El autor analiza las series Peaky Blinders y Trapped, observando cómo ambas producciones revelan las formas en las que emerge la llamada «nueva derecha» en Europa.
El fantasma de la ultraderecha recorre Europa. No es una novedad, ya desde hace décadas existen noticias sobre movimientos reaccionarios organizados y movilizados. Lo inquietante es la expansión y la capacidad que tuvieron para volverse competitivos electoralmente. Ya no sólo son un puñado de chalados que agitan en las calles y en las redes: tienen, en algunos países, capacidad de condicionar gobiernos o de integrarse a coaliciones. No es un fenómeno simple sino que responde a las características idiosincráticas de cada país. Es más, todavía se debate cómo se debe definir a estas organizaciones reaccionarias y cuáles son los rasgos en común. Lo que está claro es que ya no es el fascismo de antaño. Mutó. Incorporó nuevos discursos y nuevas sensibilidades de época.
Con la crisis económica como telón de fondo y con el nacionalismo exacerbado a flor de piel, la búsqueda de enemigos externos útiles para canalizar el odio es una estrategia recurrente. El fascismo es un discurso de odio que cambia de enemigos pero no de lógica y de retórica.
En Europa, las nuevas caras del fascismo contienen novedades que pueden generar cierto desconcierto pero que, dentro de lo que es la simbología heredada, no carecen de lógica. Dos de las series más celebradas de este año retoman aspectos que pueden ser útiles para comprender la emergencia de las nuevas derechas radicales: la segunda temporada de Trapped (Islandia) y la quinta de Peaky Blinders. Ambas están situadas en diferentes contextos (una en la actualidad, la otra en el umbral de la década del 30), pero aportan datos útiles para desglosar los desplazamientos que ocurrieron entre el nacer y el renacer del fascismo.
En Peaky Blinders, Thomas Shelby llega a la Cámara de los Comunes como resultado de sus negociaciones con el poder político –que se sirvió de sus artes como espía para acceder a información sobre los comunistas ingleses–. Allí se va a encontrar con la contraparte de la temporada: Oswald Mosley, un laborista díscolo que se transformó en el fundador de la Unión Británica de Fascistas (este dato es real). El influjo de Mosley se edifica en el miedo y el resentimiento, es una figura magnética que va a generar inquietudes e inseguridades que Thomas no suele tener. Es la figura mesiánica del fascismo inglés. Un líder que carece de límites (no sólo políticos, sino también sexuales). Lizzie lo resume con claridad: “Tommy, te juro por Dios que eres malo, pero ese hombre es el diablo”. El crack del 29 no sólo perjudica al clan Shelby, que pierde una cantidad sensible de dinero por los malos manejos de Michael, sino a los británicos en general. La crisis mundial es el caldo de cultivos de los experimentos de la derecha autoritaria. Mosley encarna esa voluntad autoritaria que exuda nacionalismo y antisemitismo: un discurso crítico del capitalismo financiero –expresado en la rapiña judía– y de la política tradicional que es funcional a esos intereses.
Thomas se transforma en un potencial socio, un engranaje más del proyecto de una patria fascista. Mosley es consciente que está integrando al líder de una rústica banda de gitanos (seres despreciables para sus ojos), pero antepone la necesidad a sus preceptos.
Las internas del clan se vuelven problemáticas: la desconfianza hacia los manejos y las ambiciones de Michael se profundiza a medida que avanza la temporada, la crisis matrimonial de Arthur llega al límite, Polly hace funambulismo entre su hijo y el resto de la familia. De la crisis no se sale indemne. Thomas siempre está al borde del precipicio –aunque no es el único padeciente–. Es su momento de mayor fragilidad y desconcierto.
En Trapped, en cambio, se ve una nueva cara de la ultraderecha: la que rechaza los capitales extranjeros bajo un halo de ecologismo. Los traidores son los políticos funcionales a las empresas multinacionales que contaminan y se llevan las ganancias fuera del país, dejando residuos tóxicos que perjudican la flora y la fauna.
La lógica de modernización industrial –expresada en el gobierno que busca inversores– se encuentra con la resistencia reaccionaria de las áreas rurales. Se siente una relación de lejanía entre los políticos y los ciudadanos de a pie, que ven cómo su estilo de vida es atacado por la toxicidad de las empresas y no se sienten protegidos. La producción capitalista –motorizada por el lucro– no respeta estándares mínimos de cuidado del ambiente. Pero la organización contra las empresas extractivas no proviene de grupos ecologistas, sino de ruralistas que hacen propio el discurso chauvinista. El rechazo de lo extranjero no se limita a los colectivos de inmigrantes, también incluye a las multinacionales que se llevan la parte del león mientras arrasan con la naturaleza.
El surgimiento del fascismo no es espontáneo, es parte de un proceso de larga data. En Islandia emerge un fascismo reactivo a las transformaciones sociales de las últimas décadas. Rechaza la globalización, la inmigración no blanca y el Islam. Y ya no temen las acciones directas: el secuestro de una funcionaria acusada de traición a la patria como mensaje al resto de la sociedad es parte de las estrategias de visibilización.
Ya no van a encontrarse liderazgos magnéticos como el de Mosley, pero si células organizadas con un mensaje para dar. No es casualidad que los miembros del Martillo de Thor–que todavía se reunen de modo clandestino– sean ciudadanos comunes. El fascismo contemporáneo tiene ese rasgo: alguien con gustos parecidos al nuestro puede tener ideas reaccionarias. En Trapped se ve en las comunidades rurales, pero no son los únicos (también puede aparecer en envoltorio cool). Trapped exhibe una Islandia llena de espinas, donde la homofobia, el racismo y la aporofobia están a la orden del día. Todo ello está como telón de fondo de una sucesión de crímenes y de dramas familiares, de fragilidades y de soledades, de crisis internas y de amores a escondidas. Los policías tienen sus problemas personales: Andri y su hija adolescente, Hinrika y su matrimonio que naufraga, Ásgeir y su relación frustrada. Pero no se queda ahí: en la comunidad hay secretos, odio, abandonos y violencia. Lo difícil es entender los porqué.
En ambas series se ve cómo el nacionalismo ultramontano, que cuestiona determinados actores pero sin impugnar el sistema, se articula con las sensibilidades asustadas y agredidas. El fascismo resurge cuando las crisis económicas hacen mella y los políticos están lejos de las preocupaciones básicas de las comunidades: esos son sus contextos específicos. Trapped y Peaky Blinders permiten analizar, con sus particularidades, los tantos cómo del fascismo que nunca se fue; sus espectros estuvieron siempre ahí, agazapados, esperando su oportunidad de revitalizarse.
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