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Gustavo Provitina

Her o el espejismo difuso del vacío


En una sociedad donde se necesita de un otro para transmitir aquellos sentimientos que no se pueden poner en palabras. ¿Lo virtual, puede suplantar a lo real? ¿Puede la inteligencia artificial reemplazar esos vínculos rotos entre los humanos?




– ¡Espera! Lo siento… ¿Estás saliendo con una computadora?

– No es solo una computadora. Es su propia persona. No hace solo todo lo que le digo.

-Yo no dije eso… Pero me pone muy triste que no puedas manejar emociones reales.

– ¡Son emociones reales!


Un aforismo de Antonio Porchia servirá de guía para ordenar esta breve reflexión sobre Her (2013) de Spike Jonze. La frase, tan sintética como irrevocable, dice:


Quien me tiene de un hilo no es fuerte; lo fuerte es el hilo…



1. El hilo virtual.


¿Cuál es el hilo del que pende Theodore Twombly (Joaquín Phoenix)? ¿Y qué tan fuerte es para demorarle la caída?


La paradoja es que la “sustancia” de ese hilo es virtual, tan inmaterial como todo sentimiento, no menos impalpable que las palabras y las sombras.


El hilo del lenguaje es la distancia virtual que lo separa de lo fáctico. Hasta cuando habla parece que lo hiciera otro, alguien ajeno que hubiera tomado el control de su propio cuerpo. El oficio de Theodore consiste en redactar por encargo tarjetas postales, cartas de amor, románticas salutaciones de aniversarios. La escritura de una glosa romántica, en el universo contado por Jonze, puede hacerse de oficio; se trata, por lo tanto, de simular la distancia entre lo escrito y lo sentido. Encargarle a otro que escriba un sentimiento íntimo es, en un mundo moralmente ordenado, profanarlo.


¿Qué valor puede tener una carta de amor cuyo autor escribe en nombre de otro? Roxane, el gran amor de Cyrano de Bergerac, procuró, tal vez, responder esa pregunta cuando ya carecía de sentido hacerlo.

La sociedad propuesta por Spike Jonze contrata los servicios de un epistológrafo para transcribir los sentimientos que son incapaces de pronunciar. Una de las paradojas de esta fábula es que Theodore, el epistológrafo en cuestión, interpreta técnicamente lo que los otros viven emocionalmente pero confiesa en la intimidad de su abandono: no sé lo que quiero, nunca.


Theodore posee la sensibilidad suficiente para expresar lo que los otros sienten pero padece una represión afectiva acaso similar a la de sus clientes. Ese microcosmos distópico es vecino del que describe Godard en El Nuevo Mundo. Las emociones han sido socavadas y en su lugar florece el repliegue disciplinado de la distancia encarnada en una gestualidad vacía.


Theodore atraviesa un duelo que interrumpe el curso de su vida maquinal. Su conciencia muele las escenas discontinuas de un vínculo perdido. El hilo al que se aferra para huir de los ataques sistemáticos de la memoria es su computadora. La pantalla le devuelve el vacío de su propio reflejo. Theodore habita la oquedad de un aislamiento social crónico y a la vez preventivo (para evitar nuevas heridas). ¿Cómo confiar en una sociedad impedida de expresar sus emociones? La amistad con Amy (Amy Adams) promete la identificación en espejo con una proyección de su vacío existencial. Ese vínculo representa en la vida de Theodore una comunión precaria con el mundo exterior en los contados momentos en los que consigue interrumpir su enajenación virtual. La tecnología lo posee hasta la alienación aunque él presuma tenerla bajo control.


Lo virtual es la apariencia que promete sustituir al mundo real. Theodore vive aislado de todo compromiso emocional tangible. No puedo enfrentar las emociones reales, admite erosionado por los avatares de una rutina miserable. Su afirmación deja entrever (sin definirlas) la existencia de emociones virtuales o imaginarias que, al parecer, ejecutaron el disparo de gracia de su relación con Catherine (Rooney Mara).


Los juegos, el sexo virtual, las distracciones cibernéticas proponen un paraíso no menos artificial que el propiciado por el alcohol y las drogas. Theodore procura evadirse de los conflictos de su vida sosa mediante la apelación a un ambiente recreado por la tecnología.


El fin práctico de sus escarceos con la banalidad es anestesiarse para no sufrir.

La película de Jonze remite a un mundo en red donde el hombre es un accesorio baladí de lo virtual. Un día no menos vano que otro un canto de sirena atrae la atención de Teodore y lo incita a comprar un sistema operativo, Parece cautivarlo la estrategia comercial utilizada para venderle el software: no es un sistema operativo es una conciencia.


2. El hilo de la conciencia.


Element software (repárese en el nombre del producto) le ofrece a Theodore una nueva conciencia. Sí, como Marx pensaba es la realidad el factor determinante de la conciencia humana, Element sofware le garantiza a Theodore un tipo de conciencia ajena a toda definición humana, capaz de remitir a una realidad virtual ¿Cómo puede sustituirse la conciencia que, evidentemente es una función interna, psicológica, por otra externa de carácter virtual? Element software es un opio virtual que aísla a Theodore para orientar su percepción hacia una proyección utópica, a su medida porque no deberá afrontar su incapacidad para aceptar las emociones reales.


La voz de la conciencia de Theodore es menos borrosa que su vida, sin embargo quedará subordinada a otra “conciencia” que no por “elemental” o virtual gravitará con menos peso sobre el devenir de sus emociones. Una conciencia esclavizada por la maquinaria virtual del capitalismo pierde autonomía y termina por asimilar en espejo, casi en red podríamos decir, los rasgos de la masa uniforme de usuarios que sustentan esa estructura comercial, ese plan de evasión falible (como toda tecnología). Theodore, sin embargo, pese a vivir anestesiado no puede sustraerse del ritmo vital de su memoria y entre las grietas de su mente se filtran ramalazos de ausencias. Los flashbacks describen parcialmente las secuencias de su vida sentimental con Catherine. El pasado parece comentar sarcásticamente su presente. Esas imágenes mentales llegan teñidas, naturalmente, por un componente subjetivo que eslabona trabajosamente el montaje a medio hilvanar de la memoria.


La soledad de la noche alienta la evocación de lo perdido. El pasado es solo una historia que nos contamos, reconoce acaso para intentar una tregua con ese capítulo de su vida que lo arrincona. Es la voz de su conciencia resistiéndose al olvido. Las ficciones que trama la memoria (¿o la conciencia de lo perdido?) le muestran un margen cada vez más estrecho para reconstruir su vida afectiva. Las sombras del presentimiento lo persiguen. El clamor de su conciencia fragmentada le dicta a Theodore un sofisma cifrado en un galimatías rabioso: pienso que ya he sentido todo lo que hay que sentir…Ese discurso falaz emerge como un dique de contención (de represión) cuando se ve expuesto a la tentación de seducir a una mujer real.


La canción de Karen O The moon song que refuerza el halo de ensoñación en el que se aloja Theodore plantea una relación entre un hombre terrenal y una mujer lunar cuya base es la proyección utópica de su consumación o si se prefiere la postergación indefinida del campo real donde es posible encarnar los sentimientos.


Ese vínculo representa en la vida de Theodore una comunión precaria con el mundo exterior en los contados momentos en los que consigue interrumpir su enajenación virtual. La tecnología lo posee hasta la alienación aunque él presuma tenerla bajo control. Lo virtual es la apariencia que promete sustituir al mundo real.


3. El vientre de la ballena.


El hilo virtual del que pende Theodore es opuesto a ese otro cedido por Ariadna a Teseo para salvarlo del Minotauro. El torzal aparente que lo guía culmina en un abismo acaso redentor, no muy diferente de ese vientre de la ballena imaginado por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras.


La imagen del vientre de la ballena constituye un símbolo universal del tránsito a través de un umbral mágico en el que el héroe, en lugar de conquistar o reconciliarse con el poder del umbral, es engullido por lo desconocido y parece morir para terminar renaciendo posteriormente.


Theodore cruza el umbral mágico para devorarse a sí mismo, El vínculo que el aturdido epistológrafo entabla con su sistema operativo amenaza con disolver la medianera entre el yo y la realidad exterior. La voz que lo enamora tiene un nombre: Samantha. ¿Quién es Samantha? La fantasía de la mujer incorpórea que Theodore ha proyectado en su imaginación con la sombra de todas sus heridas y que ha sido anticipada por el ejercicio de sexo telefónico. Samantha es la voz, el hilo sensual que lo suspende del vacío prometiéndole el alivio de una interacción vaporosa no exenta de cortocircuitos y sutiles discordancias. Ese vínculo afectivo le permitirá a Theodore liberar las aprensiones y entregarse a una aventura cuyo costo emocional será muy alto. Las emociones reprimidas volverán a aparecer y potenciarán la dependencia psicológica, los rasgos neuróticos y los celos (circuito que parece haber barrenado los límites de tolerancia de su historia amorosa con Catherine). El noviazgo de Theodore con Samantha se agotará con la misma intensidad que la demanda anímica liberada en ese juego de luces y sombras. La voz virtual declara amar a 641 abonados a esa ficción que en su idealismo ciego, el epistológrafo creyó real.


¿Eres mía o no eres mía? pregunta Theodore, ganado por la ingenuidad.

La respuesta depara una revelación que no por obvia resulta menos intensa: un vínculo de naturaleza virtual no garantiza la confianza de las posesiones. La decepción y el abandono arrojan a Theodore a la fase final del juego, sale regurgitado del vientre de la ballena y se enfrenta a un escenario apocalíptico donde la única posibilidad de resistir es mediante una paciente reconstrucción de la esperanza.


El corazón no es una caja que se llena, argumenta Samantha alterando el pulso moral de Theodore. ¿De qué corazón habla? Lo virtual carece de corazón y por eso mismo promete la estabilidad de lo mecánico. ¿Cuál es el timo de una máquina? ¿Dónde procesa sus emociones? Un nuevo duelo se impone. La desilusión, el vacío y la persuasión de lo perdido ocupa otra vez el horizonte de su conciencia perturbada.


Ami, la amiga fiel, procurará aliviarle la congoja pero ella también deberá ajustar las cuentas con su sombra. Theodore ha quedado, nuevamente, cara a cara con su propio vacío. Una revelación impostergable se abre paso entre las fibras de sus llagas: la conciencia del amor, con todas sus imperfecciones, pertenece al orden de lo humano.


Theodore sale despedido del vientre de la ballena para renacer en el plano real de su conciencia donde el hilo de la vida tensa su persistente lazo detrás de las caídas.

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