El autor plantea unas desafiantes polémicas para los amantes de los automóviles: protagonistas de carne y hueso frente a bellezas sobre cuatro ruedas; fantasías acrobáticas versus realismo vertiginoso y carreras en autódromos o persecuciones atravesando la ciudad.
Recibo una explosiva propuesta: escribir sobre cine y automovilismo. No termino de asimilarla y ya estoy desbordado. El temor de siempre -no estar a la altura- y uno nuevo: ¿Cómo hago para no invertir la ecuación y terminar hablando de automovilismo y cine? Veré. La relación es poderosa. Manos chicas para tanto objeto. Ordenar, vencer la impaciencia y sincerarme. ¿Amo más a los autos que a los actores?
A ver: me gustó Peppermint Frappé, pero recuerdo mejor al esplendoroso Corvette color grana metalizado de 1962 que a Geraldine Chaplin en el ápice de su misterio. Creo que a Kim Novak la auxilió bastante aquel orondo Bentley sedan verde de 1956 que Jimmy Stewart perseguía con sigilo en Vértigo. Dino Risi entendió bien que el bello Aurelia descapotado de 1962 que conducía Gassman para desdicha de Trintignant, era un integrante esencial de Il Sorpasso. No le perdoné a Barry Levinson, director de Rain Man (1988), haberme retaceado vistas interiores del Buick Roadmaster convertible de 1949 que lleva por la carretera a los hermanos Babbit. El propio Rossellini, aun siendo un amante de la velocidad y la mecánica, repite esa tacañería en Viaggio en Italia recortando al hermoso auto que manejan alternativamente la Bergman y George Sanders. No así Jacques Deray, quien no mezquina el perfil y las prestaciones de la furiosa Maserati Ghibli con la que Maurice Ronet visita a la pareja Delon-Schneider en La Piscina (1969). (La memoria no omite aquí a una floreciente Jane Birkin en la butaca izquierda). Cuando prefiero El Padrino II a su primera parte, tal vez sea por el fastuoso Cadillac Eldorado Brougham de 1957, con el que Michael Corleone ingresa a su residencia en Nevada. El escurridizo Alfa Romeo Spider Duetto de 1966 que le permite a Dustin Hoffman impedir la boda de Katherine Ross, es lo primero que se me aparece cuando alguien menciona El Graduado. Antes, incluso, que aquel dulce repertorio de Simon y Garfunkel. Si volviera a ver La sirena del Missisipi (1969) – débil criatura de Truffaut – sería para contemplar ese blanco Peugeot 403 cabriolet, que conjugaba elegancia clásica y espíritu deportivo. Pienso también que la línea Aston Martin, abusada por la saga Bond, recibió su mejor homenaje de parte de Jules Dassin. En su magistral versión de Fedra (1962) el vástago británico suple a los caballos que en la tragedia sepultaron a Hipólito. El auto plateado arriesgando en la costa griega con Anthony Perkins al volante es imborrable.
Definitivamente, los autos son mis protagonistas favoritos. Lo siento, pero es así. Soltada esta confesión que merma mi autoridad, confío lo que sigue a una disposición honesta. Los autos son una prolongación de nuestras capacidades motrices. Extensión mediada por su antecedente: el caballo, esencial para la fundación de la gramática cinematográfica.
El montaje paralelo de David W. Griffith, aplicado a las persecuciones motrices, confirma que el cine y los automóviles nacieron para amarse. Bello de por sí, el rango animal del automóvil invita al cine a imprimirle movimiento al movimiento. Fiesta para los travellings. La competición suma un estallido del plano subjetivo capaz de atormentar al campo enfocado. Esta reconocible cima me informa lo descartable: Toda creación fantástica – digital o no- que desdibuje lo propio de un automóvil, me resulta vana. Los autos en velocidad avivan la emoción porque trazan una frontera con el peligro. Allí la falla mecánica o el error humano se suelen pagar con la muerte. Es el bravío y morboso encanto del automovilismo. Aquellos que saltan desde un puente hasta la cubierta de un barco sin romper un amortiguador, los que se transforman en otra cosa, o los que portan dispositivos lanzamisiles, solo exhiben en pantalla una manipulación de su imagen. Por ello su reclutamiento artístico reclama un tratamiento realista. Lo contrario es como suponer que Scarlett Johansson se verá más linda con cuatro ojos.
El pésimo producto de Sylvester Stallone Driven (2001), se estanca voluntariamente entre la verosimilitud y la fantasía, exhibiendo maniobras y situaciones totalmente improbables ejecutadas por vehículos creíbles.
Quienes mejor explotaron a las estrellas de cuatro ruedas justificarían la siguiente clasificación: 1) Ficción dramática con zonas de ficción automovilística; 2) Ficción dramática con introitos documentales de automovilismo; 3) Ficción de automovilismo deportivo con o sin insumos documentales; 4) Ficción testimonial de automovilismo deportivo; y 5) Documental de automovilismo deportivo.
Los dos primeros grupos recurren al automovilismo, mientras que en los grupos 3, 4 y 5 éste ocupa la centralidad. El ordenamiento no es correlativo a calidades. Perfila el grado de transparencia en relación a los automóviles. En el primero se inscriben las películas que contienen magníficas persecuciones filmadas. Enumero algunas conocidas: Bullit (1967), con memorable actuación del icónico Ford Mustang verde, o Vivir y morir en Los Angeles (1985) de William Friedkin, que despliega una impactante cacería urbana, minuciosamente guionada y montada.
En este nivel, no conozco nada superior a Ronin (1998) de John Frankenheimer, con una triple participación de marcas asaltando caminos de la costa azul o estrechas calles parisinas. El tópico crece en manos del director neoyorquino. Muestra al conductor de una operación clandestina definiendo el tipo de automóvil que necesita. Las secuencias son el corazón visual del film aunque no lleguen al registro deportivo. Es interesante tratándose de Frankenheimer. Sugiere que la competición -algo que él ya había filmado con maestría precursora- derrama potencia estética pero limita lo narrativo. Por ello en el segundo grupo -como si se hubiera planteado esta disyuntiva- el inefable Howard Hawks presenta una solución tan personal que resulta difícil encontrarle compañía. Rojo 7000 peligro (1965) tiene dos niveles de montaje: el básico y el temático, donde Hawks entrecruza enredos sentimentales con fragmentos de automovilismo documental. Astuto, obtiene un ritmo de alternancia cuyo enlace es la muerte –narrativamente temprana- de uno de los pilotos.
Queda sentimentalmente vacante la atractiva Gail Hire. Un jovencísimo James Caan -también piloto- sale al cruce de su flamante soledad. Hawks complica hábilmente la madeja erótica complementando los introitos deportivos. Esos segmentos son documentales y pertenecen a la categoría Nascar. Los altavoces nombran a profesionales de la época como Richard Petty. Las imágenes privilegian accidentes y despistes en un montaje que no da respiro. Siento ese magnetismo de lo apremiado y compacto que distingue a Hawks.
Ingreso entonces al tercer nivel, muy concurrido. Perenne, distingo a la obra mayor del automovilismo filmado, Grand Prix (1966) dirigida justamente por John Frankenheimer. Su elipse dramática se amplifica. Rivalidades que pasan de la pista a la alcoba. Jessica Walters promueve la comprensible deslealtad de James Garner. Yves Montand y Eva Marie Saint desovillan un encuentro maduro y elegante, mientras el desenfado corre por cuenta de la deliciosa Francoise Hardy. Frankenheimer incluye la pulseada de las automotrices. Tengo a un enhiesto Enzo Ferrari en Adolfo Celi y Toshiro Mifune compone con excelencia al empresario japonés que desembarca en la fórmula 1. Las tomas de Grand Prix son inigualables; especialmente las filmadas en el circuito de Mónaco.
Seguimientos, pantallas divididas, coros de motores, cámaras en el piso, planos profundos bajo la lluvia. Frankenheimer domestica el frenesí competitivo con finas ralentizaciones y desenfoques. En todo momento procura que el límite del espectáculo se acople al límite de la mecánica. Captura así la solidez de lo verosímil. El compromiso entre lo personal y lo deportivo fluye armoniosamente.
Es la mejor y más ecuánime confluencia entre el cine y los automóviles. Lee Katzin ocuparía el trono del cine tuerca de no ser por esto mismo. Su película es de excelencia absoluta pero se resume totalmente en lo deportivo. No es un error, es una decisión. Sin duda, para los devotos de las carreras de autos, Le Mans (1971) es insuperable. No me cansa nunca el montaje inicial. Un Porsche cruza serenamente París. Toma el camino a Le Mans. Se detiene frente a los renovados guard rails donde el año anterior tuvo un grave accidente. Cámara a espaldas de Steve McQueen. Lo rodea a lo Sergio Leone. Arranca el flashback y el ingreso a lo propio. Encuadre final, un plano detalle del empalme reemplazado. Suben los créditos. Perfecto, estoy en Le Mans. La duración de la carrera (24 horas) le permite a Katzin una narración centrípeta. La carrera es la película. Visualmente es excepcional y cuenta con el mejor accidente filmado. La variación de la luz, la lluvia, los inconvenientes mecánicos y las estrategias de equipo proveen un digno soporte dramático. Adorable.
Más abajo, anoto a Días de Trueno (1990), una rareza de buen comienzo. Tom Cruise es Cole Trickle, un piloto que se quedó sin auto y pide una oportunidad. Se la va a dar el avezado Robert Duvall con su demorada bonhomía. Recurso probado en Rojo 7000 Peligro. Otra similitud es la administración de las revoluciones por minuto arriba del auto. Margen probablemente inflado con fines narrativos. Pero Días de Trueno (bello título) se enamora del itinerario psicológico. Cruise debe superar un anudado trauma. Colabora en la sanación Nicole Kidman con una oportuna embestida amatoria. La encajada preocupación del guionista le hace relegar al director Tony Scott el excelente material tomado en pista. Lo absuelvo.
Último peldaño para Winning (500 millas) película en la que John Goldstone dirige a Paul Newman y Paul Newman -productor- lo dirige a John Goldstone. Eso explica el largo culebrón que precede a la carrera. Joan Woodward, imperturbable en su languidez, le es infiel a Newman -piloto- con uno de sus rivales. El guión le impone enfrentar la carrera con unos cuernos recién estrenados y obsesionado por perseguir en pista al infame. Si el lector supone que ganará las 500 millas para luego perdonar y recuperar a su esposa, acierta. Donde Hawks utilizaba la alternancia, Goldstone cae en la partición. El real comienzo de su película es Indianápolis, bien anunciada y mejor filmada. La primera parte es el impuesto a pagar para paladear la segunda. La categoría Indy se destacaba ya en 1969 por sus altísimas velocidades. Una cámara fija en el punto donde concluye el radio de curva logra un vibrante efecto. Parece que el auto se estrellará contra el muro, se comerá la cámara y se me vendrá encima obligándome a soltar el pochoclo. Hermoso.
Entro ahora al rango testimonial y advierto aquel principio según el cual la disciplina espolea la creatividad. Hay que ceñirse -aun con alguna licencia- a un núcleo fáctico de referencia. llama mi atención que los dos productos elegidos compartan alta calidad narrativa y técnica. Se trata de la reciente Contra lo imposible (2019) de James Mangold y Rush: Pasión y gloria (2013) de Ron Howard. La primera supone la reconstrucción de un duelo comercial que no omite notas culturales. Aunque desemboca en lo deportivo, la rivalidad Ford – Ferrari contrasta lo industrial y lo artesanal, lo productivo y lo glamoroso, lo americano y lo europeo. Este aspecto es perfectamente presentado y actuado. Ford fracasa en el intento de adquirir Ferrari y su embajada se retira de Módena humillada por el legendario mago italiano. Dignísimo.
Luego Mangold me conduce inteligentemente hacia la competencia central. Porque la película trata la creación del Ford GT 40, espeluznante criatura concebida por Carroll Shelby para vencer a la escuadra roja en las 24 horas de Le Mans. Otro tópico resuelto con solvencia es la tensión entre el andamiaje burocrático que preside Henry Ford II y la dinámica creativa de la dupla Shelby – Ken Miles (ingeniero y piloto). Matt Damon y Cristian Bale reaniman bien el conocido canto a la excentricidad prodigiosa. Regresa el tono americano de la respuesta rápida y contundente, como si evocaran a Pearl Harbor. Me indigesto viendo que despojan de su hegemonía en Le Mans a mi amada Ferrari 330 P3. Pero es una gran película, con un relato sagazmente administrado y formalmente noble.
Me gusta que la próxima sea Rush: Pasión y gloria (2013) porque allí asoma cierta autonomía narrativa del automovilismo. Ron Howard, su director, desarrolla el duelo que protagonizaron en 1976 Niki Lauda (Daniel Brühl) y James Hunt (Chris Hemsworth). El piloto inglés gana aquel campeonato por un punto en la última vuelta de la última carrera. Así fue. En el medio, Lauda tiene en Nurburgring el horrible accidente que le quema buena parte del rostro. La película ensancha el contraste entre el playboy, libertino y fácilmente adorado, con el metódico, contenido y casi hostil piloto austriaco. La improvisación enfrenta al sistema, la inspiración al cálculo. Se odiaron y por eso comenzaron a necesitarse. La pasión llevó a Hunt a disciplinarse para competir con Lauda, y a Lauda a volver a correr cuando casi no podía colocarse el casco por las quemaduras. Extrapolaron sus respectivos signos en un proceso que la película decanta exquisitamente. Howard define un montaje más vívido, que trata de asimilarse a lo repentino y lo inesperado. Persigue la cadencia coral de las carreras de autos. Cierra con un precioso y emotivo documento. Lauda evoca a Hunt con sincero respeto.
Llegado ya al documental, elijo exclusivamente el notable trabajo de Asif Kapadia Senna (2010). Arribo así al punto justo en el que una historia y un personaje real colman el dramatismo imaginable. Esta compilación deviene artística por la impronta de una figura épica y romántica. La virtud de Kapadia es haberlo dejado hablar y abrirse con tacto literario a sus incansables proezas: 1984, comienza a llover en Mónaco. Adelante, sin sorpresas, Alain Prost. Un auto de la escudería Toleman -de mitad del pelotón- supera rivales descontando vorazmente la diferencia. Es un tal Ayrton Senna. El público vibra y el poder tiembla. Más veloces que los pilotos, las autoridades paran la carrera (y el papelón) cuando el Aquiles brasilero ya mordía la punta. Todo Senna es así y lo retrata Kapadia con inapelables trozos de historia.
Las confrontaciones entre escuderías, las competencias dramáticas y extenuantes, la fila de pilotos muertos en pista, o el talle heroico de personajes como Miles, Lauda o Senna, riegan al mundo con guiones que a un profesional le hubiera costado crear. Ello sugiere una vecindad de naturaleza entre el cine y el automovilismo. Los emparenta el pertenecer a la zona sutil de la realidad. Habitan juntos el reino de lo no ordinario, de lo deslumbrante. Y hasta comparten aquel prejuicio que no admite arte donde hay industria. El cine es un arte y una Ferrari también.
Los duelos con Prost, la velada discriminación, las sanciones arbitrarias. Todo consolida aquel halo angelical y combativo. Sin manipular, Kapadia me sirve en pantalla a una deidad con casco. Su documento acaricia lo fantástico. Esta cúspide de la escala desenvuelve acaso el mensaje que me justifica. Esa irrevocable comunión entre ambos es lo que me gustaría haber reflejado en el texto.
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