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Foto del escritorRoman Ganuza

El círculo y el punto


El autor analiza, con una rigurosidad no exenta de emotividad, Ad Astra, el último film del cineasta norteamericano James Gray.





Una cuestión compleja puede ser narrada con sencillez. Una temática espacial —en este caso una aventura astronáutica— puede transcurrir como itinerario introspectivo. Una película del desangelado presente puede devolverme encantamientos dignos de la niñez. Lo ha logrado James Gray con Ad Astra (2019).


Situada en un presumible futuro, la historia cruza —entre muchas cosas— el mandato profesional con el involucramiento afectivo. Al mayor Roy McBride (Brad Pitt), ingeniero y astronauta, se le encomienda una misión de fuerte implicancia personal: reencontrar en las proximidades de Neptuno a su propio padre, Clifford McBride (Tommy Lee Jones), quien capitaneaba una excursión anterior y lleva casi dos décadas desaparecido. Desequilibrios de origen externo que amenazan al planeta permiten certificar que Clifford se halla con vida pero fuera de control. Por el mismo precio Roy enfrenta el impacto sobre un duelo filial ya digerido y escruta la duplicidad en las excesivas prevenciones de sus comandantes. Aquella venerada gloria del espacio —su padre— se ha convertido en problema para la organización militar y científica a la que Roy pertenece. Golpea la superficie de su profesionalismo mecánico y un poco ciego en esta encrucijada redobladamente freudiana: matar nuevamente al padre es una inminencia que quizá no se agote en lo simbólico. El otro padre, la autoridad, necesita esta vez abusar de su obediencia y usarlo como carnada. Coagulado como héroe nacional, se sabe ahora que Clifford —como aquel Lope de Aguirre de Werner Herzog— ha sacrificado a una amotinada tripulación para perseverar en su objetivo. Ha permanecido durante años en el espacio esperando encontrar señales de inteligencia extraterrestre. Como el coronel Kurtz, de Francis Ford Coppola, Clifford McBride se ha ovillado dentro de su destino con una obstinación de calidad morbosa. Rescatar o neutralizar a su padre significa para Roy incorporar desagradables novedades.


Turbulencia para un imaginario que descansaba en la orfandad precedente. Alimentada desde este conflicto se despliega toda la riqueza de un film que no se priva de nada.

El amplio arco que va de la noticia al reencuentro es cubierto por Gray a puro cine. Me prevengo de objeciones obvias y probables. El tributo a 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) está resueltamente asumido aquí para beneficio del espectador. También admito que abundan tópicos de género: alguna pizca de western en el trayecto por los valles lunares que no era imprescindible. En cuanto al canal épico, la rebeldía del personaje dentro de una organización que controla ferozmente a sus miembros aparece mejor apuntalada: el vínculo de Roy con Clifford se vuelve el activo principal de la operación. En esa estrategia, el propio comando militar pisa los bordes de su preceptiva abundante. El procedimiento es tan excepcional como la situación. En este punto prestan servicio narrativo dos personajes breves pero gravitantes: el sinuoso coronel Pruett (Donald Sutherland) designado para vigilar de cerca a Roy, que solo consigue acompañarlo hasta la estación lunar de trasbordo, y Helen Lantos (Ruth Negga), cuya complicidad en la desobediencia del joven McBride también responde a móviles personales (es hija de tripulantes asesinados por Clifford).


Lo que resulta magistral en la forma con que Gray ha dirigido y ordenado las secuencias es el armonioso desdoblamiento entre lo íntimo y lo general. Desde el comienzo, la voz en off del protagonista desgrana su evolución ideológica y emotiva en una progresión correlativa a la creciente falibilidad de la empresa puesta en marcha. En este trazo casi lateral a la imagen lo que discurre es una esmerada experiencia de la conciencia. Crecimiento crítico contra la planicie que el personaje prometía en las primeras escenas. Como contrapartida, todo el derrotero técnico que asalta a la disciplina y termina erosionando el propio objeto de la exploración espacial es resuelto por Gray mediante una dinámica intensa y atractiva. El guion acierta siempre, y dichosamente me rindo ante semejante habilidad para insertar lo rítmico y lo espectacular en un drama de digna hondura. Sin redundancias, sin que el texto lo enseñe, el film resulta naturalmente filosófico y declaradamente político, aun cuando su desarrollo ancla sobre la odisea psicológica de Roy. Por eso el círculo y el punto, título que anhela metaforizar la recóndita estructura de Ad astra.


Largamente se ha identificado a la conciencia con una elipse circular. Analogía geométrica que sintetiza cualquier idea de lo que ampara o protege. Esa conciencia, como lo quería Husserl, es también aquella parte del hombre “abierta al mundo”. Un círculo vivo y por ende vulnerable. La contundencia de la película radica en el arte que tuvo para expresar lo que se fuga del equilibrio desgarrando su matriz continente. La astronáutica ya había perforado el antiguo y coqueto cielo. Ese imaginario procuraba familiaridad visual en la frontera que divide la vida y la muerte. Los cuatro millones de kilómetros recorridos por Roy son una titánica y vana verificación. No solo porque el voluntario confinamiento de su padre lo aguarda para consolidar desencuentros. También, y consecuentemente, porque el afán de “conquista”, sucedáneo del colonialismo territorial y animado desde la moderna “piel de poder” (Dilthey), le confiesa a Roy el carácter infeccioso que tiene para el universo la expansión de una especie que banaliza lo que toca. Advierte que su periplo de tecnificado Orestes lo hunde en la peor de las soledades. El irrevocable silencio de las estrellas, contra el cual se ha empecinado su padre, le ofrece a la mirada humana una oportunidad revisora.


El film sugiere que por encima de su sino voraz, estas misiones espaciales también buscan provocar lo que no sucede o forzar la comparecencia de lo que no se ha sabido contemplar. Clifford McBride es ese momento descentrado del punto. Su ajenidad deviene para Roy más espantosa que la sencilla muerte biológica. La distancia, la enorme distancia que lo separa de su padre, se materializa componiendo una cruel alegoría.

Lo demuestra la tardía alteración emotiva de este profesional entrenado para inhibir interferencias no profesionales como el amor. Gray, apoyado en la solvencia de Brad Pitt, ingresa con eficacia inusual en esta zona que requiere pulso fino para encender sus genuinas resonancias.


Lo histórico y lo personal quisieran confluir en la metáfora esgrimida. Concentración sin expansión es muerte, se sabe, pero la ciencia en su curva de apertura puede traer tanta luz como dolor. Tampoco hay menos muerte en esa rotura aleve de la centralidad encarnada por Clifford. La travesía humana rara vez encuentra el radio adecuado. Por ello, la suerte de Roy traduce ese debate entre la identificación y la construcción de un sentido que riega el desarrollo de la filosofía occidental.


Los McBride, padre e hijo, convergen y divergen. Ambos tienden al alejamiento y ambos le exigen a su vocación algo más que la acumulación de conocimiento. Pero este viaje que profana el círculo para masticar la helada hegemonía de lo ausente le devuelve a Roy una conciencia mayor. Accede finalmente a la cara oculta de su personal disyuntiva: invadir el cosmos con la linealidad punzante de nuestra perspectiva cultural, o aguardar la asimilación de lo cósmico en casa, atisbando el deseado guiño de lo infinito en el rostro de alguien. Con ese regalo concluye y redondea Gray una película que celebro haber visto, porque ha exhumado mi entrañable fascinación con el cine.



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