El autor analiza los aspectos que hacen que, a casi cuarenta años de su estreno, El enigma de otro mundo siga siendo, no solo un clásico del terror de ciencia ficción, sino también una de las mayores películas de su director.
A lo largo de la historia del cine, hay películas de culto que marcaron rupturas trascendentales y dieron forma a modos de narrar que hoy podemos reconocer en múltiples producciones y aspectos característicos de determinado género. Un claro ejemplo es El enigma de otro mundo (The Thing, 1982) de John Carpenter (con guión de Bill Lancaster, basado en una novela de John W. Campbell), un relato entrañable del género del terror y la ciencia ficción. Es que este film del director de otros clásicos como Halloween (1978) fusiona un particular tratamiento del “aparecer” de esa cosa alienígena, su presencia incómoda y constante, y la carga dramática del impacto, la conmoción y el desconcierto ante lo desconocido. No muchas otras obras del género habían hilado tan fino en estos aspectos, hasta entonces. Y por eso merece ser revisitada.
La economía narrativa.
La cosa es en sí una criatura alienígena capaz de transformarse a voluntad imitando la forma humana a la perfección, pero no sólo la complexión física de los seres humanos, sino también las conductas y personalidades particulares de cada uno de los personajes que vamos a ir conociendo. La forma final y real de la criatura se mantiene ambigua (un rasgo estilístico habitual del cine de Carpenter), puesto que ante la explicitud repulsiva y gore de las figuras en las que este parásito adquirirá forma, se opone la decisión narrativa de que nunca conocemos cómo se ve realmente esta especie extraterrestre, o si acaso no tiene una única forma. El espectador se mantiene cautivo, preso de ese ritmo inquietante, que no da lugar a respiros. No hay relajación alguna dentro del ritmo dramático que instaura el relato, porque la bestia puede atacar en cualquier momento, y esto es algo que se encarga de dejarnos bien en claro el guión al exponernos la monstruosidad y la crudeza más pura en la primera media hora de película. La contextualización de ese mundo diegético (¿dónde estamos? ¿quiénes son los protagonistas? ¿cuál es el conflicto que engloba al relato?) se produce de manera simplificada, generalizada, con una veloz presentación de los personajes (basta con verlo a MacReady “pelear” caprichosamente contra la computadora que le acaba de ganar una partida de ajedrez), haciendo uso de una más que eficiente economía narrativa. En conclusión, estamos inmersos en ese clima oscuro e intrigante desde el inicio.
Esa cosa horrorosa.
Se podría considerar que El enigma de otro mundo va de mayor a menor, con la introducción de un clima verdaderamente tensionante en un ámbito desolado que nos hace desconfiar y dudar sospechosamente de todos y cada uno de esos personajes tan norteamericanos. En el arranque se siembra la incógnita, la intriga, la incertidumbre, y con eso viene automáticamente el suspenso: nosotros, como espectadores contemporáneos y actualizados, empapados de cine de género, sabemos lo que esconde ese perro malamute que corretea por la Antártida, o al menos podemos dar por sentado que algo extraño sucede en él.
El título del film nos direcciona hacia un horizonte de expectativas específico (más allá de que sabemos que existe una primera versión cinematográfica del relato de Campbell, estrenada en 1951). Hay algo especial en ese inicio: es una escena larga, aletargada, inquietante y que representa una magnífica presentación de un personaje, que es nada menos que el antagonista principal. Esa cosa de otro planeta es presentada de manera implícita, indirecta, a través de una corporeidad ajena (como lo será a través de casi toda la película) que aún así nos logra transmitir miedo. Ese pobre perro despojado de expresiones se vuelve espeluznante y terrorífico. En tan solo quince minutos de relato la desconfianza se siembra en el ambiente.
La más sólida aprensión de que tarde o temprano algo horroroso va a ocurrir ya nos invade la mente, y en cierta forma eso es el verdadero suspense (sino pregúntenle a Hitchcock).
En el recio y peludo MacReady (Kurt Russell) se asienta una poderosa focalización interna que predomina a lo largo de casi todo el relato, salvo en esos momentos selectos donde la acción de la abominación se vuelve central para densificar ese clima de terror y oscuridad (como la escena del ataque a los perros enjaulados, que también es la primera aparición explícita y gore del aspecto monstruoso; o cuando los compañeros desconfían de su identidad). El tipo la tiene demasiado clara, y eso está bien porque el relato es consciente de que precisa de una potente figura protagónica que acciona ante el ataque de la amenaza, lidera y se motiva para ejecutar un plan de acción en busca de sobrevivir.
En el cine y en la industria cultural en general, películas de este tipo terminaron de definir un cambio, una ruptura acontecida desde mediados del siglo pasado donde la referencia a la monstruosidad, la espectacularidad, la explicitud con la que estos seres impactantes, maravillosos y fantásticos finalmente se dejaban ver en la pantalla
El mensaje implícito.
Lo cierto es que a Carpenter no le interesa presentarnos un relato típico de “fuerzas del bien versus fuerzas del mal” para contemplar entretenidos una serie de vertiginosas secuencias de acción del hombre contra la bestia y terminar con el héroe victorioso y condecorado besando a su chica. El realizador juega con sus recursos de estilo característicos para exponernos una visión descarnada de una realidad eterna y perdurable hasta el fin de los tiempos: somos ínfimos y minúsculos ante la inmensidad del universo. Somos complejos, contradictorios y diversos, claro que sí, pero también somos la insignificancia más diminuta que puede haber, si nos pensamos en comparación a la inconmensurabilidad del tiempo. Carpenter nos quiere mostrar cómo el hombre es masacrado tanto explícita como tácitamente (por ese poder parasital de imitación de la forma humana que tiene esa cosa) y exhibir la pregnancia y repugnancia, la crudeza y la intención extremada de dominación que imponen esos parásitos alienígenas.
Pronto, el grupo empezará a desconfiar, a confrontarse, a resquebrajarse y masacrarse entre sí. Y esto nos invita indefectiblemente a una lectura simbólica mucho más profunda e interpeladora: somos nuestros propios enemigos, autodestructivos y abominables como ese bicho intergaláctico (aunque quizá no tan feos). Y por esto mismo en la película subyace la idea de la deformación humana, porque podemos llegar a ser así de horripilantes por dentro.
Pero más allá de esto, Carpenter nos ofrece lo más explícito del horror y la representación manifiesta de la más pura amenaza (condimento central del género de ciencia ficción). Y, claro, el suspenso que ya describimos anteriormente.
En 1987, el semiólogo italiano Omar Calabrese publicaba un estudio titulado La era neobarroca donde se planteaba problematizar la dualidad de lo “clásico/barroco”: lo clásico representa la connotación propia del orden y la estabilidad, mientras que el concepto de barroco se vincula con todos esos aspectos que excitan y desestabilizan los sistemas y los órdenes preestablecidos, las turbulencias y fluctuaciones de las estructuras. En este mismo escrito, el autor cita la obra cinematográfica de John Carpenter, ubicando a El enigma de otro mundo entre esos casos ejemplares y característicos del funcionamiento de las nuevas formas del arte contemporáneo. En el cine y en la industria cultural en general, películas de este tipo terminaron de definir un cambio, una ruptura acontecida desde mediados del siglo pasado donde la referencia a la monstruosidad, la espectacularidad, la explicitud con la que estos seres impactantes, maravillosos y fantásticos finalmente se dejaban ver en la pantalla (esto gracias a las nuevas posibilidades de diseño en cuanto a maquillaje y efectos especiales). Estos nuevos seres, en cierta forma, llegaban para volver explícito el enigma, para inestabilizar la monótona regularidad del mundo del arte. Lo lograron.
Vale decir que estas formas exacerbadas de la monstruosidad muchas veces no contaban con ningún tipo de explicación científica, pero El enigma de otro mundo sí cristaliza rasgos del cine de ciencia ficción de manera clara y consolidada, como la representación de la mencionada amenaza y las conjeturas cientificistas del grupo protagónico a lo largo del film.
En síntesis, esta obra de Carpenter puede contener algunas flaquezas, como la desmesurada cantidad de diálogos explicativos y una ambientación musical un poco efectista y artificiosa, pero cumple con su motivación inicial: desesperar al espectador y, en el mejor de los casos, interpelar y hacerlo reflexionar un poco. Resulta valioso rememorar clásicos del cine que, aún hoy, son difíciles de encasillar o encuadrar en determinado género cinematográfico. Precisamente, este es un rasgo común e inherente a los tiempos posmodernos: la no clasificación, la multiplicidad, la deformación de las cosas, lo desmedido del tratamiento de las figuras en la imagen.
No obstante, aunque El enigma de otro mundo no puede enmarcarse dentro de un solo género, sí es fácilmente identificable un rasgo de estilo propio de autor (aunque, de nuevo, también podríamos hablar de rasgos estilísticos de una época). La monstruosidad, esa cosa que llevamos dentro, se hace evidente en este film, pero el sentido nos llega siempre de manera implícita.
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