En diálogo con perspectivas clásicas, como las de Ovidio, Ortega y Gasset, y Goethe, los párrafos que siguen repasan, a lo largo de obras emblemáticas de su filmografía, la concepción del amor de un padre de la comedia norteamericana.
¿Es posible pensar el esquema narrativo de las películas de Buster Keaton prescindiendo de la intriga amorosa? La respuesta está incluida en la pregunta y alcanza con haber visto algunas de sus obras más celebradas para exclamar un rotundo: no.
El propósito de este trabajo no es hacer un análisis exhaustivo de todos los matices del amor en el cine de Keaton. Sin embargo, diremos que el tratamiento del tema amoroso en sus películas se presenta, invariablemente, como la coronación de un esfuerzo. Un somero recorrido por algunos títulos servirá para apuntalar esta afirmación, pensemos en One week, El moderno Sherlock Holmes, Las Siete Ocasiones, El Cameraman…
El sello de identidad amoroso de estos filmes podría resumirse en una simple frase: el largo camino hacia el merecimiento. El aspirante a detective o a cameraman -por citar dos de sus trabajos más aplaudidos- debe legitimar la eficacia de su esfuerzo dando pruebas de aptitud; el mismo proceso le exigen las mujeres que desea cortejar. Ellas lo animan a superarse, resueltas a no admitir trato alguno con un perdedor. Ya sabemos la connotación que adquiere esa palabra en el contexto social y cultural norteamericano arrebatada por el canto incesante al progreso y al esfuerzo individual como eslabones asociados al american way of life.
Si lo pensamos desde la perspectiva de Max Scheler podríamos sumar el concepto de ordo amoris aplicado a un mundo organizado en función de un ethos regulado por dos valores antagónicos: el amor y el odio. El ordo amoris, considerado desde su dimensión objetiva, consiste en el conjunto de saberes que permiten definir los rasgos esenciales de aquello que compromete nuestros juicios morales. Sabemos que el amor en su genuina dimensión se opone, por principio, al interés y a la especulación. Lo sabemos objetivamente, por eso nos reímos cuando Groucho Marx en el comienzo de Sopa de Ganso, luego de mofarse de la carencia de atractivos físicos de la viuda Gloria Teasedale (interpretada por Margaret Dumont), una vez enterado de la fortuna que heredó, remata el gag poniéndose a sus pies y declarando: le estoy diciendo que la amo.
Max Scheler afirma: quien posee el ordo amoris de una persona, tiene a la persona. La palabra posesión siempre nos choca en la medida en que cosifica al sujeto. Sin embargo, pareciera que las mujeres que impulsan a Buster para poseerlo necesitan afinar con él en un ordo amoris compartido. La incompatibilidad entre estos sistemas suele ser la causa más frecuente del naufragio amoroso. Las mujeres -en el cine de Keaton- constituyen una fuente enérgica de maduración.
¿Por qué Buster se somete a ese juego? Lo hace porque la mujer es su objetivo, ya sea para conquistar su amor o para conservarlo. La línea de acción de sus personajes es siempre recta y al final del recorrido está el amor. El esquema es conocido: Buster ama a una mujer que también es pretendida por otro hombre. El contrincante es, física y moralmente, opuesto a Keaton: esbelto, bien parecido y dueño de una expresividad abierta. Estos dones absolutamente externos y, por otra parte, previsibles en todo galán, sirven para ocultar -en este caso- una ética manchada. Siguiendo las reglas de claridad psicológica impuesta por el género, los adversarios de Keaton brillan por su avaricia, fatuo refinamiento y vulgaridad afectiva. La mujer para ellos es un trofeo mientras que para Buster es la promesa de una vida mejor.
El estímulo para la superación puede trocarse en inesperado envión cuesta abajo. Cops (1922) es un ejemplo claro. Resuelto a casarse con una mujer frívola y aristocrática, el personaje interpretado por Buster Keaton se complica en un laberinto de contrariedades que comienzan con una billetera que cae en sus manos por error dando origen a un conjunto de gags a prueba de ingenio cuyo desenlace culmina con el atribulado novio tras las rejas. Ese final merece un comentario: el corolario de la exagerada persecución -uno de los sellos inconfundibles de Keaton- reserva la ironía del reencuentro de la pareja. La muchacha distinguida ignora al novio disfrazado de vigilante con un gesto altivo y vanidoso y él responde entregándose a las fuerzas policiales que con tanto afán lo perseguían. La mujer constituye, en la primera escena, el acicate vehemente para motivar el progreso material del joven cuyo resultante será el ascenso en la escala social, requisito nupcial determinante. El desenlace no puede menos que significar una respuesta irónica y corrosiva a semejante desatino. Cops es una historia de amor con moraleja.
El humor de Keaton no prescinde jamás del sustrato romántico pensado como la unión sensible de dos almas ajenas a todo condicionamiento mundano. Las rejas de la casa señorial, habitada por la joven, que dividen socarronamente el espacio ocupado por los novios en la primera escena del film, se vuelven premonitorias cuando al final el muchacho opta por entregarse a sus perseguidores. Las puertas del destacamento se cierran y el cortometraje termina con un tono agridulce.
La función del dinero y su vínculo causal con el amor alcanza su punto culminante en Seven chances (1925). La declaración amorosa prorrogada se quiebra en una descontrolada búsqueda de la esposa que permita el cobro de la herencia cuya cláusula decisiva es que el fiduciario contraiga nupcias antes de las siete de la tarde. Los gags conducen al sello distintivo de Keaton: la gran persecución final no menos exagerada que extenuante. El amigo fiel, transformado en impune celestino, ejecuta la lógica de su acción disparatada siguiendo por instinto, al parecer, uno de los consejos de Ovidio en el Ars amoris:
…has de usar con cada mujer un método diferente apropiado a su edad y condición…
La metodología empleada, siguiendo las reglas del género, conducen a nuevos gags hasta que, finalmente, el destino -por llamarlo de alguna manera- arrastra al joven hacia el punto de partida, es decir, lo ubica en la senda de la mujer amada.
Las películas de Buster Keaton parecen remitir a una idea expuesta y analizada en los Estudios sobre el amor de José Ortega y Gasset: el afán de unirse a otra alma persigue la esperanza de obtener algún grado de progreso. Si el amor es un movimiento definido hacia un objetivo concreto, el sentido de esa operación no es otro que la superación personal.
Las películas de Buster Keaton parecen remitir a una idea expuesta y analizada en los Estudios sobre el amor de José Ortega y Gasset: el afán de unirse a otra alma persigue la esperanza de obtener algún grado de progreso. Si el amor es un movimiento definido hacia un objetivo concreto, el sentido de esa operación no es otro que la superación personal. Las mujeres alientan a Keaton a destacarse porque tácitamente, detrás de ese impulso, proyectan su propia demanda de futuro. Pese a las trampas flagrantes que le tienden sus contrincantes, Buster juega tan limpio como puede. Desprovisto de los atributos que usualmente reúne un arquetipo de la seducción, Keaton parece entronizar los valores morales para cautivar el corazón de sus musas.
El cameraman, dirigida por Edward Sedgwick, es un claro ejemplo de esta estructura: Luke Shannon es un aspirante a camarógrafo que no ha obtenido su oportunidad pese al auspicioso nombre que porta. Los avatares de su oficio lo llevarán a conocer a Sally, una atractiva telefonista empleada en una empresa cinematográfica consagrada a las actualidades. El cortejo se verá accidentado por una serie de contratiempos derivados de la impericia del propio Luke y también de un entorno que lo rechaza. Sin embargo, Sally actúa como una especie de dínamo que impulsa a Luke a superar los obstáculos. El final es previsible, tratándose de Keaton: la perseverancia todo lo puede. Esa actitud frente a los avatares de una relación dominada por los impedimentos nos envía una vez más al poema didáctico de Ovidio:
El amor débil y poco seguro de sus pasos en su nacimiento, se vigoriza con el tiempo y si lo alimentas constantemente, acabará por adquirir una gran fortaleza…
Pensemos, a grandes rasgos, cuáles son los rastros de este enfoque en la estructura de la película antes citada: el cameraman y el enamorado progresan en paralelo y al final los dos amores, bifurcados desde el comienzo cuando Luke y Sally se encuentran unidos por la cámara, se fusionan en un solo proyecto: el amor a la vocación y el amor-pasión por la musa devenida en mujer configuran la promisión de un horizonte compartido. La debilidad profesional y amorosa se vigoriza acicateada por la constancia. Lo mismo sucede en El moderno Sherlock Holmes. El proyeccionista de un modesto cine de barrio sueña con emular nada menos que al detective más célebre de la literatura. Mientras se empeña en adquirir el oficio de detective, corteja a una chica que parece corresponder a sus sentimientos.
El magro salario de Buster es compensado por la nobleza de su corazón y con apenas un dólar compra un obsequio para su enamorada. Avergonzado de la cifra que pagó, hace algo que antes había utilizado en una famosa escena de One week en la que su adversario -codiciando la flamante esposa de Buster- altera los números de las cajas donde están los materiales para la construcción de la vivienda prefabricada. El resultado es, previsiblemente, una casa disfuncional.
El proyeccionista, en El moderno Sherlock Holmes, transforma con el grafito de su lápiz el 1 en un 4 para que su futura novia repare en la inversión. Su rival es un ladrón de poca monta que roba el reloj del padre de la chica y lo empeña para comprar una alhaja. La realidad pone ante los ojos del aspirante a detective un caso para que éste desarrolle sus habilidades y, como en el cameraman, se enfrentará a la prueba de un desafío ético y afectivo. La chica, sin embargo, será acaso más sagaz que Sherlock Jr al desconfiar de la moral de su contrincante y, llevando el comprobante a la casa de empeños, logrará resolver el caso.
Goethe -en una ya célebre frase- afirma: Quien mira en silencio en torno suyo, ve como edifica el amor. Para que esa edificación sea efectiva antes debe ser genuinamente afectiva. Las condiciones de esa afectividad deben tender a un bien común, por lo tanto, es preciso que integren un marco de correspondencia ética capaz de prefigurar una visión del hombre no lejana a ese precepto del existencialismo según el cual al elegirme elijo también el ideal humano que me representa.
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