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Foto del escritorJuan Velis

Notas sobre el 37° Festival de Cine de Mar del Plata - Parte II

Por Juan Velis


Mar del Plata, el cine, las olas y el viento… La opulencia arquitectónica del Auditorium o el Colón, y las salas oscuras hiperacustizadas del frívolo pero acogedor Paseo Aldrey. Por las noches, ya tarde, unx apresura el paso casi involuntariamente porque ese amplísimo shopping de vidrieras y locales múltiples se torna tenebroso. Claro, ya no queda nadie allí, ya está cerrado al público. El silencio y la quietud perturban, los lívidos maniquíes asustan. Además, nos prometieron una de zombis. Ya el personal de limpieza del nivel del patio de comidas nos observa con urgente extrañeza, mientras vamos pasando, caminando a paso acelerado, hacia la crucial función de Hora Cero de medianoche…



Una de zombies


El primer espectáculo delirante vino de la mano del realizador Pablo Parés, quien se encargó de celebrar y presentar la proyección de Plaga zombie (1997), destacando el carácter colectivo y lúdico que permitió la concepción de un film que tiene ya más de veinte años. Además, se sinceró permitiéndose un comentario cómplice de satisfacción con su afectuoso público: “nos sigue dejando plata…”.


La película, co-dirigida por Hernán Sáez (quien también la protagoniza junto a Parés), no tiene nada que envidiarle a aquella arrojada pieza de culto indie que los realizadores argentinos reconocen como influencia estética directa: Mal gusto (Bad taste, 1987) de un jovencísimo, barbudo y pre-Hollywood Peter Jackson. Allá hacia fines de la década del 80, el posteriormente oscarizado cineasta neozelandés se atrevió a narrar la historia de invasión extraterrestre más desopilante del cine. Con un presupuesto ínfimo, Jackson exprimió los condimentos estéticos del gore hasta la última gota, sin escatimar un mínimo exceso, y siguió en esa línea de estilización grotesca de la violencia en películas menos cáusticas pero más divertidas como Braindead en 1992 (traducida como Tu madre se ha comido a mi perro). Algo que caracterizó a aquella primera indagación extravagante de lo gore fue el sostén de una relectura satíricamente crítica de figuras y actores sociales que encarnan sin aprensión y con tiranía los roles de poder. Los políticos, los gobernantes, los empresarios, los dueños del capital, los patronos del mundo.


En Plaga zombie, no hay mucho lugar para la metáfora. Todo es pura parodia zombie y divertimento. No hay pudor en la impostación y sobreactuación deliberada que exhibe el trío protagonista de este film completamente desquiciado. “¿¡Qué haremos ahora, John!?”, pregunta Bill Johnson (Parés) al personaje de Berta Muñiz mientras dibuja una teatralizada contorsión en su rostro que provoca, por supuesto, más carcajadas que sensación de peligro o confusión. La vergüenza ajena es una búsqueda dramática en la interpretación actoral, el factor estético del carácter videocassettense que atraviesa a toda la película genera que esas risas inseguras y atoradas terminen de salir del espectador. Hay que reírse como nos reiríamos de cualquier película de zombies de los 90 con efectos especiales vetustos, pero aún más hay que reírse porque estos febriles caminantes que nos exponen Sáez y Parés son deliberadamente torpes y sangran en multicolor.


El imperativo de la risa triunfa, la algarabía popular que estalla en aplausos desprolijos por su fervor son la evidencia justa. Peter Jackson también aplaudiría. Al salir, los pasillos vacíos y eternos del shopping ya no dan miedo.


Ah, sí: la saga Plaga zombie tiene un par de secuelas, producidas internacionalmente, y el estreno de la próxima entrega es inminente.




Una de humor absurdo


Pablo Conde, programador principal y anfitrión popular de esta sección, anuncia la película con declamada efusión, pasional, forzosamente chistoso pero encantador. Estamos en la sala 1 del histórico cine Ambassador.


En esta ocasión, en vez del heavy metal que adornaba y acompañaba las imágenes explícitas y viscerales de Plaga zombie, es una dulcísima melodía de estilo celta la que nos invita a sumergirnos en una comedia tan disparatada como emocional. Estamos en algún lado de Francia, y podemos divisar las aguas del manso mar, la orilla, una especie de conjunto de frazadas, y envuelto allí uno de los personajes principales de Mandibules (2020) de Quentin Dupieux… Manu (interpretado luminosamente por Grégoire Ludig) es un pobre linyera que vaga y deambula por las calles con cautivante entusiasmo. Él se encargará de aseverar y reafirmar en más de una ocasión que el dinero es su permanente objetivo potencial… pero lo cierto es que no: sus motivaciones son mucho más humanas. Manu quiere divertirse con su compañero toro Jean-Gab (David Marsais). Lo de toro no lo entenderán a menos que vean la película, que se consigue online.


Así es: la onceava película del director también conocido como Mr Oizo es una ligera comedia al más fiel estilo buddy movie que, sin embargo, se permite ir complejizando y a la vez absurdizando paulatinamente ese conjunto de desopilantes peripecias intrincadas que el dúo protagónico deberá atravesar. El desencadenante crucial llega muy pronto, con el descubrimiento de una mosca de monstruosas dimensiones en el baúl del coche que acaban de robar. Esa primera impresión de esta pareja-desastre ante lo insólito, ingenua y codiciosa más que aterrada y explosiva, deja en claro de entrada el tono preponderante que definirá al film. Esa gigantesca y grotesca mosca es el trampolín narrativo de la película, pero en verdad representa poco más que un pretexto para exponer y llevar al límite las posibilidades de la estupidez que ejecutan y verbalizan Manu y Jean-Gab.


Más adelante, aparecerán nuevos y extraños personajes: una mujer que habla escandalosamente fuerte a causa de una enfermedad, una ex compañera del colegio, su hermano galán, un policía, un dandy magnate, dos tipos llamados Michel, un perro… Y ahí subyace lo interesante y sugestivo de la película: aún cuando la aparición de un personaje nuevo podría llegar a suponer o adelantar un giro dramático, o el comienzo de una nueva relación o conflicto, o una transformación en términos dramáticos por parte de alguno de nuestros protagonistas, no ocurre absolutamente nada de eso. Lo que queda y prevalece, al final, más allá de los mil vericuetos y situaciones hilarantes y absurdas, más allá de los intercambios y diálogos compartidos con otros, es sencillamente un vínculo de amistad tan puro y sincero que, de repente, nos encuentra como espectadores al borde del llanto después de asistir a la comedia absurda europea más deliberadamente estúpida del 2020.



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