¿Qué plato más tentador que el análisis de la adaptación libre de un truculento relato de los Hermanos Grimm por una directora islandesa, con la carga de oscuridad que eso conlleva, y con una joven Bjork en un papel protagónico?
Mi madre me mató
Mi padre me comió
Mi buena hermanita
Mis huesecitos guardó
Los guardó en un pañito
De seda ¡Muy bonito!
Y al pie del enebro los enterró
Kivit, kivit, ¡Qué lindo pajarito soy yo!
Las rimas del proemio son un leit motiv del cuento El enebro, probablemente escrito hacia 1810. Inspira a su vez a la película Cuando fuimos brujas (The juniper tree) de 1993. La dirige Nietzchka Keene, quien reconoce la influencia del texto en su propia infancia. Se trata de una versión libre y adaptada. Volviendo al cuento, aquella ternura en verso está precedida por este otro indicio de los hermanos Grimm: “Y, de repente, se sintió consolada y contenta, y de este modo transcurrió el mes noveno. Dio entonces a luz un niño blanco como la nieve y colorado como la sangre, y, al verlo, fue tal su alegría, que murió” Se trata del protagonista clave, Jonas, huérfano de madre desde sus primeras horas. El filme, locado en la desolada estepa islandesa, sugiere que Jonas ha crecido en ese páramo vedado de alegrías duraderas. Las imágenes informan la presencia de su padre y una austera parcela de tierra, donde inhumaron a la madre que no llegó a conocer. Para dicha de la literatura y el cine -aunque no de Jonas- un día llegarán visitas.
Una primera diferencia con el original de los Grimm afecta al propio título, ya que el enebro es la planta al pie de la cual fueron reunidos los “huesecitos” de Jonas para que se transmute en pájaro (embriaguez metafórica que indemniza al lector con una reencarnación regresiva). Pero el enebro, pese a ser un abigarrado y resistente arbusto, no se ha atrevido a crecer en el escenario elegido por la directora. Apenas hay un salto pedregoso que rodea la tumba. Por eso la película se titula Cuando fuimos brujas, un acierto en tanto anuncia el despegue de lo mágico y lo feérico impulsado por Nietzchka.
Una segunda distorsión es que la nueva mujer que “toma” Johan, la recién llegada Katla (Bryndis Bragadottir) no tendrá una hija con él. En el texto, la hermanastra era la dulce Marlene, encargada de juntar los restos de Jonas luego de deglutir sus porciones pulposas. La película instala en cambio a Margit, hermana menor de Katla, interpretada por la cantante islandesa Bjork. Corresponde decir que la elección del elenco es de alta eficacia. Katla tiene en Bryndis el oportuno porte sensual para atraer a Johan pero su boca también sabe dibujar los enérgicos trazos del interés. Por su parte Bjork transmite una rara pureza desde ese perfil impolutamente lánguido y redondeado.
La tercera diferencia es un giro rendidor. En el cuento el demonio empuja a la nueva mujer de Johan para que hostigue al pequeño Jonas procurando privilegios hereditarios para su hija Marlene. Nietzchka Keene decide sobrecargar la animosidad del niño. Jonas descubre a Katla en plena preparación de uno de sus artilugios. La observa tejiendo restos personales sobre la ropa de Johan para retenerlo. Los celos por el reemplazo del idealizado lugar materno se agravan con la certeza de que lo ocupa una bruja. Jonas invoca fantasmalmente a su madre como obrante prodigio que expulse a Katla de ese mísero universo.
En este punto se destraba la adecuación del cuento tornando hacia un orbe ajeno al sugerido por los Grimm. Allí Johan era un millonario presumiblemente burgués y Jonas un niño atormentado por su madrastra al llegar de la escuela. Ni escuela, ni millones. La directora ha trasplantado el argumento a un entorno pastoral, geográficamente desolado. Como en tantas representaciones del cine sueco o danés, la atmósfera insular elegida enfatiza la soledad. Subsidiariamente, las relaciones humanas se resuelven en un radio escueto que apenas encubre la eminencia de lo primario.
Johan es joven y está solo. Pero tiene un techo y una pequeña hacienda. Las hermanas Katla y Margit, son errantes. Bruja la madre de ambas, huyen del estigma transitivo, temen la hoguera. Migran. Razonablemente, temen también el desamparo y el hambre. El erotismo deviene economía y la naturaleza última de lo erótico ahorra sutilezas. La condición de “brujas” en el lugar y tiempo asignado a los protagonistas, incrementa la sordidez de los tratos, desnuda la finalidad de los intercambios. En tal contexto gravita de manera asfixiante la territorialidad. “Tú no eres de aquí y eres diferente” le espeta Jonas a su nueva madre. La dinámica familiar traduce una puja de supervivencia. Por oposición, es justamente un espacio que cimenta la intimidad con lo otro, suscita desde su propia precariedad la emergencia sobrenatural.
Las incrustaciones hechas por Nietzchka sobre el original hasta podrían haberla eximido de la referencia. En su adaptación, la contundencia fantástica se desplaza buscando la agonía realista. No desiste de introitos fuera de orden como la aparición y visualización de los muertos. Incluso la brujería transcurre como un apetito de poder.
Lo que ha operado el filme es el implante terreno de aquella historia reduciendo su jurisdicción fantástica. De allí que resulte doblemente más áspera su asimilación que la lectura del cuento. Por duración y por verosimilitud.
Cuando leo que la madrastra le corta la cabeza a Jonas y luego se la vuelve a colocar, los Grimm extreman lo macabro dentro de un plano manifiestamente ficcional (aunque se ocupan de detallar la “palidez” de las partes reunidas).
Pero el cine tiende efectos de realidad (Aumont), y me hace ver como Katla troza dos de los dedos de Jonas ya muerto. Uno se lo introduce en la boca al cadáver y le cose luego los labios. Se guarda el otro para luego hervirlo en un sustancioso guisado que compartirá con Johan y Margit. Aquí ya absuelvo a los truculentos hermanos alemanes.
En el depresivo y desértico realismo del filme, los personajes adquieren el tono y el paso de los paisajes. Vagan, escalan suelos escarpados, soportan el viento o el frío, se refugian. Yermos pastizales, despojados cursos de agua, y perspectivas telúricas hundidas en el silencio. Es una decisión estilística de la puesta en escena y de una cámara que cuando puede, coloca a los personajes en planos largos y reductivos. El filme consolida su enunciada preferencia formal con el recurso al blanco y negro. Todo indica la adscripción de Nietzchka a una vertiente cinematográfica reconocible. Viendo Cuando fuimos brujas me susurran claras resonancias de Dreyer, Bergman y Tarkovski, mientras voy temiendo que se sume Von Trier a la danza.
Alcanzo el punto en que el pobre Jonas es compelido por Katla para que se arroje de un alto despeñadero. Confiado en que la etérea fuerza materna lo hará volar para salvarse, el niño salta al vacío. Comienzo a arrepentirme y a preguntarme. Primero por Nietzchka, a quien le reconozco encuadres y secuencias de poética estatura. Luego, por este tipo de cine en general.
Respecto al producto islandés, intento digerir las variaciones que me propuso con sus brujas vivas y muertas, o con sus muertas aparecidas y la ambigua edificación final de un reino zoológico inescrutable.
La resultante me remite a la idea de que “al que no va a ninguna parte, cualquier camino lo lleva”. Se me opondrá con fundamento que es un mérito de la autora en tanto abre la obra a las refracciones del espectador, involucrándolo en el completamiento de lo percibido. Agradecido, pero yo hubiera preferido entender.
Llega después la culpa, aquí renovada, por mi viejo corsé hollywoodense. El mismo que me exige no comprometer el casillero de comentarista. Pregunto desde siempre si el cine nos humaniza cuando pone en pantalla el dolor, la inequidad, el desamparo, el horror, o la infamia. La respuesta instintiva grita que sí. La contrapartida es discernir la indolencia y el talle funcional de todo cine que omita la dificultad para magnificar la posibilidad. Aquí se repite la afirmativa. Pero qué pasaría si el cine -al que quiero tanto- fuera en definitiva inocuo. Si careciera -con un tipo u otro de películas- no solamente de una finalidad transformativa, sino también de la habilidad inherente. Si como dice Jacques Tourneur, no fuera más -aunque tampoco menos- que un escape. En ese caso yo celebraría a esta creativa vena nórdica y báltica, admitiendo que sus exponentes son estéticamente brillantes. Pero también podría afincarme, ya con algún alivio, en las voluntarias limitaciones del consumidor.
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