mucho más sutil y elegante de lo que parece con un Raymond Pellegrin, que realiza una interpretación del corzo emulando la epopeya de Alejandro Magno y el propio director interpretando al gran Talleyrand (el hombre que dirigió dos revoluciones, engañó a veinte reyes y fundó Europa), y con Christopher Plummer como un Wellington altivo y con problemas. Con mucho, esta es la reconstrucción más notable, la más ejemplar, de una batalla napoleónica que jamás se haya visto en la pantalla, sin efectos especiales ni iluminación. Y por supuesto, Los duelistas (1970), primer largometraje de Ridley Scott a partir de un texto de Joseph Conrad, en el que el Emperador no aparece, aunque la película sigue siendo la evocación más realista de la vida militar, la realidad cotidiana de la guarnición, la mentalidad y la moral del Primer Imperio. Y claro, cómo ocultar mi debilidad por Monsieur N. (2003) de Antoine de Caunes, con Philippe Torreton exiliado en Santa Elena. Un thriller histórico, repleto de lugares precisos, el clima humano específico y coincidencias inquietantes; una obra entrañable que los críticos de cine no pudieron o no supieron valorar. Y, por último, otro fracaso público inmerecido, Goya's Ghosts de Milos Forman y Jean-Claude Carrière (2006). Napoleón hace solo una breve aparición, y la pintura es solo un contraste, pero a través del personaje del monje dominico Casamares (Javier Bardem), un agente maquiavélico de la inquisición española, convertido en jacobino y luego en "Procurador imperial" en 1808, antes de terminar estrangulado por la Restauración, la película ofrece un análisis inteligente, sin tapujos en cuanto a las verdaderas apuestas políticas en cuestión -algo para molestar tanto a la izquierda como a la derecha-.


Lo que aún no hemos visto es una versión cinematográfica de Napoleón que pueda narrarnos su trabajo organizativo y civil, su accionar revolucionario fuera del campo de batalla. Aunque, ¿cómo haría para retratar la redacción del Código Civil o la numeración e iluminación de las calles de París?


Contar la historia de una vida tan turbulenta como la de Napoleón, sin perder de vista la personalidad que tantas veces ocultó tras una fachada formal, y también el no menos complicado escenario histórico en el que transcurre la Historia; se requeriría un espíritu creativo que tuviera a la vez un sentido de la épica, combinado con una madurez, sensibilidad e inteligencia que no se encuentran fácilmente.

Una síntesis de Ridley Scott, un Jean-Paul Rappeneau mezclado con un Bertrand Tavernier o una reencarnación de Joseph L. Mankiewicz.


Un Napoleón Universal

Napoleón Bonaparte habita todos los géneros: frescos, dramas, melodramas, biopics, comedias, parodias. Películas de culto, aclamadas, despreciadas, olvidadas o perdidas, aproximadamente la mitad de las cuales siguen permanecido inéditas. En Francia sigue siendo el personaje más prestigioso, controvertido y el más publicitado de su historia, el único anterior al siglo XX que permanece en el panteón imaginario del país. Como Alejandro, al igual que César antes que él, Napoleón conocía el impacto de la fórmula política: imágenes electrizantes y una puesta en escena eufórica. La reciente expansión de la prensa escrita, la imaginería de Epinal (que aumentaría aún más su difusión hacia 1860 gracias a la litografía), las planchas de linterna mágica, las sombras chinas multiplicaron su presencia, mientras pintores como David, Gros, Ingres, Debret, Gosse o Gérard inmortalizaron -al magnificarlas- sus hazañas, dando una increíble espacialidad pública a su representación. Napoleón se creó tanto como fue creado. Estos instrumentos de comunicación, el conquistador de las tres cuartas partes de Europa los personalizó de antemano creando una silueta reconocible entre todos (candado, bicornio, levita gris, mano en el chaleco).


El precio a pagar por un soberano en perpetua búsqueda de legitimidad. Lo que la explosión de la imagen nos enseña es la inestabilidad política de la Modernidad.

La epopeya napoleónica no es sólo francesa, es necesariamente europea. Allí encontramos la Historia de los países y pueblos que lo acogieron, aclamaron, sufrieron o lucharon contra él. Desplegando su canto ostentoso en los medios populares (incluidos los videojuegos y las tiras cómicas), el material fue explotado, recuperado, deformado según las memorias (selectivas) de los Estados Nacionales. Y aquí es donde las cosas se ponen difíciles. El principal interesado tenía para ello una fórmula propia, cínica, imparable: “La historia es un conjunto de mentiras consensuadas”.


¿Qué Historia le interesa a los Estados Nacionales?

La mayoría de los países -triunfadores de la Revolución Industrial- productores de películas desconocen momentos fundamentales de su historia y realzan otros. A Alemania, por ejemplo, le interesa poco su Edad Media o el siglo XVII: muy pocos personajes carismáticos, aparte de los que se encuentran a caballo entre varias culturas (Carlomagno, Carlos V), un universo demasiado "cristiano" para los años 1930/40 y que apenas se presta a celebraciones nacionalistas, la ausencia de una política coherente y unificada antes del avance de Prusia bajo Federico el Grande. Italia está avergonzada por todo lo que empaña a la Roma Republicana de la antigüedad: la ocupación de Grecia, el trato a los esclavos, el aniquilamiento de Cartago; la brillantez y las depravaciones del Renacimiento proporcionan abundante material (¡ah, los Borgia!), seguido, sin embargo, por un período triste (registro de "capa y espada") bajo la ocupación de monarcas extranjeros, hasta el emocionante advenimiento de Garibaldi.


Después de Napoleón, la Francia del siglo XIX cinematográfico dio la espalda a la política, objeto de demasiadas divisiones francesas entre conservadores y progresistas; la colonización casi se pasa por alto en silencio (a diferencia de Inglaterra), la Comuna prácticamente olvidada y el asunto Dreyfus recibió atención en la última película de Roman Polanski, J'accuse (2019). Los biombos de Versalles resucitados por Sacha Guitry escondían el desorden de la posguerra hasta que, con Mayo del 68, la revuelta de los Camisards empezó a cuestionar más que los bocetos de alcoba de Luis XIV, la experiencia del campesinado más que la conspiración de Cinq-Mars. En Estados Unidos, la "tierra prometida" del Antiguo Testamento se fusiona con los llamados espacios vírgenes del Lejano Oeste, la antigua Roma es a la vez objeto de rechazo-fascinación (paganismo, erotismo, esclavos), de admiración (orden y militarismo fascista) y de veneración (sede de la Iglesia). En cuanto a la “conquista” de Occidente, adquiere sus comillas del embrollo vietnamita (y la guerra de Corea oculta) que sume al continente norteamericano en la autocrítica y el cuestionamiento de la mitología occidental.


Como intuimos de estos pocos ejemplos, la representación histórica en el cine, oscilando entre el imaginario fantástico, la propaganda, la instrumentalización inconsciente y un revisionismo siempre dudoso, se abre a todas las perspectivas para que se realce la representación del emperador francés, un general en la conquista o un oscuro seductor.

Recordemos: Todas las leyendas se crean bajo los ojos de la multitud, como bajo los del espectador. Las figuras míticas del Siglo XIX se crean combinando la imaginería moderna y la cristiana. En todo caso, bien nos valdría sospechar de la creación de héroes cuyas acciones, guiadas por una razón superior, no pueden someterse al juicio de la Humanidad. Al igual que la multitud reunida en torno al campeón, el espectador sólo puede quedar fascinado y arrastrado por la voluntad de tal guía.


El Napoleón ficticio

Napoleón escribió una novela en 1795 llamada Clisson et Eugénie sobre un romance condenado al fracaso entre un soldado y su amante (basado en su romance con Eugénie Désirée), era un lector voraz. Siempre llevaba consigo una importante biblioteca en sus campañas de batalla.


La vida de Napoleón fue épica: su ascenso al poder, su caída de la gloria, su catastrófica decisión de intentar invadir Rusia en 1812, su aplastante derrota en Waterloo, su destierro. No sorprende que haya miles de libros de historia y ensayos sobre Napoleón, así como una gran cantidad de novelas ambientadas en la era napoleónica.

Entre las notables apariciones ficticias de Napoleón se encuentran Guerra y paz de León Tolstoi. Napoleón era incluso el nombre del cerdo tirano en Rebelión en la granja de George Orwell. Anthony Burgess dijo que se divirtió mucho escribiendo sobre el famoso soldado, que se representa como un cornudo que sufre de acidez estomacal y halitosis en su libro de 1974, Sinfonía Napoleónica: Una novela en cuatro actos. También proporciona inspiración para los autores del siglo XXI. La novela gráfica de JW Clennett The Diemenois presenta una historia alternativa, en la que Napoleón Bonaparte no murió de cáncer de estómago. En el libro de Clennett escapa de la isla de Santa Elena, en manos de los británicos, en el Océano Atlántico Sur, y huye a una colonia francesa de Tasmania. El libro ganó el premio Silver Ledger de novelas gráficas.


Napoleón era un empedernido amante de la música (asistió a 163 óperas diferentes), aunque, según los informes, no tenía talento para tocar un instrumento o cantar. La duquesa d'Abrantès, objeto.del afecto de Napoleón, incluso cotilleaba sobre su voz “estridente y desafinada”. En 1955, el comediante Spike Milligan escribió un guión para The Goon Show llamado El piano de Napoleón, en el que los Goons tienen que robar su instrumento musical. “Es el que interpretó Napoleón en Waterloo”, dice Neddie Seagoon.

El éxito de Eurovisión de 1974 de ABBA, Waterloo, es quizás la canción más famosa que hace referencia a Napoleón, pero hay cientos de ejemplos, incluidas canciones de Coldplay, Ani DiFranco, Al Stewart, The Kinks, Bee Gees y Mark Knopfler. Tori Amos escribió Joséphine, que habla sobre los sentimientos de Napoleón hacia su emperatriz durante su fallida invasión de Rusia. En 1924, Groucho Marx y sus hermanos protagonizaron un exitoso espectáculo de vodevil llamado I'll Say She Is. Groucho usó un sombrero bicornio cuando interpretó a Napoleón, el devoto amante de Joséphine. “Jo, tus ojos brillan como el asiento de un traje de sarga azul”, bromea Groucho, quien luego sigue encontrando a su esposa en la cama con sus hermanos. En Un tranvía llamado deseo (1951), Stanley Kowalski invoca el Código Napoleónico, que se originó en 1804, durante una disputa con Blanche DuBois por su amiga embarazada Stella. Napoleón fue el héroe de musicales austriacos, franceses, italianos e incluso de Broadway. Fue el tema de un musical inglés en 2000, Napoleon, que abrió en el Shaftesbury Theatre de Londres.


Delirios Napoleónicos

Lord Byron dijo que era "imposible no quedar deslumbrado y abrumado por el carácter de Napoleón", y el emperador sigue teniendo un efecto abrumador en la mente de las personas en los 202 años desde que murió el 5 de mayo de 1821 a la edad de 51 años. tras su destierro a Santa Elena. El psicólogo Daniel Freeman escribió sobre la historia de los delirios y dice que el “Síndrome del Emperador” comenzó rápidamente: 14 imitadores de Napoleón se presentaron en el Asilo Bicêtre de París en 1840.

El delirio se convirtió en parte de la cultura pop. En 1922, Stan Laurel, antes de unirse para convertirse en Laurel y Hardy, interpretó a un vendedor de libros en el cortometraje Mixed Nuts, luego de recibir un golpe en la cabeza, comienza a creer que es Napoleón y debe ser ingresado en una institución de salud mental. Treinta y cuatro años después, el llamado “Delirio de Napoleón” inspiró la película de dibujos animados de Bugs Bunny, Napoleon Bunny-Part. En un episodio de Futurama llamado Insane in the Mainframe en 2001, Bender fingió ser un Napoleón que toca el banjo para poder quedarse en un asilo de robots. Los comediantes estadounidenses restaban importancia al sufrimiento con un chiste común sobre un psiquiatra que felicita a su paciente por haberse curado. “Alguna cura”, se quejaba el paciente. “Cuando vine aquí era Napoleón. Ahora soy un don nadie”. Napoleón siempre fue alguien. Sigue siendo una figura histórica relevante, sobre todo por su profético comentario de que “en política, la estupidez no es una desventaja”.


Antes de que llegue el Napoleón de Ridley Scott

Napoleón Bonaparte sigue despertando curiosidad por un mito de la modernidad que logró mantenerse durante dos siglos y se extendió por todo el mundo, calando no sólo en la política, la jurisprudencia, la urbanización, la ciencia o la historiografía, sino en todos los campos artísticos: pintura, literatura de alto o bajo nivel, teatro, ópera y, por último, pero no menos importante, la pantalla, ya sea grande o pequeña.


El Napoleón individual importa menos aquí. Difícil de abordar, el hombre permanece prodigiosamente complejo, fuera de lo común, demasiado a menudo escondido detrás de su representación. A saber, la contemporánea, consensuada, y por otra parte la que hoy nos desafía.

Cualquiera que sea la opinión que uno pueda tener de sobredimensionada, demasiado a menudo escondida detrás de su representación. Cualquiera que sea la opinión que mantengamos, su trayectoria de estrella fugaz, la profusión de temblores geoestratégicos, su omnipresencia icónica –que sigue moviendo a sociólogos, politólogos, historiadores de mentalidades– ya merecía nuestra atención. Napoleón es el espectáculo permanente, y qué espectáculo: del Nilo al Moskva, de lo sublime a la pesadilla, de la ascensión meteórica a la caída titánica y su recuperación por los poetas románticos. Todo bañado en un kitsch imperial para hacer vibrar a los espectadores del futuro. En definitiva, el encuentro de Napoleón con el cine y su sugerente poder no es fortuito. Pero para quien quiera documentarlo, estudiarlo con lucidez, este enfrentamiento de imágenes se presenta tan proteico como cualquiera de las leyendas que lo moldearon de antemano, condicionadas tanto por su origen como por su época. Porque no hace falta decirlo: Napoléon le dio origen, sentido y destino al siglo XIX. Su epopeya también es la de una Europa que se diluye tan rápidamente como se forjó.

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