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Juan Jorge Michel Fariña

La larga noche de Francisco Sanctis


En el prólogo a la edición 1956 del cuento, Borges dice que El sur es «acaso mi mejor cuento», no solo por los muchos rasgos autobiográficos, sino porque ha logrado combinar en él varios de sus temas predilectos: el sueño, el destino, el tiempo y la muerte. Los mismos que retoma Humberto Constantini a través de la lectura cinematográfica que proponen Andrea Testa y Francisco Márquez.



Desde un rincón el viejo gaucho estático le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. (…) Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta (…) Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado. Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Jorge Luis Borges, El Sur [1]



La larga noche de Francisco Sanctis tiene esa rara virtud de la fidelidad al acontecimiento literario. Fidelidad que, bien entendida, no es para con la obra en la que se inspira sino por el sesgo de su vacío. El sentido común en cambio, ese que prolifera en los debates de las salas de preestrenos, va en la dirección contraria: un espectador pregunta a los directores, si así termina la novela de Constantini. Andrea Testa y Francisco Márquez ponen entonces su mejor buena voluntad para explicar lo que no puede ser dicho sino en acto cinematográfico: la película termina donde tiene que terminar. En el punto justo del corte analítico que devuelve al espectador su propia angustia en forma invertida.


Cualquier referencia explícita a los desaparecidos o los vuelos de la muerte –por tomar algunos íconos de la novela de Constantini– hubiera sido excesiva. Porque paradójicamente cancelaría el clima ominoso que, como pocas veces antes en la pantalla, esta película logra crear. Con ese corte magistral –el cine es el montaje– la película interpela al espectador. Lo incomoda frente a sus certezas. Lo confronta con lo indecible de la muerte y de la nada.


Confrontando sobre todo con el compromiso implacable de una decisión. Allí comienza la trama más difícil, anticipada en el epígrafe de Borges. ¿Vamos a enfrentar nuestro destino armados de la cajita feliz de Luchini & Monsreal, o estamos dispuestos a recoger la daga que se arroja a nuestros pies? ¿Va Sanctis a esperar eternamente el bla-bla-bla del ascenso, o se animará a sustraerse, a sí mismo y a su familia, de semejante humillación? Está muerto en vida, y por lo mismo tiene la oportunidad de elegir más allá de la culpa y el remordimiento.


Por eso de pronto el film se puebla de visiones espectrales –una irreconocible compañera de Facultad, un teléfono urgiendo respuestas imposibles, una dirección que ya no existe, una cita fantasmal en el cine del remordimiento. Elevándose por encima de semejante goce acumulado, Francisco Sanctis sale al ruedo.


Como el Fabris de El Regreso, la portentosa novela de Alberto Manguel, con firmeza, sin hacer caso al viento frío que le henchía las mangas de la camisa, se acercó al primer ómnibus, cuya puerta ya se estaba abriendo.


En el film de Márquez y Testa, el viaje será en taxi, ofreciéndonos una cínica versión del Paraíso: Yo solo quiero mirar los campos / yo solo quiero cantar mi canto / pero no quiero cantar solito / yo quiero un coro de pajaritos.

Cuando finalmente Sanctis entregue el reloj, cortando amarras con el tiempo terrenal, sabremos que ha devenido inmortal.


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[1] *Nota publicada conjuntamente con el sitio Etica y Cine de la Cátedra I de Psicología, Etica y Derechos Humanos, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.

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