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Julio Cabrera

El abrazo del Oscar


Decir que El abrazo de la serpiente es una buena película, o aún decir que es extraordinaria, sería despreciarla. Es uno de esos filmes que no se pueden someter a categorías meramente estéticas. Por eso mismo, son filmes que no se pueden premiar. Para premiar se necesita comparar, y el misterio y plenitud del filme de Ciro Guerra no nace de la comparación, sino de una especie de irradiación.




Hace pocas semanas atrás, respondiendo a un estudiante de filosofía colombiano, yo declaraba que me unía al entusiasmo de los colombianos en la posibilidad de ganar su primer Oscar, en consecuencia de su también primera colocación entre los cinco finalistas de mejor filme extranjero con El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra. En las últimas semanas, y después de ver la película dos veces, cambié radicalmente de opinión: no quiero que un filme como éste gane un Oscar. No porque la película sea mala y no lo merezca, sino precisamente por lo contrario, por ser una obra suprema, especial y única (no creo que el propio Guerra consiga hacer algo semejante en el futuro). No que la película no merezca ganar un Oscar, sino que el Oscar no merece premiar un filme como este.


Es curioso que el fenómeno social y político-económico del Oscar acaba “formateando” las películas que compiten, y especialmente a las extranjeras, que pasan a adoptar formas, estilos y temáticas buscando el éxito en la entrega de premios. El candidato a un Oscar a mejor filme extranjero es una película hecha “a medida” y por encargo. Ninguna película gana un Oscar impunemente. Los premiables tienen que tener cierto poder de atracción; son películas impostadas, que pierden sus nacionalidades, tal vez, precisamente, exagerando sus cualidades nacionales. Todo el cine del mundo se transforma en un curioso productor de cine de exportación, a la hora en que el país más poderoso del mundo abre generosamente sus puertas para acoger películas “de calidad”, “sin importar su país de origen”. (Recordar el Oscar a Guerra y Paz, de Serguei Bondarchuk en plena guerra fría). A esto no escapan los propios filmes norteamericanos.


Ya alguien apuntó que The revenant (algo así como “el retornante”, el que vuelve de la muerte, el resucitado; en portugués, se optó por la traducción más conservadora: O regresso), el filme de González Iñárritu, al mismo tiempo que muestra el tremendo esfuerzo de Hugh Glass para recobrar sus fuerzas y vengarse de los que lo abandonaron, es también, meta-fílmicamente, el tremendo esfuerzo de Leonardo DiCaprio para ganar, finalmente, su tan codiciado Oscar.

Las dos cosas se tornan totalmente indistinguibles. Parece que un actor tiene que ser brutalmente atacado por un oso, quedar tendido lleno de graves heridas en medio del hielo, arrastrarse, pasar hambre, ser atacado por feroces indios y caer a caballo en un precipicio para poder finalmente ganar un Oscar. Todo ocurre como si después del sucesivo fracaso de sobrios directores norteamericanos (como Scorsese), el pobre Leonardo tuviera que haber sido catapultado dentro del sombrío y deprimente mundo del director mexicano (autor de perlas terminales como Amores perros, Babel y Biutiful) para sufrir todo lo que se precisa para ser considerado, finalmente, el mejor del año (y arrastrando al oscuro Tom Hardy como mejor sufriente secundario).


El texto de Fariña me hizo dar más atención a The revenant (las analogías con tragedias griegas me parecieron fascinantes). Tampoco me preocupa la ostensiva inverosimilitud de la historia, tal como está contada (y a pesar de venir acompañada por el consabido letrero “Basado en una historia real”, que presuntamente atraería a un público harto de fantasías). Ya escribí en algún lugar que la manera en que Scotty reencuentra a Madeleine después de haberla visto caer en la torre (en Vértigo de Hitchcock, una de sus obras maestras) es irremediablemente inverosímil. Cuando Gus Van Sant refilmó Psicosis le atenuó algunas de sus inveromilitudes, pero el clásico de Hitchcock continúa siendo mejor que la película de Van Sant. En verdad, dentro de la metaforicidad de la película de Iñárritu, Hugh Glass está muerto, tal como el protagonista de Dead man de Jim Jarmush, o como las mujeres muertas que vuelven a atormentar a sus maridos en los cuentos de Edgar Allan Poe, o como el doctor Crowe de El sexto sentido. Hay que comprender que todos ellos están muertos, pues de otra forma no podrían ser genuinos “revenants”. En el cine importa demasiado la verdad para tener que demorarse en la verosimilitud.


También hay muertos que regresan en El abrazo de la serpiente, que en este momento me interesa más que las hazañas –fílmicas y meta-fílmicas- de DiCaprio (él será el único muerto a recibir personalmente un Oscar, ya que Peter Finch y Heath Ledger no se presentaron, no fueron buenos revenants). En lo que se refiere al Oscar de Mejor Filme Extranjero, aquél “formateo” del que hablaba antes se da en grado sumo.


Los norteamericanos premiaron, a lo largo de décadas, muchos filmes extranjeros que contaban historias emocionantes enfocando catástrofes sociales -especialmente el Nazismo- envolviendo niños pequeños en situaciones terribles (Fanny y Alexandre, La historia oficial, El ataque, Pelle el conquistador, Viaje de la esperanza, Indochina, Kolya, La vida es bella, Tsotsi). Una buena receta para ganar ese Oscar es, pues, poner niños en situaciones de calamidad, como el pequeño Theeb de la película de Jordania. En ese sentido, el favorito de este año sería El hijo de Saúl, que (como El tambor, El ataque y La vida es bella) juntan Nazismo con infancia infeliz. No nos engañemos: el último objetivo del filme húngaro no es mostrar cómo Saul conseguirá, finalmente, enterrar el cuerpo del niño en el campo de concentración. El último objetivo de este filme es ganar el Oscar de mejor película extranjera.


El abrazo de la serpiente no tiene ninguno de esos ingredientes y, por tanto, ningún mérito para el Oscar. Su nominación es para mí un misterio. La película colombiana, además de ser formalmente fascinante, desarrolla en imágenes una línea filosófica de pensamiento densa y obsesiva. Su estilo hipnótico es comparable al clásico mudo La caja de Pandora (1929) de Pabst, o a El año pasado en Marienbad (1961), de Alain Resnais, todas en blanco y negro, opción que se torna profunda a la hora de filmar la colorida selva amazónica. El filme de Guerra es también visualmente denso, difícil de ver a pesar de su aparente fluidez, la de ese río de aguas oscuras que amenaza arrastrar a sus navegantes antes de haberles enseñado algo esencial sobre sí mismos.


La película no muestra tan sólo un choque de culturas, sino los límites inexplorables de un viaje espiritual sin regreso. Las aguas, quietas o turbulentas, del río son el acompañamiento intenso de un recorrido interior, que no será captado dentro de la temporalidad en la que habitualmente nos instalamos, inclusive la temporalidad en la cual vemos habitualmente películas. La presencia de los dos científicos blancos delante del mismo sabio indígena es ya una invitación –tal vez imposible de aceptar– para abrirse a una temporalidad en la que el primer hombre blanco regresa (¿revenant?) en el segundo, buscando lo que el otro no consiguió encontrar.


Aquí también, como Fariña lo dice al respecto de los desaparecidos, vemos humanos intentando arduamente “regresar”: los indígenas americanos, masacrados y excluidos hasta los días de hoy. Hoy en día se pueden visitar los campos de exterminio europeos como si fueran museos. Lo mismo no se puede hacer en América a riesgo de que los visitantes se lleven un susto cuando las figuras inmóviles comiencen a moverse.


En América, los muertos están vivos, y no hay allí derecho a un pasado remoto. Los horrores del presente no dejan que el tiempo pase.

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