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Foto del escritorRoman Ganuza

Julio Cabrera y el crecimiento del concepto


La nota que sigue es resultado del encuentro de su autor con el libro sobre cine y filosofía de otro colaborador frecuente de nuestro espacio.



Desde el comienzo mismo, la propuesta de Julio Cabrera es prolífica y clara. Vertida con fluidez, en esas páginas hay sustancia. No estoy frente a otro de esos productos que se agotan aplicando categorías canonizadas a tópicos irrelevantes. Cabrera se juega, echa al ruedo una auténtica novedad teórica con desprejuicio y convicción. Esa convergencia apasiona al leer, porque ya en la introducción el autor planta con firmeza ese instrumento de análisis.


Lo compromete con el itinerario posterior, volviéndolo reconocible y constante a lo largo de Cine: 100 años de Filosofía. Y en lo que va a ser casi un presupuesto para su tesis, marca como punto de partida critico, la distinción entre una filosofía estrictamente intelectual, que prescindió obstinadamente de la tonalidad afectiva con que se nos presentan los objetos del mundo (Heidegger), con otra, cronológicamente joven y atenta a las posibilidades de una percepción más ambiciosa o completa de lo representado, la cual le correspondería, precisamente, al cine. A su favor, puede computarse el síntoma de inquietud que se manifiesta al respecto en el siglo XIX, cuando la filosofía, en su faz ensayística, adquiría ya algunos comportamientos “literarios” (Nietzche, Kierkegaard) o específicamente “poéticos”, como en el caso del propio autor de “Ser y Tiempo”.


Cabrera detecta en esta fase histórica un estado de tránsito hacia lo que va a denominar “razón logopática” o “pensamiento cinematográfico”. Lo cito: “En verdad, cuando el intelecto organiza el material sensible-afectivo, entra en interacción con él, no en una relación jerárquica de mano única, pues el intelecto también será guiado por el material sensible-afectivo que intenta organizar. A esta interacción compleja la llamo logopática”.


La filosofía parida por la modernidad occidental, tanto en su vertiente idealista como en la positiva, padecía una amputación ya que, invariablemente confiada en lo racional, precipitaba hacia el intelectualismo.


Cabrera es ordenadamente rotundo cuando invita a pensar al cine como el salto cualitativo en la generación histórica de los conceptos. Los contemporáneos del séptimo arte estaríamos modulando y operando una nueva herramienta. Más rica y movilizante que aquel clásico concepto, kantianamente fundado como unidad de razón y que fuera el núcleo de la ilusión cognitiva antecedente.

El viril arranque del texto podría ser tan solo un modo desafiante o teatral para ingresarle al lector con impacto, si no fuera por el detalle de que todo el desarrollo posterior de la obra, sostiene y realimenta jugosamente la premisa inicial. En ese sentido, verifica un curso expansivamente circular. Contiene exploraciones que arriesgan, en tanto no dejan de poner a prueba su propia apuesta teórica, regresando con satisfactoria solvencia.


Quien lo lee, descubre e incorpora, ya que esas nociones se ganan un lugar seguro entre las herramientas del consumidor de películas inclinado a analizar. La curva que describe el texto es un malabar fecundo: Suspicaz con aquella filosofía que temía mancharse de “afectividad”, su radical revisión, es a la vez un filosofar que computa la imagen en movimiento como valor semántico, extrayendo de ello consecuencias muy bien articuladas. Así, las reflexiones acaban justificando como pocas veces, la vinculación entre el cine y la filosofía.


Quizá solo por modestia, Cabrera advierte desde el subtítulo que el primero ha sido pretextado al servicio de la segunda. Disiento aquí, porque de confirmarse su incursión categorial de la “razón logopática”, el cine estaría asumiendo un rango nuevo, intrínsecamente filosófico, que eleva su gravitación cultural en un grado difícil de calibrar. Sería extraño que se me pueda decir algo más trascendente al respecto. Otro motivo puede ser la condensada introducción a los distintos filósofos, que le ha demandado más espacio textual que las películas con las que relaciona a cada uno de ellos. Persistiendo en mi idea de que el cine, y más puntualmente, la potencia de su discurso, es aquí lo central, entiendo también que la incorporación postulada no implica un retorno a lo estructural del ideograma, donde la imagen completaba o aclaraba su propia referencia, sino la detección teórica de un tipo de unidad dinámica en la que lo racional resigna autonomía, ya que en palabras de Cabrera, lo emotivo no confirma a lo racional, sino que lo redefine. Si la relación anterior entre los conceptos y aquello que trataban de definir quiso ser dialéctica, la novedad que instituye Cabrera es la naturaleza dialéctica inherente a la propia unidad representativa.


Los filmes no están para ilustrar conceptos, señala, sino para generarlos. Si bien esta columna no corre el menor riesgo de sustituir al libro, es verdad que podría desvirtuarlo. Atendiendo a ese sano temor, solo comentaré brevemente uno de los catorce “ejercicios” que lo componen. Honrando a Cabrera, elijo por razones afectivas el que asocia la poética de Aristóteles con el neorrealismo. Basado en la premisa de que esos filmes trascendieron lo fáctico, por observar –lo supieran o no- aquel principio aristotélico que confería mayor dignidad a la construcción de lo verosímil (“lo que podría haber sucedido”), Cabrera asesta a la escuela italiana esta paradoja: La potencia narrativa de los neorrealistas se apoya en un déficit de sus propias proclamas. Ladrón de bicicletas no prospera por ser un puro registro o una crónica directa, sino, justamente, porque desarrolla una posibilidad fuertemente creíble dentro de su contexto. La connotación de injusticia, que funciona aquí como el enunciado logopático, no fue provista por el campo “real”, surgió de una decisión formal del De Sica (que la bicicleta no aparezca). De tal jerarquía son los múltiples ensayos que atesora el libro. Quien quiera pensar el cine, o quien vea el cine para pensar, debería tenerlo a mano.

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