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Foto del escritorRoman Ganuza

Hugo del Carril y su Facundo Quiroga


Román Ganuza reivindica el film de Hugo Del Carril Yo maté a Facundo (1975). En su análisis destaca los recursos audiovisuales y narrativos utilizados por el cineasta para construir al personaje histórico de Facundo Quiroga separándose y polemizando con lo que ve como una visión maniquea y binaria que ha instalado en la literatura argentina Domingo F. Sarmiento.




“Yo, que he sobrevivido a millares de tardes y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas, no he de soltar la vida por estos pedregales. ¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?”


Jorge Luis Borges.

(El General Quiroga va en coche al muere).



Aplomado, sobrio en la firmeza, Facundo Quiroga se apoya en el palenque para dialogar con Moro, su caballo oracular y misterioso. Una mujer pobre de aquella Rioja también pobre se acerca rogándole la mediación del corcel. Quiere que salve a su hijito afectado de mala fiebre. Quiroga se lo promete. La cámara se concentra ahora en Carlos Cores. Su rostro está recortado por una tupida barba. Procura la estampa rústica y hundida del legendario amo de los llanos. La película de Hugo del Carril Yo maté a Facundo de 1975, confirma así una de sus decisiones: este Quiroga bien actuado la completa en el plano siguiente. Aflojando la postura y contemplando a la mujer ya salida del cuadro, Cores suelta un resoplado “Ojalá”. El guión ha optado por un líder que aprovechaba su propio mito sin terminar de creerlo.


La leyenda de los invencibles mutantes riojanos -los capiangos- creció en La Ciudadela tucumana para abdicar doblemente en Córdoba ante el profesionalismo de José María Paz. El manco se burlará en sus memorias, pero admitiendo que desmontar aquella fantasía fue un verdadero problema (1). La seria versión filmada por Hugo del Carril en base a un guión propio en colaboración con Isaac Aisemberg, postula finalmente a un hombre.


Guionista y director han tenido que lidiar con la bifurcada refracción histórica del caudillo. Una vez en la pantalla, podía ser ese “hijo de la tierra”, retrato cercano a la animalidad sanguinaria que surge de la escritura de Sarmiento (2), o ese magnánimo caballero que encantaba en los salones porteños ofreciéndose como fiador de Rivadavia, según la tardía vindicación de David Peña (3). Del Carril avanza a salvo de este tironeo.


Sostengo que su Facundo se perfila en una perspectiva prudente, dejándose ver desde el verdugo. Asoma tras la figura de José Santos Pérez (Federico Luppi), su itinerario y su carácter.

Es una óptima decisión porque reúne a los protagonistas de la tragedia sabiendo que aunque ocupe la centralidad del relato, Pérez será siempre un camino hacia Quiroga. Y enfocarlo desde el victimario le asegura a la película una distancia que previene la saturación.


Sería injusto no hacer referencia a la estupenda puesta en escena. El guión pide exteriores para buena parte de lo filmado, así como extras, carruajes y caballos. Hugo del Carril, contesta con lo que tenía acreditado en Las aguas bajan turbias, La Quintrala o La Calesita, cubre el requisito con oficio y un notorio gusto por filmar. Detalle gratificante: aquí no son los caballos los que deciden la dinámica de un plano. Cores, Luppi y especialmente José María Gutiérrez son muy buenos jinetes. Y esto es importante. Se nota el trabajo de adecuación cronológica. Sobran ricos detalles de usos e instrumentos propios de la construcción de época. La locución de los actores se ha pulido hasta obtener la naturalidad de los tonos andinos y serranos. Las escenas violentas son de buena factura técnica y los diálogos, aunque orientados en la dirección política elegida, son verosímiles y provechosos. Quizá un Rosas verbalmente más austero y físicamente más altivo se hubiera aproximado mejor a la referencia, pero ocupa en este caso un papel secundario.


El montaje adelanta el acontecimiento principal, una muy buena secuencia henchida de suspenso y resuelta sin vacilaciones. Quizá se hayan visto condicionados por la primacía protagónica de Santos Pérez, quien atraviesa interesantes y reveladoras vicisitudes luego de cumplir aquella “misión”. En definitiva, Barranca Yaco es un crimen político y la película le exige al director sumergirse en los riesgos de su tratamiento.


Haber elegido a Santos Pérez implica ya una toma de partido. Esa historia personal es en sí misma una confesión.

Su tránsito de bandolero prófugo a Jefe de Milicias de Tulumba documenta la implicación en el plan de los Reinafé -gobernantes de Córdoba- para eliminar al riojano. Pero ese crimen que divide los tiempos políticos porque precipita la hegemonía rosista, también le abre interpretaciones a la famosa Carta de la Hacienda de Figueroa (4) (decepcionante para los que necesitan ver en Rosas a un depostador).


El escrito fue elaborado para que Quiroga lo lleve en su funesta misión mediadora al norte argentino. El punto aparece livianamente en la película, con una mención al paso en la reunión de Facundo con Ibarra en Santiago del Estero. Linda escena de un Cores perfecto, al que se lo nota estrenando exitosamente la aptitud negociadora. Esto es correcto porque se trataba -la carta- de una rúbrica a lo que Quiroga expusiera ante los mandatarios provinciales.


Difamadores remunerados (profesión prestigiada en nuestros días) convirtieron aquella misiva en un anuncio macabro. (O sea, Rosas le enviaba a Quiroga una señal de que iba a matarlo y a la historia una prueba que lo incriminara). Recién en 1885, a 50 años del hecho y 30 después de Caseros, el edecán y secretario privado de Rosas, Antonino Reyes, pudo refutar con sobrado fundamento esa especie (5).

La película, a cambio, ahorra cualquier referencia a la extensión de alguna posible complicidad. Si había que forzar los argumentos para hacerla pisar Buenos Aires, resulta menos sencillo sustraerla de Santa Fe. Sigue siendo débil la idea de una embestida solitaria por parte de los intrigantes hermanos cordobeses en una cuestión de tanta magnitud e incontrolables consecuencias. Si bien el filme -lo acepto- se hubiera amplificado demasiado incorporando estos matices, se le podría hacer el reclamo ya que no deja de ser una tesis sobre el desarrollo y las responsabilidades del asesinato. Y en su revisión del caso, lograda y honesta, siento que Hugo del Carril combate inevitablemente con el legado de Sarmiento.


Compruebo que no hay forma de narrar a Quiroga sin remitir explícita o elípticamente al Facundo. Ese poder de la palabra merece ser reconocido. Fascinante e inmejorable, aquella prosa pudo erigir desmesuras partiendo de alguna verdad ocasional. Genuino en la pasión y arbitrario en atención a sus ambiciones políticas, el texto del sanjuanino tuvo una proyección incansable. La película no puede esquivar esas resonancias justamente porque proponer una visión alternativa implica un contraste con lo que creemos saber. Hugo del Carril lo registra y en el rigor de su trabajo se adivina a un desafiante preocupado, meticuloso, consciente de los prejuicios que enfrenta. Lo cual se cohonesta de manera no casual con la propia trayectoria pública del director.


La disyuntiva enarbolada en el subtítulo del Facundo facilitó el asalto del mejor casillero a los recurrentes vencedores del drama nacional. Atropellos, fraudes políticos y económicos, y hasta un genocidio regional no han conseguido horadar el laminado binario que una literatura brillante tendió sobre nuestra retrospectiva. El eco póstumo de Angel Peñaloza -ejecutado a expreso pedido de la cruzada civilizadora- duerme en sombríos anaqueles de las bibliotecas públicas. Escribía en 1866 que: “…enfrentamos una dictadura peor que la de Rosas…” (6). El Proceso a Mitre de Juan Bautista Alberdi, pese a la sobreactuada veneración por su autor, es un libro renuente a ser exhibido o reeditado. Contra este prolongado y sutil imperio del silencio se yergue la película. Tentativa cuyo impacto me alcanza hoy mientras la funcionalidad maniquea recicla los adjetivos.


Yo maté a Facundo intenta sortear estas tenazas. Generoso y expuesto, Hugo del Carril encarna además una segunda épica: toma una de las tragedias fundamentales de la historia local para insumir en la pantalla su espléndido grosor dramático.


En la huella ensanchada por esta aventura cinematográfica, aguardan para ser debidamente honrados otros tremendos sucesos nacionales: la reconquista de Buenos Aires, los fusilamientos de Cabeza del Tigre, la batalla de Ituzaingó, la ejecución de Dorrego, la captura y prisión de Paz, la invasión y retirada de Lavalle en 1841, Caseros y el exilio de Rosas, la asonada setembrista porteña, la jornadas de Cepeda y Pavón, la revolución del Parque, el asesinato de Urquiza, las insurrecciones yrigoyenistas y tantos otros, todos plenos de riqueza narrativa.


Yo maté a Facundo es un esfuerzo que persiguiendo una certeza histórica, asienta también una decisión artística comprometida. Toda evocación de Hugo del Carril, tanto en el cine como en la política, me inclina siempre a la gratitud.



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(1) Memorias póstumas, José María Paz

(2) Facundo o Civilización o Barbarie, Domingo Faustino Sarmiento

(3) Juan Facundo Quiroga, David Peña

(4) Carta de la Hacienda de Figueroa, Juan Manuel de Rosas

(5) Vindicación y memorias de Don Antonino Reyes, Manuel Bilbao

(6) Vida del Chacho (correspondencia), Fermín Chávez

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