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Foto del escritorRoman Ganuza

Cukor, el hombre de las mujeres


El autor propone una revisión del cine del director estadounidense George Cukor, partiendo de algunas de sus películas más célebres y paradigmáticas; y atendiendo a sus modos de retratar miradas del mundo desde la perspectiva de personajes femeninos.





En la película Rich and Famous de 1981, Jaqueline Bisset es la escritora Liz Hamilton. Cercana a los cuarenta años, su belleza ha crecido incorporando signos de inteligencia y aplomo. El personaje le corresponde naturalmente a la fisonomía. En esta ficción, es una mujer involuntariamente solitaria que se debate entre un temperamento finalmente apasionado y una intelectualizada resistencia al riesgo afectivo. Por ello, los intercambios ocasionales conforman un menú erótico que es tan espaciado como ardiente. Lleva una tensionada amistad con Merryl Noel Blake (Candice Bergen), quien asoma al principio como su contraparte. Merryl es casada, tiene una hija (la adolescente Meg Ryan) y esgrime elípticamente un orbe de presuntas seguridades ante su amiga. La competencia es el motor de esta relación, a tal punto que Merryl se separa y comienza a escribir con talento, para disgusto de Liz, que la siente invadir su territorio.


Es la última película dirigida por George Cukor que tenía entonces 82 años (fallece en 1983). Encuentro ahí dos señales de madurez que sellan un mundo profundamente íntimo y cohesionado. La primera es una secuencia que arranca en las calles neoyorquinas. Un joven desconocido la sigue a Liz y se entromete en el ascensor del hotel donde se aloja. Asaltada y a la vez encendida, ella le permite pasar a su habitación. Cukor monta las siguientes imágenes: el joven -que se llama Jim- comienza a desvestirse. Liz, sentada sobre la cama, lo contempla mientras saborea whisky. Jim se le aproxima de pie. Su torso está desnudo y el cuadro deja la cabeza fuera de campo. Es solo un cuerpo. En esa imagen, la cintura de él se nivela con el rostro de ella. Queda claro dónde está el bocado y donde el apetito. Liz le pregunta por su edad y Jim contesta “dieciocho”. Es todo lo que sabe de este súbito amante. Ante la respuesta, Liz suspira y baja los parpados. Si se está reprochando una imprudencia, el mismo gesto cuenta a las claras que no se privará de una oferta furtiva y generosa. La cámara de Cukor disuelve al sujeto en objeto narrando la pura sexualidad. Las escenas burlan el imaginario de la pasividad recipiente o la exclusividad masculina de la atracción carnal por lo juvenil. Liz es una persona que desea y se hace cargo de ese deseo.


A Merryl, por su parte, el paso a la literatura -oblicuamente inducido- le cuesta el matrimonio. Ha encontrado algo que desarrolla con pasión competitiva. Desatiende permanentemente a su esposo para registrar ideas sobre una pizarra. Liz, bajo el pretexto de la confidencialidad, no se abstiene de coquetear con él cada vez que puede. Sin embargo -aquí la astucia de Cukor- no es este hombre ni ningún otro el motivo de la separación de Merryl, ni de las querellas que sostiene con Liz. El objeto de discordia se ha desplazado hacia lo profesional y en el devenir de esta tirantez se han consolidado fecundas similitudes: Ambas están solas, ambas escriben, y fatalmente, ambas van dejando atrás la importancia de los hombres. Cukor no da puntada sin hilo.


El final de la película fue objeto de censura por parte de los productores. El director fue conduciendo todo hacia el reconocimiento de una atracción mutua entre las amigas y rivales. Cuarenta años atrás, era todavía un problema. Los censores le hicieron un favor al cine y al director. Lo obligaron a esmerar su pericia. La escena final aprobada es una Navidad que comparten a solas Merryl y Liz al calor de un hogar a leña, mientras vierten en las copas un champagne. Liz propone un libérrimo viaje a Grecia para acostarse con rudos pescadores. Su amiga ríe sorprendida. Y en la anteúltima toma, le reclama expresamente a Merryl un contacto físico. Lo dice textualmente así. Sería un beso de amigas con motivo de la festividad. Se abrazan sin sorpresa, pero la duplicidad se clava en el aire.


Para el cuadro final Cukor elige una simetría tan saturada que quiebra su significado primario. Ambas ocupan los laterales de la imagen, sentadas sobre sus respectivos sillones. Brindan, beben, y se miran. En el centro de la imagen, arde el fuego. Quien quiera ver, verá.


Cukor no ha llegado gratuitamente al punto. Si no existe en el cine el feminismo implícito, esta es una ocasión para imaginarlo. El director de origen húngaro es un feminista genético. No por haber levantado banderas ni por haber filmado visiones de género expresas, sino a partir de la definición misma de sus intereses como creador.


En casi todos sus trabajos las mujeres son lo que importa. Aventajó a otros advirtiendo la mayor riqueza del universo femenino.

Ello cuenta incluso para los guiones más clásicos que adaptó, como La dama de las Camelias (1939) de Alejandro Dumas, el memorable musical My Fair Lady (1964), basado en textos de George Bernard Shaw, o su versión de Mujercitas (1933) de Louise Mary Alcott. Quizá una temprana y lanzada confesión haya sido su película The Women (1939), la única que conozco donde no hay ningún hombre en ningún papel. Tardíamente opera en su favor aquella calificación de “director de mujeres” que le cupo durante años en clave despectiva. Es más, la proyección de su personal polaridad erótica implicada en la opción, le significó perder la conducción de Lo que el viento se llevó con ayuda de algún homofóbico rutilante.


Enumerar las refracciones de sus películas requeriría un libro. Selecciono tres que quizá confirmen un rumbo. Two Faced Women de 1941 con la enigmática Greta Garbo, trata de un apresurado matrimonio surgido de unas vacaciones en la nieve. El novio (Melvyn Douglas) da por seguro que su flamante esposa dejará la montaña y su profesión de instructora de esquí para seguirlo perrunamente. Pero el nudo de esta comedia es la radical negativa de ella.


La Costilla de Adán de 1949, es el producto más transparente de Cukor en cuanto a perspectiva de género. Spencer Tracy es un abogado que defiende a un hombre atacado a balazos por su mujer, con motivo de sistemáticos adulterios. La esposa de Tracy en la ficción, Katharine Hepburn, es también abogada. Ella toma la defensa de la agresora, convence al jurado y gana el caso. El cruce tensa la relación conyugal y es interesante verificar en Hepburn una esposa dispuesta a sacrificar su matrimonio a las convicciones. Expone consideraciones feministas aplicadas al derecho. Tracy vuelve por su mujer pese a haber sido derrotado en lo profesional, en una resuelta invitación a aceptar la paridad de aptitudes.


Otra gran película, injustamente relegada, es Wild is the Wind de 1957, donde un granjero de origen italiano emigrado a los EEUU (Anthonny Quinn) enviuda y toma una nueva esposa procedente de Italia (Anna Magnani). La irrupción de su nueva compañera resulta un verdadero huracán de racionalidad y delicadeza que transforma la vida casi brutal del personaje. Esta obra es un canto al poder generador y reparador de lo femenino.


Una manifestación correlativa de la inclinación de George Cukor fue su frecuente sociedad con Katharine Hepburn, presente en nueve de sus películas. La star nacida en Connecticut representaba en sí misma un emblema afín a sus enfoques. Enérgica e independiente, era más hábil que la mayoría de los hombres en un par de juegos deportivos. Esta última faceta fue bien aprovechada por Cukor en Pat and Mike o La impetuosa, una original comedia de 1952. También se pueden escrutar reflejos de su propia personalidad en Historias de Filadelfia (1940) o Vivir para Gozar (1938) ambas también de Cukor.


Bajo la conducción de este prolífico director también se lucieron Marilyn Monroe, Audrey Hepburn, Judy Garland, Ingrid Bergman, Ava Gardner, Sofia Loren, Claudette Colbert, Norma Shearer, Rosalind Russell, Jude Holliday y muchas más.

Supo lograr ese compromiso con lo formal que le permitió adecuarse a la dinámica comercial de Hollywood. Se lo recuerda por su natural amabilidad y sincero respeto por los colegas, no siempre correspondido. Era afecto a dar grandes fiestas para ellos. Luis Buñuel evoca en sus memorias esa peculiar deferencia.


Resultaría discursivamente cómodo cerrar la nota invitando a pensar en Cukor como un precursor. Y sería también forzado. Su feminismo no alimenta ni se inscribe en alguna progresión histórica. Es en cierto sentido intemporal. Consiste en preferir el mundo de las mujeres como insumo narrativo. Ni siquiera corresponde identificar una mujer tipificable o recurrente en su obra. En el mejor caso se trata de las diversas mujeres que sucesivamente fue retratando. Sin embargo, ellas no se vieron dignificadas solo por esa centralidad temática. Con gran frecuencia han sido heroínas superiores a los hombres en sabiduría y sensibilidad, más allá de los resultados que tuvieran en cada conflicto o de las limitaciones de época que no pudieron perforar.


No menos relevante debiera ser para el género, la fuerte mediación cualitativa que supuso Cukor para las actrices que poblaron sus creaciones. Hasta los sexistas lo reconocieron como un gran director dramático, capaz de obtener lo mejor de cada intérprete.


Hablar de Cukor o ver sus filmes, implica visitar uno de los registros más altos que las mujeres hayan alcanzado como objeto de interés narrativo y como hito de desarrollo y visibilidad artística.


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