«Todos tenemos dos vidas: la verdadera, que es la que soñamos en la infancia, y que continuamos soñando de adultos, en un sustrato de niebla; y la falsa, que es la que vivimos en convivencia con los demás, la práctica, la útil (…)».
Fragmento de Dactilografía de Álvaro de Campos, heterónimo de Fernando Pessoa (1988-1935)
El film La vida útil (2010), del director uruguayo Federico Veiroj, resulta ser una pieza corta y poco habitual en comparación con las propuestas de su tiempo, aquella que se espera encontrar —si uno tiene suerte— entre la gran estela audiovisual contemporánea, que no hace más que alardear de su destreza tecnológica con productos avasallantes. Escueta y rudimentaria, Veiroj sitúa su obra en un pasado cercano entre la practicidad de la técnica, el lenguaje cinematográfico y la imaginación. Pero, sobre todo, construye una historia de aquel cine que no se suele ver y del que ineludiblemente somos parte.
La apreciación entra en sintonía con la concepción del fenómeno cine como artefacto correspondiente a un sistema de sueños mecánicos, artilugio cuya conformación surgió como mera curiosidad mágico-científica, como un invento sin futuro y sin aparente valor comercial, clasificando a este aparato como un simple juguete óptico moderno, sin más. Su utilidad, consecuentemente, se vio favorecida por el despliegue de sus lentos pero sucesivos procesos técnico-artísticos. Esto llevó a conformarlo en una criatura de carácter monstruoso, la cual desarrolló un lenguaje propio y relacional para capturar lo viviente. Así se presenta el gran dilema que plantea la película: creemos apropiarnos del cine, pero éste sólo se pertenece a sí mismo.
Su carácter metamórfico, aparentado bajo una forma dócil y atractiva, nos seduce hacia su guarida con la proyección de imágenes ilusorias. No es más que una mera trampa. En nuestro ingenuo intento por acaparar su extensa magnitud artística caemos adormecidos en su dispositivo, donde termina al fin por alimentarse de nuestras más profundas fantasías y devorar así nuestro espíritu.
Consecuentemente, una de estas innumerables presas es Jorge, protagonista capturado en la vida útil. Él se encuentra trabajando dentro del cine sin saberse atrapado; y tiene a su alcance cualquier tipo de herramienta para seguir alimentando a este ser: realiza tareas técnicas y administrativas dentro del establecimiento, de programación, de crítica… Hasta tiene un programa de radio para seguir fomentando esta pasión suya que parece inagotable.
Entre planos escuetos y con un ritmo casi autómata, la película invoca la atmósfera de un estilo pasado, silencioso, a contra luz y por ende fantasmagórico, donde el protagonista fue depositando su vida entera, que ahora se ve tambaleando sigilosamente entre los vestigios de una cinematografía antigua y el comienzo de una nueva era. En este sentido, somos testigos del devenir de un llamado terriblemente calmo y asfixiante para el personaje, quien deambula como un fantasma por las instalaciones de la cinemateca presenciando su inminente caída.
La composición minimalista y la tonalidad oscura en formato 4:3 crea una puesta en escena tan hermética que parecería ser Jorge el único damnificado en este escenario, destilado por un entorno que se torna increíblemente anacrónico y, a su vez, cercano. Esto motiva a pensar en una crítica por parte del director sobre la situación presente de la Cinemateca Uruguaya, al tener en plano a personalidades como Manuel Martínez Carril y el propio Jorge Jellinek (personaje protagónico), referentes del cine de ese país.
Por otra parte, la perversidad de la película radica en la acción de querer extirpar esa imagen cinética del personaje a través de la detención del movimiento. En este sentido, es en conjunto con las imágenes encubiertas de films icónicos de la historia del cine —como aquella escena final de Tiempos modernos (1936) de Charles Chaplin, o Vivir (1952) de Akira Kurosawa—, donde esta criatura fílmica anuncia su devoradora maldad al protagonista, quien no puede o no quiere ni siquiera verse envuelto.
El momento más característico de esta fijeza se da en la escena magistral del andar caído que hace el personaje en el pasillo del cine mientras se acerca a la luz, diría casi quemándose. Esta situación logra una oposición comparativa al desglose del galope del caballo de Muybridge, símbolo originario y fundamental de la imagen en movimiento, la cual se encuentra colada detrás de él, pre-anunciando su trágico destino final.
Sin embargo, ante el resquebrajamiento que presenta la instalación por falta de abastecimiento económico y por nuevas tendencias posmodernas que parecen catapultarla en el olvido, una nueva vida más posible que útil se presenta ante el protagonista. El personaje, como prisionero de una cueva de Platón, empieza a vislumbrar a través de las luces que ingresan por las rendijas del baño del edificio una realidad paralela, latente y luminosa. Un sonido urbano comienza a escucharse en el fundido con otro de tono más melódico por primera vez en todo el film. Aquí se produce el gran corte: su amor por el cine, que en un principio parecía sobrepasarle y causarle algún tipo de efecto angustiante, lo insufla de una nueva sapiencia. Se podría decir que el caballo automatizado de Muybridge se hace a un lado del rango de visión de cámara y el corredor se baja para emprender una caminata por su cuenta, momento destacable que acentúa la banda sonora con la canción Los caballos perdidos de Leo Maslíah.
Ante esta nueva situación, el lenguaje cinematográfico adopta una postura diferente. Se puede apreciar en la narración dos tendencias estilísticas bien diferenciadas: una primera parte más directa y cruda, de estilo pseudo-documental; y otra parte más poética, refinada y armoniosa. Curiosamente es aquí cuando Jorge sale literalmente del cine, de ese estado hipnótico del que hablaba Barthes. De a poco, Jorge comienza a percibir su mundo con cierto poder de curación para producir una nueva vida con delicadeza cinematográfica. El tono del estilo y de la actuación se invierten y nos remiten al cine clásico hollywoodense: el protagonista va desinteresado por las calles, bailando a lo Gene Kelly en las escaleras, hacia la conquista de su interés amoroso, o como héroe en la travesura de pronunciar un discurso elocuente sobre la importancia de la mentira en la Facultad de Derecho, parafraseando a Mark Twain; instancias en las que participa de su vida en un soñar despierto y práctico.
Jorge se entrega a su intuición ante la danza melódica de un pez que se vislumbra dorado y que tanto buscaba atrapar David Lynch. La película se apiada de él y parece otorgarle una nueva oportunidad mientras lo ve alejarse enamorado. Finalmente, la cámara (y por consecuencia el cine) vuelve a posicionarse desde el lugar en el que todo comenzó, en aquella fascinación por el disfrute del movimiento.
Lo que queda son estas palabras invasoras que escribo, tratando de buscar sentido, de absorber con la interpretación algo de ese material etéreo que provoca su proyección. La actividad de la escritura cinematográfica como herramienta disponible para tratar de acercarme a ese mundo audiovisual en misteriosa evolución. Más allá de su vida útil —y de la nuestra—, en donde las palabras de un crítico perderían significado, la crítica su ilusión y la película su poder de encanto, sólo permanece un amante y, por ende, un amor: un amor al cine.
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