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Foto del escritorÁlvaro Fuentes

La crueldad en tiempos de pandemia


Una carta pública de un crítico español a un cineasta, guiada por la pregunta de hacia dónde dirigir la mirada en tiempos de tanta imagen cruenta con la pandemia, disparó la siguiente nota.




Twitter es territorio de violencia discursiva, pero también puede ser un lugar de encuentro y descubrimiento de escritores. Están los consagrados, por supuesto, pero también todo un vasto, por no decir infinito, universo de nuevas voces, que se expresan a través de tweets, pero también compartiendo enlaces a blogs donde vuelcan textos de mayor extensión, dando rienda suelta a su vocación de artistas de la palabra.


Explorando por primera vez en mi vida los laberínticos pasajes de la red social del canario azul, en una búsqueda obsesiva de buenos críticos de cine españoles, llegué a Cartes Playes, cuyo nombre real es Fran Gayo, oriundo de Xixón pero afincado en Buenos Aires hace diez años, programador de BAFICI y que reactivó un viejo blog desde que empezó la cuarentena en este sur olvidado. Como tweet fijado tenía la última entrada al blog, que es la que motivó los siguientes párrafos. Allí Gayo, en formato de carta a un cineasta español amigo de él, se preguntaba hacia dónde dirigir la mirada en estos tiempos. Comenzaba la nota describiendo el hallazgo, en Estados Unidos, de un camión lleno de cuerpos en descomposición, de víctimas de coronavirus. Se preguntaba si es legítimo que los medios difundan esas imágenes de horror y si las audiencias deben habilitar ese tipo de información consumiéndola. En cierto punto del artículo, hacía una alusión a los que siempre, en el mundo del cine, festejaron la violencia y la crueldad, y a quienes confiesa no haber comprendido nunca (aun siendo programador de un festival de terror en Suiza). Rebate el argumento de que ver violencia en el cine forje “mayor conciencia”, afirmando que en todo caso esos golpes de realidad duran lo que los moretones en la cara.


La noche que leí por primera vez la nota, aun siendo bastante tarde, la compartí en mi muro, es decir la retuitié, aunque sin ningún comentario. Recién a la mañana siguiente, encontré la lucidez necesaria para hacer unos escuetos descargos a través de una serie de tweets. Allí intentaba hacer cierta defensa del consumo que hace cierto público, algo fetichista y entre el que me incluyo, de cines como el terror o el psycho-thriller basado en historias de asesinos seriales. Me dispongo a desarrollar un poco más esa voluntad, algo trasnochada, contenida en aquél puñado de tweets.


Más que defender el consumo de crueldad en el cine, me interesa pensar cómo surge esa naturalización de la violencia en el cine, y antes en la literatura, para contribuir a desnaturalizar una mecánica a la que llamaría “fetichismo irreflexivo” de muchos aficionados a géneros como el terror y el policial morboso.

En estos días, me puse a leer un libro que tenía pendiente en la biblioteca, a los que cierto escritor español llama “libros amenazantes” porque parece que nos miran desde la biblioteca, esperando que los leamos. Estoy hablando de Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey. Es un libro de las primeras décadas del siglo XIX, en el que el escritor inglés hace una especie de defensa parodiada del gusto por el asesinato. De cometerlo (recordemos que se trata de una ficción paródica), aunque sobre todo de apreciarlo estéticamente. El libro hace un repaso de grandes estetas del asesinato, entre los que incluye a Shakespeare, por ejemplo. Más allá del tono paródico, creo que De Quincey habla de la profunda fascinación que siempre movió a las artes y la literatura a describir o imaginar épicos asesinatos. Dejando a un costado cualquier juicio moral que pueda hacerse del acto criminal en sí, que la mayoría hacemos, la muerte en manos humanas produjo, y lo sigue haciendo, fascinación morbosa, en el común de la gente y también en los intelectuales más ilustrados, que hicieron arte con ese motivo universal.


En este punto me gustaría traer a colación a Borges, asiduo lector de De Quincey. Éste no sólo inspiró al argentino sino también a escritores como Conan Doyle, quien creó a su célebre investigador Sherlock Holmes como un amante de los homicidios y consumidor de opio (el propio De Quincey era consumidor de esa sustancia y tiene por lo menos una obra donde da testimonio de ello). Pero estábamos en Borges, a quien también interesaba la experiencia existencial del asesinato. Lo prueban muchos de sus cuentos, donde los personajes se encuentran cara a cara con la muerte, muchas veces a mano de otros hombres. Pero voy a mencionar un cuento que el propio escritor consideraba cercano al género policial: El jardín de senderos que se bifurcan. En él, un personaje que trata de salva-guardar un secreto de orden estratégico-militar, es perseguido por ello y teme morir, pero termina siendo el ejecutor de una muerte ajena. El asesinato ha sido un incesante motor de fantasías literarias y cinematográficas.


En cierta transcripción de una clase de Borges sobre el género policial, el escritor cuenta, en los años setenta, cómo ve y entiende ese género con el que mantuvo una relación tan profunda y prolífica, como lector, escritor y editor (hay que recordar que uno de los grandes legados del prócer de las letras argentinas fue el armado de la colección El séptimo círculo). Allí se detiene mucho en la figura de Poe, afirmando que creó el género y también a los lectores de policiales. Sentencia que el norteamericano creó una literatura basada en la acción del intelecto, más que de las pasiones. Señala que el policial es un género fundamentalmente intelectual. Hay que recordar que el detective Auguste Dupin es una poderosa mente lógica que estudia casos policiales y describe sus métodos de análisis. En esas valiosísimas páginas conservadas, Borges dice también que el mejor continuador de Poe fue Chesterton, como un modo sutil de restar importancia a las historias detectivescas protagonizadas por Sherlock Holmes.


Pero quería llegar a uno de los momentos finales de esa conferencia de Borges, en que afirma que el género ha sufrido una transformación profunda, que amenaza incluso con hacerlo desaparecer: cierto regodeo en mostrar la violencia e incluso, aclara, la violencia sexual. Ha pasado de ser, afirma, un género intelectual a un género que hace foco en la crueldad. El diagnóstico de Borges, que está observando la evolución del género en Estados Unidos, sin duda, es absolutamente certero y anticipador de lo que irá creciendo, como una enorme bola de nieve, en las siguientes décadas y que sigue en nuestros días.


La crueldad nacida de un morbo originario del policial, no sólo se expandió hacia miles de variantes del mismo género ficcional, sino que invadió el terreno de la ficción de terror, pero también de muchos otros tipos de ficciones.

Lo que me parece un tanto injusto de parte de Borges es afirmar que en Poe no estaba esa fascinación morbosa, o al menos no mencionar ese dato. Las grotescas muertes de las dos mujeres en Los crímenes de la calle Morgue o la descripción del cadáver flotando en el Sena en El misterio de Marie Roget, son el comienzo de una larga tradición que hace foco en la descripción forense de los cadáveres, víctimas de manos humanas (aunque no siempre, como sabrán los lectores del escritor de Boston).


Pero todo esto tenía la intención de pensar, o revisar, aquello que nos impulsa a los consumidores de un tipo de ficción que muestra la crueldad humana, en estos tiempos de pandemia, donde la crueldad se vuelve del orden de lo real. Las relaciones entre realidad y ficción, en materia de imaginación morbosa, son muy difusas, como lo demuestra el hecho de que el mismo Poe basaba algunas de sus historias en profundas investigaciones de crímenes que habían tenido lugar en la realidad. El propio Hitchcock, maestro en la misma materia, sabía perfectamente que el morbo de la realidad era un móvil de eficacia asegurada si se utilizaba como insumo para crear ficciones: la película Psicosis está basada en un libro inspirado en el asesino en serie, de los años cincuenta, llamado Ed Gein. En el mismo personaje real están inspiradas otras célebres obras cinematográficas, que hacen foco en la crueldad humana, como La masacre de Texas y la trilogía de Hannibal Lecter, basada en los libros de Thomas Harris.


En estos meses de confinamiento no miré muchas noticias sobre lo que estaba pasando con la pandemia. Al principio tal vez, pero luego me dediqué a leer, ver cine y escribir, además de las responsabilidades laborales y domésticas por supuesto. Incluso en las primeras semanas llegué a ver unas cuantas películas sobre pandemias, algunas bastante despiadadas en la descripción de la muerte por virus letales y la aparición del egoísmo humano en tales circunstancias. Fue una mención que leí en una nota de Quintín, a la película Epidemia, lo que me llevó a volver a verla, después de muchos años. Tiene la escena inolvidable de una sala de cine en que una persona estornuda y la cámara sigue las moléculas de saliva introduciéndose en las bocas abiertas de los espectadores. Vale decir que el crítico de El amante la ubica como la película que más lo impactó sobre epidemias (agregaría que todas las películas de Wolfgang Petersen impactan por su crudeza existencial), pero que él prefería leer en estos tiempos diarios de cuarentena que no hicieran énfasis en el dolor y la crueldad que impera, sino escrituras que lo ayudaran a evadirse de eso. Aunque no recuerdo si esto último Quintín lo decía en la nota en que nombra a la película Epidemia o en otra entrada de su blog escrita bajo la realidad del confinamiento.


Lo cierto es que la pandemia produce dos tipos de reacción: la de quienes quieren evadirse de esas imágenes de crueldad (Gayo incluso se refiere al famoso artículo de Rivette sobre la abyección de ciertas imágenes cinematográficas de los campos de concentración) y quienes se detienen en ellas, de un modo fetichista o por el contrario reflexivo.

Pero incluso saliendo de este esquema dicotómico de las reacciones frente a las imágenes crueles del mundo real, se trata de un dilema para aquellos que siempre vimos un cine cargado de violencia. De alguna manera, hoy parece que estuviéramos menos legitimados para promover ese tipo de ficción. Porque, de hacerlo, nos mostramos al mundo como almas insensibles a quienes no parece importarle que en el mundo reine la violencia. No tengo demasiadas respuestas a los interrogantes anteriores. Lo único que sé es que la fascinación por la muerte, sea infligida por seres humanos o por la acción de fenómenos naturales, como puede ser la expansión de un virus letal, será siempre un motor de la imaginación poética (entendiendo lo poético en un sentido amplio, como la capacidad de crear mundos paralelos a partir de la imaginación). Por supuesto que uno se sensibiliza ante las cosas que pasan, tiene miedo por los suyos y sufre al ver el padecimiento feroz de la pandemia en otras regiones del mundo.


En un plano menos existencialista, o tal vez no, la pandemia ha dividido a los críticos entre quienes siguen viendo películas y los que tienen esa función en pausa. Gayo, que construye muchos de sus artículos como cartas a colegas, mantiene un intercambio epistolar con Desirée de Fez, crítica española y programadora del Sitges, famoso festival catalán de cine fantástico, a quien conocí por un libro que compré en Barcelona con artículos sobre la película Pecados capitales y que ella coordina. En su carta a Gayo, De Fez dice que en estos tiempos no puede ver películas, ni tiene ganas de pensar el rol de la crítica, ni el futuro del cine. Que tiene derecho a ese desánimo. Si no me equivoco, unos días antes había publicado en su Twitter una nota de Mariana Enríquez que hablaba del derecho a la improductividad durante la cuarentena, frente al mandato compulsivo de hacer, escribir, formarse y, en definitiva, aprovechar el tiempo.


Nuevamente, no pretendo dar respuestas últimas, simplemente ofrecer algunos modos posibles de reaccionar ante el absurdo de la vida, que son múltiples. Ni mejores, ni peores. En esa diversidad, y el diálogo que posibilita, creo que descansa lo mejor de los días grises que atravesamos.

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