El autor analiza, casi antropológicamente, la experiencia de ir a ver cine nacional en los últimos cuatro años.
Ir al cine estos últimos tres años y medio ha sido una experiencia fuerte. Sobre todo al elegir cine argentino. Un día de la primavera (¿la última con Macri de Presidente?) de 2019 yendo a ver La deuda de Gustavo Fontán, se presta al análisis.
Antes de la película, avances de otros films, demasiados. Entre ellos la infantil Un amigo abominable (no es Alejandro Rozitchner), o a Guillermo del Toro invitándonos a ir al teatro(?) para ver Historias de miedo (que no hace referencia al senador Pichetto). Y también -¡atención República!- los anuncios cinematográficos de Juntos por el Cambio: Primero, el mensaje presidencial con la palabra de moda: "ALIVIO", en donde se evidencia la falta de imágenes del Presidente. Luego, un spot de la provincia, con la gobernadora María Eugenia en pantalla contándonos cómo derrota a las mafias con escenas que parecen fugadas de Elefante blanco de Pablo Trapero.
Efectos colaterales: cuando uno escribe “fugadas” se acuerda de los primeros días de la gestión Vidal, con los hermanos Lanatta y Schillaci, con custodios sin armas, una camioneta perdiéndose en las rutas argentinas y policías en ojotas. No se hizo una película sobre el hecho, quizás porque ni Luis Brandoni ni Oscar Martínez podían interpretar a integrantes del trío, y porque faltan actrices en la Argentina con el carisma de Pato Bullrich.
Como el cine era de La Plata, también hubo lugar para admirar la gestión de Julio Garro con todos los kilómetros que les salvaron la vida a los platenses(?). En semanas anteriores también se vieron en los anuncios propagandas sobre la gestión de otro intendente de la región, como Jorge Macri de Vicente López. En estos casos no se suprimió la publicidad oficial que tanto molestaba a quienes se reunían en sus casas a ver los Boca-River, Belgrano-Lanús o el partido a elección, en tiempos en que el Fútbol Para Todos impedía la construcción de los tres mil jardines de infantes con que se comprometió Macri en la campaña de 2015.
Hagamos un paréntesis: durante su gobierno, su hija Agustina filmó una película sobre María Soledad Rosas, una militante anarquista, y a él se lo vio yendo al cine a ver Me casé con un boludo de Adrián Suar. Fue con su esposa, y lo mejor fue la cara que puso Valeria Bertuccelli en una foto conjunta. Bertuccelli, quien, dicho sea de paso, en 2018 protagonizó y codirigió con Fabiana Tiscornia otra película muy recomendable: La reina del miedo.
Volvamos, ahora sí a La deuda, que es algo más gris, más cotidiano, se filtra en las relaciones humanas, en el interior de las casas, por la autopista o en las multitudes en las estaciones de trenes. Los cigarrillos y todo lo dicho y no dicho entre los personajes de Belén Blanco y Leonor Manso es otro momento interesante. También el escenario: un bingo, y en el guion del mismo Fontán y Gloria Peirano se elude al lugar común al que podría remitir ese ámbito. Los efectos de la devastación económica actual, sin querer, inciden en el argumento: la deuda que contrajo el personaje principal, interpretado por Belén Blanco (Mónica), debe 15.000 pesos, que ya no es tanto, equivaldría al precio de un teléfono celular módico. Se acumulan deudas económicas, sentimentales, frustraciones y nada estalla. Fontán, que ya había demostrado talento al llevar a la pantalla El limonero real de Juan José Saer, no defrauda con este relato urbano de La deuda. La película se aleja de lo obvio, no subestima al espectador. Un ejemplo: Mónica le regala a su hermana (Andrea Garrote) un vestido que no le va a entrar, y eso está sugerido nomás. Marcelo Subiotto la acompañará en parte de la noche y tendrán una relación sexual llena de soledad. La pareja de Mónica, interpretado por Edgardo Castro, parece salido de un relato de Raymond Carver, pero de acá.
En la película de Fontán, en un momento dos personajes charlan sobre despidos laborales. Una novedad total para lo estrenado en los últimos años. Deambulan por una Buenos Aires nocturna que no es amigable como en las promociones de Rodríguez Larreta ni tampoco el infierno como en 4X4 de Mariano Cohn (con Brandoni como mediador).
En una época en la que Cohn y Duprat se juntan para reírse desde la porteñidad sobre el interior bonaerense (con Martínez de protagonista), Campanella —en un film donde actuaban Brandoni y Martínez— toma una joyita como Los muchachos de antes no usaban arsénico de Martínez Suárez para no solo cambiarle la ideología sino también para filmar esas dos muertes increíbles —en el mal sentido de la palabra— propinadas por Graciela Borges y un premio Oscar, o Pablo Trapero vuelve a hacernos preguntar, luego de ver La quietud, si es el mismo director que alguna vez filmó Mundo grúa o El Bonaerense; La deuda es bienvenida.
Y siempre es recomendable ver las películas en el cine. Bancarse a los comedores de pochoclo, los celulares que suenan y a esos comentarios inoportunos, pero sobre todo estar atentos a las reacciones del público con la película.
En este caso, cuando finalizó, el público no aplaudió. Esto es enfrentarse a una película que se aleja de los films de los últimos años. Una rareza que se puede sumar a las recomendables: La educación del rey (2018) de Santiago Esteves; Cuatreros (2016) de Albertina Carri; y, a la mejor que se estrenó durante el macrismo, El Ángel (2018) de Luis Ortega.
Una semana antes, viendo La odisea de los giles de Sebastián Borensztein (el mismo que mostró cosas interesantes en La suerte está echada o Un cuento chino, y también miserabilidades, como en Koblic, donde el protagonista interpretado por Darín escapaba de la ESMA y no era precisamente un secuestrado/desaparecido… ah, y el comisario del pueblo era Martínez), al terminar la película la gente aplaudió mucho. Una película a la cual hay que reconocerle el manejo de la tensión, con momentos logrados, pero que en general es un canto a la no-política, con un anarquista como Brandoni que cita dos veces a Bakunin y a la frase totalmente ácrata de “al que madruga, Dios lo ayuda”; donde Daniel Aráoz hace de un peronista melancólico que no inquieta, es inofensivo, el malo tiene una bóveda (cómo no remitirse al imaginario de la ruta del dinero K, aunque en el film faltó un fiscal Marijuán) y los buenos forman una cooperativa, aunque una decisión importante en la trama no se toma en forma colectiva.
En esa película los espectadores se reían mucho, sobre todo con los personajes más humildes como esos dos hermanos que encuentran la felicidad en el teléfono celular o en el personaje de Carlos Belloso, que vive en una casa derruida al lado de una laguna, siempre con problemas de inundación, que le dan un subsidio para que se mude, se lo gasta, se queda en el mismo lugar y cada vez que llueve los bomberos tienen que ir a rescatarlo a él y a su familia. ¡¿No es ree gracioso?!
Allá por 2003, cuando soñaba con ser intendente, le preguntaron a Macri sobre su película preferida y eligió La fiesta inolvidable de Blake Edwards. Una sorpresa esa elección. Peter Sellers haciendo de Bakshi nos dejaba momentos felices. En el 2015 cuando las paredes tenían aquella pintada profética de que “Macri es la fiesta a la que nunca te van a invitar”, Mau cambió y eligió como mejores películas Gladiador (Ridley Scott) y El secreto de sus ojos (Campanella), y eso pareció más acorde.
En síntesis, no fueron años divertidos, ni de fiesta, sí intensos —demasiado— y, la verdad, si hay que darle la razón en algo al Presidente es en que pasaron cosas.
PD: He reparado en la curiosidad de que en todas las películas que recomiendo no actúan ni Brandoni ni Martínez...
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