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Julio Cabrera

Fellini y medio


Quién no ha escuchado que Fellini es un genio. Esto es repetido hasta el cansancio automáticamente. Quiero mostrar aquí que se trata de una genialidad mediada y llena de dificultades.



I. Para criticar a una figura intocable como la de Fellini, el camino más fácil sería partir de su famosa declaración de que él sería “un gran mentiroso”, una especie de farsante. Pero éste no es el mejor camino, pues esta declaración apunta hacia algo profundo, como él mismo lo explica en el documental llamado así Soy un gran mentiroso. Él quiere decir que la realidad no se entrega a un artista sin una profunda transformación, que lo real se abre tan sólo cuando ese real es construido “mentirosamente”. Declara a veces que no hace una distinción nítida entre real y ficticio. Esto es profundo, no se trata de una mentira espuria, sino de la mentira inaugural del arte. De manera que decir de sí mismo que es un gran mentiroso no es otra cosa que decir que es un gran artista, que tiene que mentir para conseguir agarrar un pedazo de realidad.


Todo esto está claro cuando él habla sobre la infancia, a propósito de Amarcord, cuando dice que no se acuerda de su infancia y que por eso tuvo que inventarla. Dice que se tornó Federico Fellini a los 22 años. Muchos no le creen cuando Fellini dice esto, o creen que él miente cuando dice que “no se acuerda”. Pero yo creo que lo que él dice debe tomarse al pie de la letra. Pues la realidad de la infancia sólo surge de su recreación, no hay una memoria automática y registradora de algo anterior, que estaría allí esperando ser relatado. No hay memoria artística que no sea transformadora y creadora. (Como en el Grande Sertão: Veredas de Guimarães Rosa, en donde Riobaldo “recuerda” reconstituyendo y creando). De manera que es literalmente verdadero que Fellini no se acuerda de una infancia-cosa que estaría allí aguardando. No se puede recordar algo que está en construcción.


La segunda pista crítica (y auto-crítica) es más consistente, y está contenida en Ocho y Medio, cuando Guido Anselmi muestra que no tiene realmente en manos un filme, sino tan sólo retazos, pedazos, imágenes sueltas. Manifiesta que, en algún momento, las ideas le parecían claras, pero que ahora está todo confuso, a pesar de que lo que quiere transmitir es muy simple. Quería hacer un filme honesto, vivo, pero ahora piensa que no tiene nada que decir, pero quiere decirlo así mismo. Y el crítico Daumier le dice, despiadadamente, que, en el guión hay tan sólo una multitud de personajes genéricos, inexistentes, nostálgicos, a los que aún habría que dar un rostro preciso. Finalmente, Guido le dice a Claudia que su papel no existe, que el filme no existe. Admite que todos los días cambia de idea, y que su error consistió en no saber renunciar, en querer ponerlo todo en un filme.


Precisamente, éstos son los motivos por los cuales Guido Anselmi decide no hacer el filme, porque no consigue juntar todas esas piezas sueltas. Daumier elogia esa decisión, diciendo que ya hay demasiadas cosas superfluas en el mundo, y que introducir en él más desorden sería inútil. Destruir es mejor que crear cuando no se crea lo esencial. Ya estamos sofocados por palabras, imágenes y sonidos sin sentido.


Citando el elogio mallermiano de la página en blanco, el inflexible crítico dice que es mejor educarse para el silencio. Si la perfección no es alcanzable, entonces es mejor no hacer nada, no filmar nada.

Precisamente porque Fellini se rehúsa a hacer una distinción nítida entre ficción y realidad (al ser la realidad una construcción del artista), en Ocho y Medio no se distingue bien entre lo que Guido filma y lo que filma Fellini. Por ejemplo, cuando Guido va a entrevistar al cardenal, uno de sus ayudantes, que ya ha leído el guión, le dice que no debería haber mostrado al cardenal en el sauna, que su eminencia tiene su propia cámara; pero esto, curiosamente, es una escena que Fellini ha filmado, que es parte de Ocho y Medio, y no de la película que Guido está tratando de hacer. Y al final, después del desistir de Guido, Fellini, que había permanecido hasta entonces escondido detrás de él, aparece para terminar bellamente su propio filme, Ocho y Medio, un filme sobre un filme interrumpido e inacabado. Un filme sobre el desistir que no desiste, que consigue, en el meta-filme que es Ocho y Medio, hacer una obra maestra que termina con el fracaso de Guido Anselmi y el triunfo de Fellini, no consiguiendo llevar adelante el fingimiento de su pretensa identidad.


Pero, ¿qué ocurre -en la obra de Fellini- después de Ocho y Medio? En una gran parte de las obras que lanza en los años subsiguientes hasta el final de su vida, parece que Fellini está en la incómoda situación de Guido: una situación de confusión e impotencia, como si no tuviera nada que decir, filmando guiones que se componen de puras imágenes sueltas (siempre bellísimas), de personajes diversos, escenarios lujosos e imaginativos, pero que no configuran un filme; o sea, exactamente la situación de Guido en Ocho y medio. Esta dispersión desorganizada, este caos estético, se puede ver en Satyricon (el filme más pasoliniano de Fellini), Los payasos, Roma, Amarcord, Y la nave va (el filme más viscontiano de Fellini) y Entrevista, películas que nunca deberían haber sido hechas, precisamente por los motivos por los cuales Guido decide no filmar su película y manda desarmar todas las plaquetas y escenarios, demoliendo lo que podía ser un sueño auspicioso para él, pero que no tiene derecho a arrojar sobre el espectador que espera una película completa, y no un hermoso borrador de retazos de sueños y anhelos de un director que no consigue organizarse poéticamente. Al hacer esos seis filmes, Federico Fellini muestra no ser tan honesto como Guido Anselmi, que prefirió la nada antes que presentar simplemente su dispersión, sucesiones de estampas sin estructura.


Para entender esto mejor, volvamos a los orígenes, a lo que podríamos llamar “el primer Fellini”. Creo haber descubierto un interesante hilo conductor que atraviesa toda la obra de Fellini (posiblemente sin la menor consciencia de eso por parte del propio director). Las películas que van desde Luces del varieté hasta La Dolce Vita inclusive, tratan obsesivamente de una única cuestión: los esfuerzos para alcanzar una vida mejor tratando de vencer las distracciones del mundo, sus tentaciones alienantes.


Si miramos bien, en todos los filmes del primer período se muestra el conflicto entre algo puro y elevado amenazado por lo prosaico, algo sagrado que está en constante peligro de profanación. Veamos.


En Luces del varieté, los esfuerzos de Peppino de Filippo por construir un espectáculo, en verdad basado en la infidelidad y en su amor por actrices bonitas. En El sheik blanco, el contraste entre el amor puro de la admiradora ingenua y la banalización de la realidad a través de novelitas baratas con héroes falsos. En Los inútiles, los esfuerzos de Moraldo (y también, en cierta forma, de Leopoldo, el “intelectual” del grupo) para librarse de la mala influencia de sus amigos ociosos y hacer alguna cosa más elevada (lo que Moraldo trata de conseguir yéndose de la ciudad, en donde lo despide el jovencito trabajador, que preanuncia el ángel de la playa de La Dolce Vita, y el personaje de Claudia en Ocho y Medio). En el cortometraje Una agencia matrimonial, el contraste entre la pureza de la novia encomendada y las bajezas comerciales de la agencia matrimonial. En La strada, la pureza de Gelsomina contra el brutal mercantilismo de Zampanó, que sólo reconoce aquella pureza cuando Gelsomina muere (pero que volvería a ser brutal si ella regresase). En Il bidone, los esfuerzos de Richard Basehart para tratar de salir del grupo de estafadores; aquí la pureza y la vida mejor son mostrados también a través de la hija de Broderick Crawford, en sus ojos de esperanza cuando se encuentra casualmente con su lamentable padre en la calle. En Las noches de Cabiria, la pureza de Cabiria delante de la vileza de sus clientes, que la explotan y saquean. Finalmente, en La Dolce Vita, Marcello, periodista perdido en la noche romana y el sensacionalismo, no consiguiendo terminar su libro, que nunca sale de notas y apuntes (y Anouk Aimée -Madalena-, inteligente y culta, pero tan aburrida y hastiada como Amedeo Nazzari en Cabiria).


El “primer Fellini” es, pues, un cineasta realista (no forzosamente “neo-realista”), que cuenta historias, ya con parte de su estilo mágico que después se acentuaría, y cuya temática obsesiva es la impotencia del arte y de la vida buena delante de la infidelidad, el comercio, la ociosidad, el mercantilismo, la delincuencia, la prostitución, el periodismo sensacionalista. Pero, en realidad, a Fellini le interesa tanto esta cuestión porque él mismo se siente poderosamente amenazado por todas esos peligros (él mismo es Moraldo, Basehart, Marcello y hasta Cabiria), especialmente por la ociosidad, la falta de ganas de hacer filmes coherentes y sostenidos, llevado siempre por el enorme poder pictórico de las imágenes, pero sin mucha motivación para reunir todo ese material y elaborarlo con paciencia (por eso es tan falso -aunque no una mentira, sino más bien un auto-engaño- lo que Fellini declara en una entrevista, de que todo creador siente el miedo de la impotencia (de la falta de inspiración), y declara: “Hasta hoy, yo mismo no sentí ni la menor señal de eso”). Yo creo –y me arriesgo a decir una herejía para los fellinianos– que esos 6 filmes llenos de imágenes bellas pero que no constituyen un filme, muestran una poderosa falta de inspiración, una profunda impotencia después del fantástico estallido de Ocho y medio.


Después de La Dolce Vita, Fellini decide hacer una película precisamente sobre eso que, en las obras del primer período, estaba implícito: hace Ocho y Medio, un filme sobre un director que piensa por retazos, por imágenes sueltas, fuertemente autobiográficas, que lo emocionan pero a las que no consigue dar una elaboración adecuada. Es un director que se encuentra en la misma situación de impotencia que Moraldo, Basehart y Marcello, alguien que tiene muchas notas pero no una obra que pueda mostrar a otros.


Atravesando todo tipo de dudas, engaños, retrocesos, sueños y confusiones, Guido decide no hacer su filme. Pero Fellini ha conseguido hacer el suyo con ese desistir. Por eso Ocho y Medio es la gran obra maestra de Fellini, porque ha conseguido poner en una obra la obsesión que lo define como autor: el conflicto entre la pureza de la obra y la vida superior, en contra de las fricciones insolentes (y a menudo repulsivas) de un mundo degradado y degradante.

La película termina con el sublime desistir de Guido, que el propio Fellini no consiguió imitar, generando inmediatamente después una serie de películas que simplemente presentan bellas imágenes sin una línea o un nudo demasiado definidos, como si fueran los ladrillos o piezas elementales que deberían servir para hacer un filme: la sexualidad andrógina (Satyricon), el circo y los payasos (Los payasos), la ciudad en donde Fellini se desarrolló como autor (Roma), la ciudad en donde nació (Amarcord), la música (Y la nave va) y Cinecittá (Entrevista). La diferencia estriba en que, mientras en La Dolce Vita y Ocho y Medio todos esos elementos estaban sólidamente orquestados en una obra (y eso a pesar de que La Dolce Vita está dividida en episodios y Ocho y Medio atravesada por lo onírico), en todas esas otras obras posteriores, en particular en las seis mencionadas, todos esos elementos están simplemente expuestos en sus potencialidades, como un montón de piezas. Como un atleta que aparece en público para mostrar sus músculos, los progresos de sus ejercicios, lo que es capaz de hacer caminando de cabeza para abajo, la fuerza con la que consigue golpear en la bolsa, sin que nada de eso configure una lucha, para la cual el boxeador nunca parece preparado.


II. Hay algunas obras de Fellini que no fueron mencionadas, y quiero tratar de ubicarlas en este escenario de hermenéutica negativa. El cortometraje Las tentaciones del doctor Antonio, incluido en Bocaccio 70, es un curioso filme perteneciente al primer período (debe haber quedado claro que Ocho y Medio es el divisor de aguas entre los dos períodos), en donde el ideal de pureza es satirizado en la figura de un moralista reprimido. Pero, en verdad, se trata de una falsa pureza, porque Anita Ekberg saliendo del letrero no es, en absoluto, el retrato de la maldad y la alienación, sino, por el contrario, una imagen saludable y vital. Julieta de los espíritus, el corto Tobby Dammit (incluido en Historias extraordinarias), Casanova, Ensayo de orquesta, La ciudad de las mujeres y Ginger y Fred, son, sí, películas genuinas y no tan sólo conjuntos de imágenes asombrosas. Ellas vuelven, de algún modo, a las temáticas anteriores a Ocho y Medio: la esposa traicionada en un mundo de frivolidad, la condenación de un actor enterrado en el comercialismo, un conquistador patético en medio de la corrupción, soñando ser escritor y filósofo, la tentativa de un grupo de artistas luchando contra el fascismo de su conductor, la comercialización de la mujer en medio del fuego cruzado del machismo y el feminismo y, especialmente, la muerte de la poesía (la significación profunda del tip tap, y de la química afectiva de Ginger y Fred envejecidos), dentro de la estúpida parafernalia de la televisión.


Son películas en donde Fellini consiguió vencer la pereza y la falta de inspiración y no ofreció al espectador tan sólo estampas, sino filmes. Pero son filmes del primer período, que no consiguen ir más allá de Ocho y Medio o superarlo, filmes dispensables, que podrían no haber sido realizados, que podrían haber caído junto con las torres de Guido Anselmi (ya un joven actor de Satyricon comenta, en un documental: “Fellini parece cansado de hacer todo esto”, o sea, cansado del cine, después de hacer Ocho y medio).


Se podría decir, entonces, que la obra de Fellini se divide en dos grandes períodos. El primero es narrativo y trata del conflicto entre arte, pureza y vida superior, por un lado, y profanación de lo sagrado por los medios y el comercio, por otro. A este período pertenecen todas las películas hechas hasta La Dolce Vita, pero comprende algunas hechas después de Ocho y Medio, como fue indicado. La Dolce Vita es la obra maestra de Fellini del primer período. Después de Ocho y Medio, tenemos –en los seis “filmes” mencionados- una serie de imágenes que no llegan a constituirse en filmes, en los cuales Fellini muestra ostentosamente su pereza (no la pereza del pintor que arregla primorosa y lentamente sus cuadros, sino la del cineasta que tiene que expandir y desarrollar elementos, aunque no cuente una historia). Es como si esa obra posterior procediera a una especie de “estética de la improductividad”.


Otras maneras de decir lo mismo: el primer período expone el problema crucial en narraciones, Ocho y Medio lo tematiza, y la obra posterior lo muestra en la propia obra de Fellini, que se arrastra hasta su fin sin decir nada (como lo grita una figura femenina aislada de Ocho y Medio, durante la entrevista de prensa: “¡Ah! ¡No tiene nada que decir!”). También se puede decir así: el primer período trata sobre la improductividad; Ocho y Medio la transforma en su tema central; y la obra posterior (con las excepciones que fueron señaladas) la refleja en la propia obra improductiva de Fellini, que en lugar de asumir, como Guido, que no tenía nada que decir, continuó diciéndolo así mismo.


Dije que el propio Fellini ofrece las claves para relativizar su “genialidad”, que, en mi análisis, tan sólo produjo dos obras: La Dolce Vita, culminación del primer período, y Ocho y Medio, en donde se concentra toda la temática y el estilo fellineanos. Nunca más hizo otra obra genial, a pesar de que muchas de las imágenes que muestra son geniales, más de un genio pictórico que estrictamente cinematográfico (y aun cuando sus pinturas se muevan. Las seis obras mencionadas son cinéticas más que cinematográficas). Una primera clave está contenida en la opción de Guido que Fellini no siguió, eligiendo continuar filmando sin organización, tan sólo seducido por las imágenes de sus sueños. Ese aspecto poderosamente seductor de sus imágenes se transmite a los espectadores (es una seducción a la que deberíamos resistir: el cine es mucho más que un montón de imágenes maravillosas), pero no seducen a cualquier tipo de espectador, es claro, sino a espectadores cualificados, de clase media y alta, así como los académicos de Hollywood que, ya desde el comienzo (los dos primeros Oscars a mejor filme extranjero fueron para Fellini) se mostraron totalmente seducidos por estas imágenes al mismo tiempo sorprendentes y entretenidas.


Pero quiero apuntar, como segundo elemento auto-crítico, una escena del primer filme de Fellini, Luces del varieté, ni siquiera filmado totalmente por él, sino en conjunto con Lattuada, una escena que contiene el concepto-imagen del éxito comercial de un espectáculo, precisamente aquél del cual Fellini siempre disfrutó a través de sus imágenes. La escena es la siguiente: Giulietta Masina, en su primera aparición en filmes de Fellini (que después se repetiría en otras 6 oportunidades), está representando en un escenario delante de una multitud que reacciona muy mal a sus imitaciones de personajes históricos. Mientras ella intenta atraer su atención y ser graciosa, el público grita, se burla, hace sonidos obscenos con la boca, etc. La cámara apunta en particular a un tipo de primera fila especialmente grosero, que reacciona al espectáculo de la manera más ruidosa posible, inclusive tratando que otros espectadores lo acompañen en sus burlas. En ese momento llega Peppino de Filippo, el empresario, acompañado por dos colegas, y comienza a aplaudir el espectáculo estruendosamente, tratando de llevar al público a aplaudir también; no lo consigue la primera vez, pero la segunda insiste y consigue que el público, que segundos antes estaba gritando y riendo, valorice el espectáculo y comience a aplaudirlo. La cámara apunta nuevamente al ruidoso mal educado de la primera fila, que aún ríe, pero menos. De repente, él se da cuenta de que todo el mundo está aplaudiendo menos él y, como saliendo de un sueño, comienza también a aplaudir ruidosamente, como para ponerse al mismo nivel que los demás, huyendo de una soledad insoportable.


Creo que esto es un extraordinario concepto-imagen del reconocimiento de una obra (de cine o de cualquier arte) como un poderoso hecho psicológico y sociológico, sin el cual una obra no se sostendría. El “genio” de alguien tiene que ser construido socialmente, de tal forma que aquéllos que aún lo rechacen se sientan solos y deseen integrarse en una comunidad que aplaude y consagra. Pero el aplauso tiene que ser guiado y promovido por alguien poderoso, como el empresario Peppino de Filippo (en la escena narrada, la cámara de Fellini-Lattuada enfoca a De Philippo de abajo hacia arriba, como mostrando su superioridad). Pero ese empresario poderoso puede ser también la Academia de Hollywood.


El extraordinario éxito comercial de las películas de Fellini muestra cómo el entretenimiento -con payasos, mujeres gordas, pecados nocturnos y mucha música- puede ser llevado a un nivel artístico supremo. Fellini disminuye, con su cine al mismo tiempo artístico y divertido, el complejo de inferioridad cultural de los norteamericanos, lo que puede explicar las raíces más profundas de este strangelove entre Fellini y Hollywood.

El inmenso talento artesanal y plástico de Fellini en la construcción de sus cuadros contribuye a la seducción ocular de lo que está siendo presentado, aun cuando no se trata estrictamente de filmes, sino de una exposición de imágenes fastuosas, que hacen olvidar que El sheik blanco, con toda su modestia de principiante, era un filme (algo que la celebradísima Amarcord no consigue ser, más allá de un conjunto de estampas casi biográficas siempre intrigantes y a menudo graciosas). Las fronteras entre pintura y cine pueden ser difusas, pero continúa siendo diferente ir al cine e ir a una exposición de cuadros (uno puede tener ganas de hacer una de estas cosas y nada de ganas de hacer la otra).


El amor norteamericano por Fellini es amor antiguo, que llegó al absurdo de un quinto Oscar por el conjunto de la obra, innecesario después de los 4 dados a filmes específicos, merecidos, creo yo, tan sólo en los casos de Ocho y Medio y Las noches de Cabiria. La Strada es un filme muy modesto, que derrotó a la bellísima y profunda El Harpa Birmana de Kon Ichikawa, infinitamente más premiable. Amarcord, como vimos, no es un filme, y La Dolce Vita no fue ni siquiera nominada. El propio Fellini utilizó abundantemente actores norteamericanos (Anthony Quinn, Richard Basehart, Broderick Crawford, Lex Barker, además de actores de habla inglesa que trabajaron en EU, como Donald Sutherland, Terence Stamp y Barbara Steele, y se sabe que había pensado en Lawrence Olivier para Ocho y Medio) en filmes que perfectamente podrían haber sido interpretados por actores italianos. Ginger y Fred (sin duda la mejor película de este segundo período) tiene un título muy norteamericano, y a veces es presentado como un “homenaje de Fellini a los musicales norteamericanos”, pero es su película más ácida y crítica del sistema vulgarizador de lo sagrado, un tema que ya viene de El Sheik blanco. De todas formas, los norteamericanos no son criticados en ese bello filme, sino los romanos que montan ese horrible carnaval de entretenimientos que, entre otras cosas, remedan a los americanos, y en el cual, a pesar de todo, los decadentes Ginger y Fred italianos consiguen reconquistar su dignidad.


Es siempre muy difícil criticar un autor consagrado. El riesgo es siempre quedar en mala posición, como un tonto que no entiende lo que todos -¡hasta los norteamericanos!- entienden. Una excepción a esto fue Glauber Rocha, en Brasil, que desde el comienzo fue muy duro en sus críticas políticas a Fellini, pero que las amainó un poco después de que su admirado Luis Buñuel le dijo que Fellini era el mayor director de cine de todos los tiempos. A pesar de eso, Glauber continuó siendo muy crítico: “Fellini no responde a compromisos, su independencia es mantenida por la inflación del capital hollywoodiano en la transacción multinacional cinematográfica, lo que facilita inversiones en Super Shows de Cine como sus filmes siempre rentables debido al largo y permanente consumo de la Obra en cines, televisiones, universidades, librerías, discotecas, etc (…) Fellini industrializó la locura, es un artista rico”. Y también: “Este Egoísmo Pagano, pseudo-Amoral, es Hipocryzya de um neo-Krys-tão financiado por Hollywood”. Se podrían dirigir muchas críticas políticas contra el cine de Fellini (uno de los jóvenes de Satyricon dijo: “Fellini es una ilusión”, y otro: “Él no precisa de la realidad”). Aquí intenté avanzar tan sólo en críticas estéticas, aquéllas que ponen en evidencia por qué Jean-Luc Godard jamás podría ganar un quinto Oscar, y por qué rechazó, desde sus arrogantes 80 años, el único Oscar honorario (o sea, el quinto de Fellini) que le quisieron endilgar recientemente.

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