Las palabras de Manuel Eiras nos introducen en la atmósfera melancólico-beat de la vida y obra de Jonás Mekas, director de cine y poeta de origen lituano, reconocido a partir de una migración constante, buscando escapar de su enemigo, ni más ni menos que el siglo XX.
Son unas Nike blancas con un par de colores en los costados. Los cordones también son blancos y están atados con doble nudo. De todas formas el nudo de la zapatilla derecha se va aflojando con cada paso. Hay algo cíclico en esa forma de avanzar. La punta se dobla y se estira. Los pliegues de las zapatillas inventan un sonido casi mínimo. Un ruido distinto genera el roce con las baldosas. Las suelas están gastadas de forma despareja, tal vez tiene que ver con cierta chuequera.
Cuando se detiene en el cordón, antes de cruzar la calle, se da cuenta de que uno de los cordones se desató. Por un segundo mira el cordón blanco medio deshilachado desparramado en el cordón gris. Decide dejarlos así y seguir caminando.
Encerrado en mi casa leo Ningún lugar adonde ir. En un momento el diario de Jonas Mekas se convierte en una novela medio extraña en la que un poeta lituano escapa de muchas cosas. Incluso Mekas se encarga de hacerlo explícito, propone que se lea el libro como si fuera ficción pura. Sí, invito a leer esto como una ficción. El tema, la trama que anuda estas piezas, es mi vida, mi desarrollo.
¿El villano? El villano es el siglo veinte. Entonces no nos queda otra, como pasa con todas las lecturas que hacemos en este contexto, imaginamos el nuevo villano.
En la segunda parte del diario, que es una novela, el protagonista es un artista que lo único que hace es trabajar de cualquier cosa en Nueva York hasta que lo despiden y entonces sale a buscar nuevos trabajos y lo vuelven a despedir. Mientras tanto, camina. Caminé por la noche de Brooklyn. Cuando no está trabajando, se la pasa de un lado para el otro; habla con la gente, observa su entorno y camina por la ciudad. Caminamos por el parque vacío pateando ardillas. El exterior y el movimiento lo ayudan a paliar atisbos de depresión.
La trama de la novela es el género: es un diario (de un tipo que después de estar encerrado en campos de trabajos forzados y pasar mil penurias migra desde Europa hasta EEUU). Pero el eje del libro que atraviesa todo y lo justifica es un criterio poético que une las escenas, más que por las acciones, mediante un hilo estético (un lenguaje).
Ayer pasé toda la tarde sentado en los escalones del frente mirando la calle, las luces distantes del puerto, las nubes rosas de la tarde, el patio sucio. Bebí la tarde intentando matar el dolor que me desgarraba. Sabía que este era un barrio promedio, sucio. No se parece en nada a cómo es la vida en realidad. Pero yo ansiaba tener algún tipo de vida. Como tomar una taza de café turbio en un puesto callejero. Sentía que mi soledad provenía de todos los objetos, del cielo, de los techos negros y sucios, de los papeles tirados en la calle. Bebí la tarde. Dice eso. No puede ser un error del traductor. Mekas escribió eso en lituano. Y el motor de esa escritura que es una vida (fragmentos de un fragmento de un fragmento: un diario), el motor de esa forma de contar lo que se vive es cierta convicción nunca del todo determinada, una pasión. Sobrevive reaccionando a la vida, como dirá después.
Hay un momento clave cuando llega a EEUU después de una travesía en barco que creo que es lo mejor del libro. Llega desesperado y lo primero que hace es ir hasta la estación para viajar a Chicago, donde tenía gente que lo esperaba, casa y trabajo asegurados. Llegaba para seguir yéndose. Y decide quedarse en Nueva York. Descarta el camino más seguro: algo de esa convicción lo obliga a quedarse. Unos meses después de eso, ya instalado en NY (aunque todavía en la mala), un amigo le escribe desde Francia diciéndole que no puede entender cómo está en un país como EEUU.
Estamos hablando del año 1950. Mekas escribe: “prefiero a un ser humano apasionado por el acero que a un nazi con una flor en la solapa, o a Stalin caminando por un jardín de flores, como lo vi en una película soviética reciente”.
El diario cada vez se llena más de esas reflexiones, que en realidad son comentarios, que en realidad son cosas que ve en el día a día. O sea, como en un buen documental, la persona se vuelve personaje sin decirlo nunca. Todo el tiempo se habla de su vida pero en realidad lo que vemos es una continuidad de sucesos desde los ojos de alguien que cree que no se necesita un argumento espectacular o extraordinario para contar algo, no se necesita mucha imaginación ni un estudio gigante para construir una trama interesante. Basta con mirar con atención las cosas que nos pasan alrededor. Dice Leonardo Favio: “Salir a mirar la vida y después contar la vida. Porque el cine es eso, es la vida, es memoria.”
Pero el diario invita a nadar hasta lo profundo. Se bucea en el libro hasta que la trama se vuelve tan transparente que desaparece. O sea, la trama (que es la vida), como pasa con el agua cuando se nada con tubos de oxígeno, está en todos lados y al mismo tiempo no se ve.
El protagonista comienza a convivir en otros planos, con imágenes de nuestra realidad. Ya no se puede leer el diario como una novela. O sea, la trama que anuda estas piezas ya no la podemos encontrar en la vida de Mekas, sino en el lenguaje. Es como si esas escenas, días, situaciones, reflexiones, comentarios, testimonios o piezas fueran poemas. Tienden a la poesía. O mejor: apuntan con un arma (¿un arpón?) imaginaria con forma de poesía. Un poco porque, como se van a esforzar en demostrarlo después toda esa generación (Allen Ginsberg, Burroughs, Andy Warhol, Yōko Ono, Lennon, Dylan, Lou Reed, etcétera), es inescindible la vida de la obra de todo poeta. No importa si es performer (pronto llegaría el apogeo del happening) u obrero. Y ahí la ficción y la realidad se confunden o complejizan. Porque no hay dudas de que todo eso que Mekas cuenta que pasó, pasó (o mejor todavía: lo contaba mientras le iba pasando), pero él lo/se construye como una única historia: unida por un criterio poético que no es otra cosa que una forma de mirar y, al mismo tiempo, una vida; fragmentos de un fragmento de un fragmento: un diario.
Podríamos decir que tiene dos direcciones o que se construye con dos capas. Una te cuenta (vida) y otra te incita (manifiesto).
Algo similar pasa con las fotografías que dejó Vivian Maier, la niñera misteriosa que salía a todos lados con su cámara colgando. Los diarios de Mekas y la obra de Maier salen a la luz tiempo después de realizarse, no los leemos/vemos en el instante. Las fotografías de Maier se difundieron después de que ella muriera, cuando alguien las compró por casualidad en una subasta, buscando otra cosa. Pero dan cuenta de que ella también estuvo ahí, sobrevolando todo desde el anonimato (aunque en Chicago, lugar al que casi va Mekas).
Como Mekas, ella también imagina a través de lo que cuenta un lugar determinado. Re-construye con imágenes la sensibilidad de su mundo. Y lo más importante: también registra lo que pasa filtrado por su mirada. Lo que nos llega a nosotros es una composición urbana que la cuenta a ella (lo que vemos habitualmente nos confirma, dice John Berger) y cuenta un relato sobre la sociedad de ese momento.
Uno de los principios del Tai chi, el último, es buscar la quietud en el movimiento. En estos meses en los que pasamos tanto tiempo adentro de nuestras casas todo se resignifica. Despertarse y no salir de la cama, dibujar, seguir barriendo aunque ya esté limpio, colgarse un rato mirando la distribución arbitraria de los ladrillos o una flor colorada por la ventana o, al revés, interrumpir cualquier cosa para cerrar los ojos por unos minutos. Salir a caminar.
Esta enfermedad me dejó muy flaco y huesudo por años y años, de modo que cuando empecé la escuela todos me llamaban Muerte.
En la presentación del diario Mekas repasa su vida antes de empezar a escapar, y de algún modo ya vemos ahí otras formas de evasión. Ese prólogo, escrito mucho tiempo después (agosto de 1985), se lee como una justificación o explicación de lo que vendrá. Es un capitulo de una posible autobiografía en donde, por diversos motivos, siempre aparece la tensión entre el amor por las raíces y la condición constante de marginal.
Mekas construye un relato de su infancia en el que no hay rencor ni nostalgia pero sí una cantidad de circunstancias que nos muestran que con o sin guerra era difícil que se quedara toda la vida viviendo en los campos de Lituania. El tono no es apátrida ni mucho menos apático. Todo lo contrario. La mayoría de los recuerdos son sobre los familiares, sobre la música y las actividades que hacía de pequeño y, especialmente, sobre las bibliotecas y las formas de ingeniárselas para conseguir libros (en una época y un lugar donde no era fácil conseguirlos).
Después de contar la historia de cómo no pudo conocer al único poeta del lugar porque los alemanes lo mataron, afirma: No sé qué dice esto sobre la época en que vivíamos, sobre el lugar donde provengo, pero la mayoría de los protagonistas de mi infancia están muertos. Muertos antes de tiempo.
Mekas empieza el libro hablando desde un presente que es posterior a la escritura del diario. Y al mismo tiempo lo que se cuenta en ese prólogo tiene que ver con lo que pasó antes de lo que se cuenta en el diario. Sólo ahí se narra en pasado. De algún modo ese regreso a lo previo es lo que le termina de dar consistencia a todo lo que viene después.
Es necesario volver a ese pasado originario, construir un relato autobiográfico en donde nos podamos apoyar. Es decir: puede que no sepa adónde va pero sí sabe de dónde viene. La presentación, entonces, funciona como punto de partida que tiene el filtro del presente (un presente que es posterior a la escritura del diario, o sea, un filtro del futuro).
En su película Reminiscencias de un viaje a Lituania también se vuelve a eso. También se vuelve. El diario ya está escrito y ahora se intenta volver a lo que fue antes de empezar a escribirlo. Pero ahí, en ese retorno, hay calma y alegría. Hay colores y naturaleza. Los hermanos Mekas juegan frente a la cámara. Se filma a familiares riendo, comiendo, bailando. No es el clima de guerra de cuando se fue, las cosas no transcurren a la velocidad del que huye y tampoco aparece la soledad como una preocupación.
En esas reminiscencias, en esa vuelta vemos, sobre todo, a la madre de Mekas caminando por el campo como un símbolo de todo lo que se dejó al partir. Como en todo buen diario aquí también el autor se pregunta por el sentido de su existencia. ¡Para qué escribir todo esto! De qué sirve. La palabra es artificio. Hay un filtro en nombrar.
“Pienso que el realmente hablado por la poesía es el que sigue y seguirá nombrando las cosas, es decir cambiándolas, transformándolas continuamente”.
Ricardo Zelarrayán
Hay un filtro en nombrar, la cuestión está en la consistencia de ese filtro.
Desde que empieza hasta que termina el diario, vemos a Mekas en movimiento. Por muchos lugares de una Europa destrozada (desde el fin de la guerra, por primera vez hay luces en los trenes. Estoy leyendo Walden de Thoreau), en barco a Estados Unidos (siento que no estoy en ningún lugar, al borde de un espacio vacío entre el dolor y los sueños), por Nueva York (sin mapa camino por las calles de Nueva York entre los autos y las luces y las multitudes y el ruido).
Pero al movimiento físico se le suman otros más extraños. Es el diario de una huida, pero también el de la búsqueda que no cesa (¿acaso la condición de todo exilio es nunca llegar?).
A la soledad se le impone siempre la anti-resignación. Podríamos ahora ser más precisos y decir que la narración funciona como una flecha (¿de un arpón?) que avanza en dos direcciones. También aparece el factor tiempo en estos movimientos fantasmales. También aparece su escritura y nuestra lectura filtrando. Se transforma mientras escribe (vive), nos transformamos mientras leemos.
Hay una pulsión que acompaña o incrementa la atención con la que parece que se detiene a observar el mundo que lo rodea: se aleja de todo y al mismo tiempo está cada vez más cerca. O sea, de una manera misteriosa, mientras se mueve muestra con su filtro (fragmentos de un fragmento de un fragmento: un diario) nuestros propios movimientos.
Por eso, como los objetos que desaparecen se convierten en los testigos privilegiados de nuestros movimientos, Mekas parece llamarnos la atención sobre la trascendencia de todos los personajes y lugares que nos rodean. La vereda absorbe los restos como los sueños. La intención del paseo es volverse ceniza esparcida por el viento que sopla.
Caminamos borrachos por Wiesbaden. El diario llega al año 55 pero en la siguiente década Mekas va a integrar el ámbito vanguardista de Nueva York. Eso no lo cuenta (ahí), ya no es su historia.
En esa época deja de ser migrante y se convierte en artista, deja de ser un artista incomprendido (en definitiva, como todo artista, podemos pensar que nunca deja de ser incomprendido y, como todo migrante, nunca deja de ser migrante) que no encuentra financiamiento para poder expresar todo lo que ve y tiene para decir (y ese no-poder justamente es todo lo que nos dice, se vuelve su obra) y de alguna manera empieza a integrar el centro de la escena.
Caminar con el estómago vacío. Esa es nuestra naturaleza. O nuestro destino. No somos hombres de negocios, somos poetas.
Camina con la bolsa en la mano. Hace el recorrido largo. Para ir al supermercado, en vez de ir recto por la avenida, va rodeando las manzanas. Dobla primero a la izquierda, en la esquina a la derecha, en la esquina a la derecha, en la esquina a la izquierda. En la mitad de una cuadra se detiene otra vez. Mira la vidriera de un local. En el vidrio se reflejan los autos que pasan por la calle. Esa proyección que le devuelve el día lo anima a seguir su camino. Tiene las orejas frías pero eso no le impide escuchar un sonido que tiene muy presente. Repasa en su cabeza el inventario de sonidos de su barrio que hizo en estos meses.
Ahora me imagino al fantasma de Jonas Mekas sentado en los escalones de la puerta de un edificio, mirando la ciudad vacía desde la vereda de enfrente. Estaba sentado allí y estaba temblando de recuerdos.
Sigue caminando por esas veredas que, como la memoria, permanecen plagadas de sombras y movimientos. Piensa en los espacios vacíos de la ciudad (las canchas de fútbol, los teatros, las piletas) mientras espera en la vereda del chino que alguien salga para poder entrar. Después juega a imaginar los rostros detrás del barbijo para reencontrarse con la pregunta que se renueva: ¿cuál es el verdadero viaje?
Mientras perdura la incertidumbre del presente me sigue interviniendo una frase que Mekas escribió el 18 de julio de 1950: Así que salgo a la calle a esperar la gracia.
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