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Julio Cabrera

Cine atropellado: de Wenders a Martel


El filósofo de la casa, como es su costumbre, abre campos de especulación a través del cine. Esta vez se detiene en lo que llama una filmografía del atropello, explorando su dimensión metafísica.



La última película que vi de Wim Wenders —o de lo que resta de él— se llama Everything will be fine (Todo saldrá bien, 2015). En ella, el escritor Thomas atropella y mata a un niño en medio de la nieve. Ya en Short cuts (Vidas cruzadas, 1993), de Robert Altman, la moza de café, Doreen (Lili Tomlim) atropellaba a un niño que sale andando después del atropello pero que va muriendo lentamente durante el día. Este tema del atropellamiento aparece también en algunas películas argentinas muy conocidas: en La mujer sin cabeza (2008), de Lucrecia Martel, una mujer atropella algo en la pista, casi seguramente un perro. En Sin retorno (2010), de Miguel Cohan, dos jóvenes atropellan a un ciclista en la madrugada y huyen, y otra persona es acusada por el hecho. Finalmente, en el quinto de los 6 episodios de Relatos salvajes (2014), de Damián Szifron, llamado “La propuesta”, un joven de clase alta atropella a una mujer embarazada y los padres del joven tratan de que otra persona asuma el hecho. Ya existe, pues, una pequeña filmografía del atropello, cuyo clásico en lengua española es, ciertamente, Muerte de un ciclista (1955), de Juan Antonio Bardem.


Esta reiteración del tema del atropello me parece motivo más que suficiente para intentar una lectura filosófica de la cuestión. Y específicamente intentar un ejercicio de lo que he llamado, en otros textos, “cine transversal” [1]. Se trata de una repetición a partir de la cual se puede construir una película inexistente, producida a partir de una lectura transversal de varias películas reales. Es lo que haré aquí con las películas mencionadas, sin pretender haber conseguido aislar un corpus exhaustivo de películas para tratar del asunto (al lector avisado se le ocurrirán, sin duda, millares de otros ejemplos), sino tan sólo haber dado el puntapié inicial.


La pregunta crucial para guiar esta primera indagación sobre la significación filosófica del atropello, a través de las “películas atropelladas”, es: ¿Por qué atropellamos a los otros?

Pero tenemos que evitar que esta pregunta sea respondida tan sólo psicológica o sociológicamente; ella tiene que ponerse en el mismo registro metafísico que la pregunta de Bazin, ¿Por qué corre Carlitos?; o la pregunta de Zizek, ¿Por qué atacan los pájaros?. Pues las meras respuestas empíricas, mirando las películas, podrían ser más o menos obvias: distracción, casualidad, negligencia, fatalidad. Pero la visión filosófica de películas (como la visión psicoanalítica) se caracteriza por cierta “crueldad didáctica”, basada en la convicción de que no existen distracciones, casualidades o negligencias que no estén firmadas y selladas por sus autores (en este caso, por los atropellantes).


Sabemos perfectamente que declarar – después de provocar un estrago – que “no fue nuestra intención” hacerlo, no tiene ningún poder explicativo. Si somos filósofos, sabemos, de cierta forma, que nada de lo que hacemos es intencional (para escándalo de psicólogos, sociólogos y juristas) pero que es precisamente de esa “no intencionalidad”, nada inocente, de donde surge el sentido de lo que hacemos y deshacemos (y, claro, de lo que atropellamos).


Para decirlo mejor: las explicaciones empíricas atraviesan la cáscara de las motivaciones inmediatas y se clavan en la condición humana, que es en donde la reflexión filosófica las encuentra. No hay ninguna distracción o casualidad o negligencia que no se apoye dolorosamente en el tejido del “ser-en-el-mundo” de los humanos. Una primera constatación filosófica, delante de las “películas atropelladas”, es que, en ninguna de ellas, interesa centralmente el hecho del atropello. Podemos decir sin tapujos que lo más notable del cine atropellado es que él no trata realmente del atropello; cuando ese hecho es mostrado, eso toma tan sólo unos pocos segundos. Toda la enorme extensión de las películas trata de otras cosas que tienen al atropello como fondo desdibujado, borroso o confuso.


En estas películas, paradójicamente, los accidentes son siempre accidentales. Lo que importa es lo que ellos son capaces de producir en el registro de las acciones, pasiones y reacciones de los involucrados, o en lo que el impacto emocional del atropello ayuda a desvendar, con total independencia del contenido específico de los atropellos en cada filme.

El hecho del atropello es literalmente mostrado en autos que dan un salto violento por encima de un objeto incómodo (en Todo saldrá bien, Vidas cruzadas, Sin retorno y La mujer sin cabeza), un objeto extraño que no debería estar ahí, que se enreda en las ruedas de los autos y en la vida de sus conductores. El hecho del atropello es enfocado de manera indirecta en Muerte de un ciclista (el ciclista muerto nunca aparece en el cuadro) y ni siquiera es mostrado en Relatos salvajes, en donde la acción comienza cuando el atropello ya se consumó en otro lugar. A partir de ahí, el “hecho” literalmente desaparece. Lo que fue atropellado es nombrado de maneras diferentes en la superficie de cada filme: un ciclista pobre, un niño, una mujer encinta, un perro, alguien, algo. En general, es la lectura moral la que ha predominado delante de las películas sobre atropellos, apuntando hacia la más alta consciencia moral delante del atropello (en Todo saldrá bien), pasando por la indiferencia moral (en Vidas cruzadas) y llegando al envilecimiento y la impunidad en diversos niveles (menor en Muerte de un ciclista, mayor en Relatos salvajes, al paroxismo en Sin retorno). En un registro existencial, no me parece que esta dimensión moral sea la más profunda e interesante en el tema del atropello, pero pasemos por ella como camino hacia algo más esclarecedor.


Thomas, el protagonista de Todo saldrá bien, se detiene para ver qué fue lo que atropelló; no abandona, pues, a su víctima. Él hace lo que se espera de una persona moral. Cuando se entera de que, contra las primeras apariencias, realmente mató al pequeño Nicolás, todos, desde el comienzo, le dicen que no tuvo culpa, que fue un accidente. Sin embargo, Thomas trata primero de suicidarse, y más adelante ofrece ayuda a la madre de la víctima.


Doreen (en Vidas cruzadas) también para el auto después del atropello y se preocupa con su víctima, pero por la fuerza de las circunstancias (habitualmente crueles en las películas de Altman), ella nunca sabe que, en verdad, mató al pequeño Casey, el niño que sale caminando taciturno después del atropello, aparentemente ileso pero ya muerto. Hay aquí una especie de indiferencia moral delante del atropello, al desconocerse sus consecuencias reales.


En Muerte de un ciclista hay la consciencia moral de Juan – al lado de la frialdad moral de María – que se siente pleno cuando decide entregarse a la policía. En Relatos salvajes, asistimos a una manipulación moral del atropello, en la actitud de transferir la responsabilidad del atropello a otra persona (el casero), aunque con su consentimiento, y en Sin retorno, a un inocente total, lo que marca el colmo del envilecimiento moral del atropello.


Pero nada de esto, en su obviedad, va al fondo de la cuestión existencial del atropello, ni sirve para responder a nuestra pregunta inicial: ¿Por qué atropellamos a los otros? Tal vez una pista mejor sea preguntarse quiénes eran los atropelladores en el momento de atropellar. En el caso de Todo saldrá bien, Thomas es un escritor en crisis que escribe una novela que “no avanza”; a partir del atropello, él comienza a escribir mejor. En el momento del atropello, Thomas estaba también en crisis de relación con su mujer, y después del atropello, pasa a tener con una mujer (la madre de su víctima) y su hijo (hermano mayor del muerto), relaciones profundas que jamás tuvo con otras personas. En Muerte de un ciclista, el atropello sirve para que Juan Fernández Soler se desvencije de todo lo sucio e inauténtico de su existencia de mediocre profesor y amante de una mujer rica y egoísta. (Lo que le cuesta la vida en un final postizo que Bardem tuvo que agregar por causa de la censura de los años 50 en España).


En Relatos salvajes, no sabemos nada del atropellador antes del atropello, tan sólo su filiación social a la clase económicamente más poderosa; el atropello funciona como un cuerpo extraño, por colocar a un miembro de esa clase, aparentemente a salvo de horrores, en una situación de penuria, y mostrar todos los mecanismos de protección y reivindicación que eso desata. La figura de José, el casero, es fundamental, porque es el culpable ficticio que, por su posición social, resulta más verosímil que el verdadero culpable. El atropello sirve para explicitar patéticamente relaciones infernales de clase, habitualmente escamoteadas. En Sin retorno, el atropellador es de la clase media, sin el poder económico para inventar culpables idóneos; lo único que hace —él y sus padres— es permanecer en silencio cuando un inocente ocupa providencialmente el lugar del matador. También aquí el atropello no interesa en sí, a no ser como experimento para mostrar funcionamientos sociales de protección e invención de testaferros.


Estas observaciones nos conducen por un camino analítico más prometedor (y también más absurdo para el sentido común, incluido el sentido común filosófico). Nos lleva a darnos cuenta de que el atropello (como el naufragio en Jaspers y Ortega)[2] es, en cierta forma, la conmoción que hace que una existencia floja o fracasada reaccione y se reconstituya, así como naufragar nos impide ahogarnos.


Thomas ya llevaba una existencia atropellada en el momento de matar al pequeño Nicholas, y Juan al matar al ciclista, y el padre de Santiago antes de éste matar a la mujer encinta, y Ricardo antes de que su hijo Matías mate al (también ciclista) Pablo. Los atropellos literales tan sólo ponen en evidencia todo lo que no funcionaba antes de ellos, todo lo torcido, egoísta, falso, hipócrita, todo lo que ya estaba atropellado antes del atropello. Nos damos cuenta de que los vehículos que atropellan son tan sólo un escenario inesencial y contingente de lo que hay de atropellador en la existencia humana. Y es precisamente esto, la dimensión metafísica del atropello, lo que Lucrecia Martel pone de relieve en La mujer sin cabeza, sin duda el filme más filosófico del corpus aquí abordado.


Esa dimensión metafísica del atropello es, en primer lugar, un descubrimiento del estilo, típicamente vacío, de esta directora genial, estilo lento y agobiante -en su aparente levedad, que ya vimos en La ciénaga– una forma de exponer ideas en donde los objetos pierden sus contornos habituales no por la fuerza de lo extraordinario, sino, por lo contrario, por su más cruda habitualidad. Todo tiende a desaparecer en el sentido de desvencijarse de sus soportes objetivos para hundirse en el fárrago de la mera existencia que pasa. En cada película de Martel hecha en ese estilo, algo “desaparece”, los actos humanos se evaden de sus motivaciones inmediatas y se hunden en la condición humana. En La mujer sin cabeza es precisamente el atropello lo que desaparece casi totalmente como hecho para mostrarse como desnudo rasgo existencial sin aditamentos. Es este —digamos de paso y venenosamente— el cine ontológico-existencial que Wim Wenders hacía antiguamente (Verano en la ciudad, Falso movimiento, Con el pasar del tiempo, hasta El estado de las cosas) antes de perderse en banalidades ónticas. De hecho, él no saca ningún jugo ontológico del tema del atropello en Todo saldrá bien, que él filma, benignamente, como un mero dramita individual con fáciles artificios emocionales.


Precisamente, en La mujer sin cabeza, el hecho del atropello está intencionalmente minimizado; en el momento en que ocurre, hay un balancear brusco del auto pero nunca vemos lo que fue atropellado.

La Vero sale del lugar del hecho pero no juzgamos moralmente su acto; su abandono del lugar y de su indefinida víctima parece mucho más fruto de un impulso vital que de una actitud reprochable, como producto de una breve pero intensa reflexión. Por el vidrio trasero, conseguimos ver lo que se parece casi seguramente con el cuerpo de un perro muerto. Pero eso no importa. Vero está profundamente interesada en que el atropello sea el de una persona; necesita sentirse afectada por eso. No acepta las explicaciones, bastante plausibles, de que ha matado a un animal, y se agarra desesperadamente a la peor de las hipótesis, su preferida. La víctima del atropello no es aquí observada, atendida o abandonada; ella es, en verdad, alucinada y fervorosamente deseada. Lo que Vero quiere es aprovechar el mero hecho del atropello (de un perro, admitamos) para desencadenar un análisis existencial atrasado, que ponga al desnudo el atropellamiento insoportable de su vida habitual, de esa cotidianidad insípida tan bien mostrada por el cine vacío de Martel.


En general, no tenemos cuidado con el otro, lo herimos y saltamos encima de su cuerpo inoportuno, lo estrujamos y abandonamos, queremos tan sólo avanzar por nuestros propios caminos, pensar en nuestras vidas. Desatendemos al otro, no miramos a nuestras víctimas por el espejo retrovisor, y mientras sus cadáveres no sean descubiertos no nos importamos demasiado con ellos. En general, el atropellado es el otro indeterminado que siempre puede ser dejado en el suelo. (En los años 50, mucho se insistió en el hecho de que, en la película de Bardem, el ciclista fuera un metalúrgico y la conductora del coche una mujer rica. Hoy en día, el atropello se tornó, si no más democrático, al menos más diversificado). El otro es, al final de cuentas, insignificante, a despecho de cordialidades. En los atropellos cotidianos ya no sentimos culpa, remordimiento, arrepentimiento y ni siquiera miedo a la ley. Sabemos que no seremos descubiertos ni perseguidos. El “cine atropellado” destruye estas defensas y presenta existentes en situaciones desesperantes, en donde ellos tienen que ocuparse, por primera vez, de las consecuencias de sus atropellos. El atropello efectivo, el mero “accidente” automotor, pone de manifiesto el carácter atropellado de la existencia, que no es nunca accidental.


Las películas funcionan como un experimento en donde el atropello cobra relieve y se torna insoportable, como el exceso de un fenómeno que ya había sido bien aceptado por todos. Es en ese sentido que el cine —el cine en general, no tan sólo el “cine atropellado”— puede atropellar nuestros sentidos, al declamar en imágenes excesivas lo que siempre puede ser mensurado y soportado en nuestras vidas grises y regulares.



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[1] Cabrera, Julio. Repetición y Cine vacío (In: La Imagen Primigenia. La Cueva de Chauvet, Malisia, La Plata, 2016). Pp. 15-38.

[2] Cabrera, Julio. Existencia naufragada. Los 4 viajes del Titanic (In: Rivista Filosofia e Ensignamento. Turim, Roma, 2015).

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