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Foto del escritorMariano Colalongo

Crónica del 33º Festival de Mar del Plata

Llegó con retraso (nos sigue jugando la endemoniada obsesión de darle vueltas al texto), pero llegó. La estábamos esperando. El autor narra los pocos pero intensos días de un avezado equipo de nuestra revista visitando, entre el periodismo y el retiro recreativo, las salas del último festival de Mar del Plata.




“Capitán Pillo y los Punki Panza”

El departamento de Santiago del Estero y Avenida Luro resultó muy cómodo para moverse por las salas del 33º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Esta vez no fuimos acreditados ni dispuestos a devorar tres o cuatro películas por día, nunca más volver con la cabeza explotada de imágenes y la mente turbada sin poder distinguir una película de otra. Ya en 2006 tuvimos una experiencia así, tan intensa que nos llevó a conocer muchos amigos y a directores como Fabián Bielinsky, Fernando Spiner, Albertina Carri. Y también a la hermosísima Celeste Cid, a quien seguimos unas cuadras hasta entablar alguna especie de conversación. Un plan así doce años después resultaba impracticable. Estábamos mejor dispuestos al “quiet trip”. Entregados al relajo, a los ritmos pausados de la comida casera, a las rabas rebosadas y fritas in situ, a los mariscos y la paella, al vino blanco helado, al paseo bajo la bruma marítima marplatense, a la charla distendida con cerveza en la fonda de Avenida Luro, a tocar el ukelele y cantar “nuestras” canciones a cualquier hora del día o de la noche.


Entre abril y mayo nos prometimos con Álvaro Fuentes volver al Festival como en 2006. Hubo que acomodar fechas, arreglar cuestiones del laburo, hacer una precisa logística. En eso entra en escena Federico Vicente, un auténtico genio “logístico”, agobiado de trabajar 12 horas corridas un mes completo sin franco, en la Feria del Libro Infantil en el Pasaje Dardo Rocha. Inmediatamente sumamos a Fede. Días anteriores nos reunimos a planear el viaje y entre ocurrencias despilfarradas con cervezas y ron cubano, cual si fuera un ritual iniciático, salió a la luz del lenguaje un héroe mítico al que llamamos “Capitán Pillo”. Federico Vicente, Capitán Pillo desde ahora, con su ascendente gourmet, con su magia culinaria siempre activa y nunca virtual, transformó carísimas pizzas y hamburguesas insanas por baratísimos risottos y paellas realizados con elementos frescos y naturales, metáforas y charlas interminables y aburridísimas sobre las películas vistas por almuerzos concretos y cenas tangibles. Con la incorporación de Capitán Pillo a nuestras filas completamos un sólido equipo: garantizamos no sólo darle de comer al cerebro, como seguirá diciendo mi amiga Nati Sinnombre en Valencia, sino, algo mucho más fundamental, al estómago.


Pero como había Capitán Pillo también tenía que existir su costado dialéctico, negativo, los famosos antihéroes. Ni alcanzamos a salir del departamento de Luro y Santiago del Estero cuando aparecieron entre risotadas los “Punki Panza”, unos seres cuasi parasitarios que se proclamaron inmediatamente “aprendices de Capitán Pillo”, que gozaban de un sarcástico sentido del humor, aunque poco reproducible en este momento. Así es como nuestra travesía por Mar del Plata arrancó bien lejos del cine, pues, si bien llegamos el día de la inauguración, ese día proyectaban unas pocas películas y ya no quedaban entradas. Pero eso nunca nos importó. Sin lamentarnos, agradeciendo al cosmos que la llovizna paraba y las nubes comenzaban a disiparse, que parecía por fin salir el sol o la luna, arrancamos a la playa con una conservadora llena de latas de cervezas y el ukelele bajo el brazo. La vida nos sonreía, las contracciones del diafragma nos acompañaban mientras avanzábamos por la Costanera escuchando I wanna be your boyfriend de Ramones en el aparato telefónico que llevaba dentro de su bolsillo Capitán Pillo. Las risotadas se prolongarían en el horizonte marítimo, como si entrada la cuarentena todavía habitáramos la “edad del pavo”.


Se dice de Kierkegaard que era una persona piadosa, afable, amistosa, con mucho sentido del humor y la ironía, una especie de bromista, de tal manera que volvía insospechable sus profundas cavilaciones sobre el sentido de la existencia, la angustia, la melancolía y la muerte por las que fuera reconocido en el mundo filosófico y literario. Este doble carácter de Kierkegaard, esta especie de “dobladillo” de la existencia, esa diferencia entre el afuera y el adentro, también estaba presente en las risotadas que nos provocaba la creación de “Capitán Pillo y los Punki Panza” y cada una de sus andanzas performativas. La experiencia cercana de la muerte, que a mí me había acompañado buena parte del año y que a mi amigo Álvaro lo venía acompañando durante esos días en que convalecía su abuela, la querida Perla Zagalsky, también nos acompañó curiosamente con las películas que pudimos ver. Elegidas al azar, a su manera todas remitían al tema del duelo y de la muerte. Así es como también lo superficial estaba en lugar de lo profundo y las risas y el buen humor amortiguaban un dolor subterráneo, que se trasladaba junto nuestro en el horizonte marítimo. Qué más decir, si mientras salía a la luz con cierto aire de cómic la idea preformativa de “Capitán Pillo y los Punki Panza”, fallecía Stan Lee, el genio de Marvel.


De la butaca del espectador a la siestita en la silla eléctrica

No estuvimos al margen del ajuste nosotros, que dividíamos equitativamente monedas y escasos billetes para pasarla bien entre amigos; tampoco el 33º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que ya en la presentación nos parecía más escuálido que en 2006. Por suerte existe el ingenio y la sapiencia, que en momentos de crisis y para la gente de a pie, como Capitán Pillo y los Punki Panza, valen más que dólares, alcohol, tabaco, plástico o petróleo. Tomar prestada una “program guide” de un mostrador, volver sobre nuestros pasos en un Festival que recorrimos varias veces, estar instalados tan cerca de las trasnoches del Ambassador, era todo lo necesario para no caer en las trampas cinematográficas que un Festival así, “Internacional”, tiene reservadas para sus espectadores, que de la cómoda butaca pueden pasar a la silla eléctrica. Cualquiera puede representarse que nunca quisimos dejar la butaca para caer en la silla eléctrica, aunque existieron esos momentos en los que el cine se “impresentaba” o resultaba injustificable y provocaba unas sanas y reparadoras siestas que algunos realizamos en nuestras sillas eléctricas mientras otros se paraban para dormir cómodamente en algún Hotel o departamento de Mar del Plata, como sucedió con la triste Fausto (A. Bussman, 2018). Quizá en Cannes o Sitges no se tomen las cosas de este modo, pero roncar y babear durmiendo mientras se proyecta una película lamentable es un acto de justicia.


Una “program guide” no soluciona nada si no hay leyéndola una “mente pilla” con deseo de pasarla bien en el cine. Así es como el dedo acusador de Álvaro Fuentes apuntó a la película de Hal Ashby “Harold and Maude”, en una sección del Festival que entre Punki Panzas sólo él podía conocer. La sección “Generación VHS”, dedicada este Festival a Hal Ahsby, ha sido casi como las rabas de Capitán Pillo, un lujo marplantense, de esos a los que se logra acceder cuando por fin “algo” ha pasado. Asistir a aquella proyección fue mejor que haber ido a la Videoteca Aquilea durante tanto tiempo, porque la luz y el color de los ´70 llenaban la pantalla de la sala oscura, cuando antes nos enfrentábamos a videocaseteras inventadas para el consumo masivo, incluso a televisores de 14 pulgadas. Y no le erramos, “Harold and Maude” fue considerada al unísono por los Punki Panza como una maravilla del cine. “Bienvenidos” nos decía el Festival como si fuera un Torino, una cupé Chevy o ese autito de los Ford con tanta mala fama llamado Falcon. En Technicolor nos daba la bienvenida el Festival, modelo 1971.


Harold and Maude (Hal Ashby, 1971)

“Harold and Maude” pasó inadvertida para la crítica de los años 70. Al estrenarse resultó un fracaso para Paramount Pictures, hasta que a partir de 1983 empezara a ser considerada en el mundo del cine como lo que hoy sabemos que es: una obra maestra. Sin embargo, el nombre de Hal Ashby (1929-1988) estuvo presente en nuestra modesta formación cinéfila. Algunos sabíamos algo de un director algo hippie, algo rockero, algo vegetariano, algo drogadicto, algo antisocial, algo mujeriego que se comportaba algo excéntricamente al punto de perder algunas oportunidades de tomar algunos dólares, como lo habrán hecho algunos otros, como algún Oliver Stone o algún Steven Spielberg.


“Harold and Maude” es una prototípica “comedia negra” que cuenta la historia de Harold, un joven veinteañero de rostro extraño y mirada penetrante, que convive en una lujosa mansión de San Francisco con su frívola madre, quien está empeñada en buscarle mujer para que oriente su vida al modo burgués de la vida en pareja. Tan próximo a su madre por la convivencia como lejos suyo por sus orientaciones personales, Harold manifiesta un amor por la muerte que no es tanto un deseo de morir sino más bien de vivir una vida tal como él la siente, lo que le da a esta comedia un aire existencialista ineludible. Las escenas domésticas con la madre demuestran el hastío que siente, en todas ellas busca quitarse la vida de las maneras más rutilantes (se clava cuchillos, se degüella, se pega un tiro, se corta la venas y aparece ensangrentado en la bañera) mientras la madre sigue con su discurso prosaico de buena señora de clase burguesa como si nada sucediera. En un momento, como en el cuento de Julio Cortázar, Harold, tras comprarse su primer auto, un coche fúnebre, comienza a asistir a los velorios y allí descubre a Maude, una bella septuagenaria que también asiste a los velorios pero está cargada de vida, de manera que comienzan un romance totalmente desparejo, entre los polos de muerte del joven y de vida de la vieja, enteramente bello. Excelente “Harold and Maude” con su música folk, sus diálogos precisos y sus antagonismos siempre presentes.


“La Boya” logra sintetizar todas estas cuestiones utilizando el camino de las emociones y las sensaciones (un camino más bien de la poesía) y no el camino testimonial (propio del documental). Pero se presenta como un documental, como un conjunto de imágenes que van a producir el punctum o el testimonio de un momento irrepetible.

La Boya (Fernando Spiner, 2018)

“La Boya” es una película atípica. Porque es un documental y no lo es (por su pata apoyada en la poesía que lo vincula a “algo” en cierto modo “universal”); es atípica porque es autobiográfica y no lo es (por su pata apoyada en su amigo Aníbal Zaldivar, verdadero protagonista de la película). En sí es una gran excusa para contar muchas cuestiones que atraviesan la vida del director: inmigración-historia argentina, relación padre-hijo, pueblo-identidad, amigo-amigo, padre-amigo, poesía-mar, mar-guardavidas, artistas-vida gesellina, invierno playero-verano playero, vida artística-vida burguesa. El gran mérito de La Boya es quizá que la imbricación de estas cuestiones no se produce de manera artificial ni forzada sino paulatina o poéticamente, como por capas que van entrelazándose mientras las imágenes se cruzan con el sonido en el cerebro del espectador.


“La Boya” logra sintetizar todas estas cuestiones utilizando el camino de las emociones y las sensaciones (un camino más bien de la poesía) y no el camino testimonial (propio del documental). Pero se presenta como un documental, como un conjunto de imágenes que van a producir el punctum o el testimonio de un momento irrepetible. Spiner no propone un “falso documental” sino un documental sobre la vida en Gesell de un viejo amigo que habita el incierto mundo de la poesía. Se trata de la amistad que comenzaron en Villa Gessell Fernando Spiner y Aníbal Zaldívar durante la infancia y la adolescencia. Hay un hecho crucial que distancia a los amigos, cuando Spiner se va a estudiar cine a Cinecittà en Roma. A partir de allí, Zaldívar estrecha el vínculo con Lito Spiner, el padre de Fernando, quien casi toda su vida dedicó su tiempo a trabajar en la farmacia hasta que decide dedicarse a la poesía, que había sido su no tan secreta pasión. La distancia de los años 80 era mucho mayor que en estos momentos de redes sociales. Se doblegaba a fuerza de cartas manuscritas que la mayoría de las veces llegaban a destino y otras no. Así es que hay una carta fundamental que fue despachada pero no llegó nunca y volvió remitida nuevamente a su emisor. En ella Lito le comentaba a su hijo Fernando que estaba por publicar un libro de poesía llamado “Caballo en el mar”. Carta y libro eran desconocidas para Fernando hasta la realización de la película. Muy emotivo es el momento en que encuentra aquella carta en la casa familiar y aquel otro en que Aníbal le entrega el libro que escribió su padre, mientras le sirve una cazuela de bagre fresco, retirado esa misma tarde del océano.


Fausto (Andrea Bussman, 2018)

Como decía, en los Festivales Internacionales siempre nos encontramos con películas que tensan la capacidad de tolerancia, que nos hacen interrogar acerca de nuestras capacidades para la diégesis, la elipsis y otras cuestiones derivadas de la narratología y la interpretación de hechos cinematográficos. Aquella vez, el más experimentado en el Festival entre nosotros, el profesor Álvaro Fuentes, tuvo una actividad extra Festival que lo salvó de tal prueba de fuerza. Sólo Capitán Pillo y yo nos enfrentamos a “Fausto” de Andrea Bussman, un film que en la program guide prometía ofrecernos una experiencia cinematográfica fuera de lo común.


La expectativa y el espectador duraron aproximadamente 10 o 15 minutos, cuando una voz off demasiado presente, demasiado informativa y unas imágenes cada vez más sucias y oscuras, nos fueron invitando poco a poco a caer en una saludable siesta. Todo el entusiasmo que nos había despertado La Boya la tarde anterior terminó por desmoronarse absolutamente en media hora. Con una propuesta similar a la de Spiner, al vincular el mar y el registro documental y el poético, la película de Bussman parecía el mal ejemplo de aquella tentativa. Así que poco puedo decir de Fausto. Mientras las imágenes nos muestran a los habitantes de la costa de Oaxaca, apelando a la suciedad como modo de mostrar una especie de vida sobrenatural, la voz off va diciendo toda la información que nuestra mente debería imaginar: la historia de una niña, la presencia del diablo, el miedo a la muerte, las leyendas que forman parte de las creencias de los habitantes de Oaxaca, a quienes termina por mostrarlos como seres supersticiosos. Si tuviera que señalar algo en particular que hizo que mi mente se desprendiera de aquel conjunto de imágenes, creo que es la artificialidad que resulta de la pretensión de vincular tantas cuestiones sin conexión evidente, pues ¿qué tiene que ver el conocido mito alemán con los habitantes de la costa de Oaxaca?


Hotel by the River (Hong Sang Soo, 2018)

Aunque con opinión dividida entre nosotros, la película del director coreano resultó aprobada por Capitán pillo y los Punki Panza. Se dice que este prolífico director realiza sus películas muy rápidamente. Al parecer ha filmado cinco durante 2018 y Hotel by the River parece que la rodó en quince días. Admiro ese minimalismo: un hotel en las afueras, seis actores, poco diálogo, ningún plano ni movimiento de cámara injustificado. El film narra dos historias que casi ni se tocan, cada una parece seguir su propio camino, si no fuera por la ventana del Hotel desde la cual el protagonista ve en algún momento a las protagonistas de la otra historia, o cuando intercambian alguna palabra. Las dos historias nos conectan con los temas que, como decía, azarosamente nos fueron acompañando durante el Festival: el duelo, la muerte. La historia principal nos cuenta el encuentro entre un veterano, reconocido y simpático poeta Younghwam (Ki Joo-Bong) y sus dos hijos, con quienes mantiene una curiosa conversación durante la mayor parte de la película, en la que, por lo general, los crítica por sus modos de vida. La historia secundaria nos muestra la relación entre dos amigas, una de las cuales está realizando un duelo tras haber finalizado con su pareja. Pero en realidad esta historia “secundaria” se trueca en una especie de preludio de la “principal” en el final inesperado. Simpática, mínima, sin tantas pretensiones ni grandes vuelcos, limpia, lineal, serena, haciendo alarde de un tiempo propio que nos va introduciendo en la espiritualidad del protagonista, Hotel by the River resultó una grata experiencia cinematográfica.


Recuerdo que a la salida nos encontramos con Jorge, un argentino radicado en España que se dedica a la crítica literaria, y discutimos sobre la película porque según él, las dos historias no se tocaban. Recuerdo que yo pensé “¿y por qué habrían de tocarse?”

“¿De dónde viene la obligación de que las historias se toquen?” Poco tiempo después que hiciera esa apreciación, la respondí que para mí sí se tocaban, tanto en el film en sí, cuando el poeta se acerca a las mujeres o cuando las observa desde una ventana cuando ellas están conversando en el jardín cubierto de nieve, como a un nivel tal vez mas sutil o subterráneo si uno comprendía que una de las historias se transforma en un preludio o introducción al tema de la otra. Obviamente esta discusión no llegó a mayores, pues Jorge también disfrutó del vino blanco y el risotto que nos preparó Capitán Pillo aquel lunes lluvioso.

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