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Rodrigo Ochonga

Apuntes de dirección en La muerte de Luis XIV


El autor analiza La muerte de Luis XIV de Albert Serra, tomando como eje sus decisiones fotográficas, de montaje, actorales y de uso del sonido.





Al inicio en los créditos observamos que este es otro film producido por más de un país europeo. Sabemos que sucede más a menudo con cierto tipo de cine. Cierto tipo de cine que necesita ser apoyado comunalmente porque es difícil encontrar un financiamiento fuerte en un solo país de origen. Cierto tipo de cine que sólo es posible si se lo ayuda. Está bien, ya entendimos, esto le confiere un ridículo halo de respeto en los créditos iniciales a un film que fue apoyado y coproducido. Se le quiere dar de este modo un estatus artístico.


Pero un film sólo vale por lo que es.


En la película de Albert Serra La muerte de Luis XIV (2016) hay una serie de características que sirven para pensar el cine de autor. La representación bascula entre lo denodado de un ambiente pictórico radiante, racionalmente construido y la tendencia opuesta al espíritu del cine de calidad europeo. Porque la designación misma ‘cine de calidad’ siempre fue una estrategia del mercado. Aquí, sin embargo, sucede otra cosa. Hay una revisión de ese concepto histórico del cine de calidad. Podríamos ver en ella un curioso logro de realismo vinculado a una depuración del artificio, pero la película es ambigua porque también fabrica una mirada diseñada y portentosa.


En este film lo más evidente es su ambivalencia: es concreto y espiritual al mismo tiempo. Tanto que puede ser leído desde inclinaciones críticas tal vez contrapuestas. El trabajo de la dirección —según algunos testimonios recogidos— parece haberse constituido estableciendo paradojas claras sobre las tareas de cada equipo.


Pero lo que no pone en debate la película es su trabajo sereno sobre la visión. Todo está cuidadosamente fijado. Por ejemplo la definición de los focos no es una estrategia de dinámica narrativa sino que es parte de la construcción estática de cada imagen asumida expresivamente. El aspecto maduro de la fotografía de Jonathan Ricquebourg quiere dar valor a ese rasgo tradicional de la pintura europea que pareciera consistir en denotar de un modo abandonado el contraste lumínico, las texturas y la impronta afrodisíaca e inteligente del color. En exponer belleza de manera íntegra pero evasiva.


El mismo Ricquebourg afirma que se usaron luces de vieja escuela, Dedolight y Fresneles 650W. Se utilizó una cámara Panasonic 3700 P2, una vieja cámara de 2008 que puede grabar seguido cerca de una hora, tal como se necesitaba especialmente, y usando tres cámaras. Algo que no es comparable en términos económicos y de manejo de archivos con equipos actuales.


La película está casi enteramente hecha de planos medio-cortos y primeros planos. Los planos generales y los planos enteros son evitados. En esto la película construye inteligentemente un debilitamiento de la ‘representación’ en favor de un realismo lúcido.

El silencio y la oscuridad que rodean a los planos reconducen esta sensación de eternidad claustrofóbica que ya había logrado Sokurov en El arca rusa. Así como la mirada, el sonido también está destilado. El ambiente parece estrangulado, la acústica uterina lograda en la postproducción devela el carácter humano del proceso de la descomposición y la muerte.


La cámara es evidente en todo momento. En cada encuadre sentimos una concordia del ojo. Compositivamente confiamos, creemos en los planos mientras los vemos. Los planos parecen edificados para que el ojo anide en una imagen que adquiriera así un carácter cóncavo. Lo cóncavo y lo convexo, además, son los dos lados de la curva de un ojo (hacia dentro y hacia fuera del ojo). La actividad ansiosa y fascinante de encuadrar en rodaje un film como éste es un ejercicio de miles de diminutos desplazamientos de la rótula [1] hasta llegar a la detención, cuyo resultado hará no solamente que la imagen cobre tensiones compositivas sino que sea perforante abriendo un espacio para que el ojo se deslice dentro.


Se trabaja más para los planos que para la futura película. Se trabaja la totalidad como fragmento.


Las posiciones estacionarias de los actores no acaban pareciendo marcaciones sino que la interioridad lograda por las inflexiones de la energía (generada por los aspectos visuales en cada plano) coloca a los actores como testigos dentro de una situación humana. No hay un trabajo enervante sobre la acción; las acciones están sosegadas, al igual que la actuación. Lo importante es el clima opresivo y soñoliento que encierra a los personajes en un limbo sensual y decadente. La creencia del espectador está en el seguimiento de esa mirada fortalecida y paciente que nos conduce dentro de una situación altamente exclusiva como es la intimidad de la vida de una corte.


Cuando uno de los personajes dice ‘dejemos que las cosas sigan su curso’ está haciendo una paráfrasis de la estética del tiempo que aborda la película. Es una película de la interioridad porque se abandona a la temporalidad. La película parece hecha de estampas. Cada plano es un panel, un nuevo episodio del camino hacia la muerte.

Los planos son autónomos en acción y actividad y lo que sucede está gobernado por la interioridad. Y aún cada plano deja algo tras de sí. Hay una apuesta por el montaje como recorrido y como gesto expositivo de estas distintas e iguales interioridades. Pensemos en los polípticos. Los cortes del montaje son las bisagras que unen los paneles y los abren y cierran. El corte comprime o expande la experiencia del plano. Asistimos a cada uno como si fuéramos los visitantes ocasionales y preocupados de la salud del rey Luis. Tiempo y tarea humana son quienes reúnen estas visiones en una sola experiencia.


El silencio y la oscuridad que rodean a los planos reconducen esta sensación de eternidad claustrofóbica que ya había logrado Sokurov en El arca rusa. Así como la mirada, el sonido también está destilado. El ambiente parece estrangulado, la acústica uterina lograda en la postproducción devela el carácter humano del proceso de la descomposición y la muerte. No hay nada que sonoramente estorbe la mirada microscópica y obsesiva que hay sobre el rey moribundo. La pureza de la visión se extiende a lo largo de todo el film. Tampoco hay golpes de efecto y mezcla de estrategias genéricas. La película no busca entretener, no es superficial ni partidaria, más allá de cuáles hayan sido las intenciones iniciales.


Es una película religiosa no tanto porque aborde la temática de la trascendencia o del sentido de una existencia cualquiera desde lo espiritual a lo cotidiano o viceversa, sino que es religiosa propiamente por su respeto sobre el tiempo y sobre la representación humana. Sobre el lugar del hombre delante de la muerte. Y delante de la cámara. Y al mismo tiempo es concreta sobre la corporalidad como podemos serlo hoy día o como era la poesía de François Villon.


El protagonista es un protagonista colectivo, es decir, la humanidad o algo más modesto que hoy podríamos denominar el ‘nosotros’. Como se ve en el tratamiento de todos los personajes que rodean al Rey y que son los verdaderos protagonistas del film.


Por momentos nos cansamos pero la propuesta es tan orgullosamente autónoma, consecuente y reveladora que acompañamos esos excesos de estilo de autoralidad, como si algo que nunca nos sucedió nos estuviera a punto de suceder..



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[1] La parte superior del trípode donde se asienta la cámara y que permite su movimiento.

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