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Foto del escritorRoman Ganuza

La pelea inextinguible


Un repaso de las diferentes versiones de la exitosa saga abierta por Rocky en el año 1976. Desde la rústica silueta de Balboa, pasando por el pintoresco de Mr. T, la soviética y letal figura de Iván Drago, hasta Adonis Creed, el hijo no reconocido del gran Apollo Creed, quien, como se demuestra a continuación, funciona como verdadero gozne de la saga.




Durante 40 años, la estrella de un boxeador de ficción se impuso familiarmente. La sobrecarga emotiva inyectada por Sylvester Stallone no fue óbice para una prolongada eficacia. Rocky Balboa me mantuvo pendiente de cada pelea suya desde 1976. Fue diseñado para convencerme de aquella insólita resistencia. Torpe, sanguíneo, asimilador de paliza bravas, eternamente se volvería a poner de pie. Revalidaba sueños de una sociedad que ya no masticaba las dulzuras de posguerra. Lo conozco pobre, casi marginal, de algún modo extranjero (ius sanguinis). Técnicamente precario y con un candor rayano en la estupidez. Su primer trabajo era ilegal e indigno. A diferencia de Brando en “Nido de Ratas”, un cóctel de oportunidad y democracia lo convertirá sucesivamente en campeón, padre y esposo modelo, hombre rico y finalmente, emblema nacional de rango épico. Los encargados de ponerlo en movimiento replicaron sin saberlo el sino del “semental italiano”. Detrás de cámara, buscaron la desmesura.


En el capítulo I el matón suburbano alcanza -no sin algo de americana suerte- la final mundial de boxeo. Obtiene un dramático empate frente al mejor rival posible, Apollo Creed, interpretado por Carl Weathers (genuina máscara de Mohammad Alí). Fuerte apuesta que no habrá de arredrarse. En el segundo movimiento (1979), Rocky derrota a Apollo en la ineludible revancha y le quita la corona mundial. El tercer momento (1982) -menos lineal- incluye el atinado bucle de caída y redención, con Rocky sobreponiéndose a una verdadera máquina de golpear. Era Clubber Lang, (el pintoresco Mister T), probablemente inspirado en el modelo boxístico de Joe Frazer.


Pero es sin duda en el cuarto capítulo de la saga (1985) donde la historia da el salto que pagará perdiendo al personaje. Rocky perfora la superficie de lo deportivo para ingresar en la historia política. Lo conducen -cual un Patton con protector bucal- al otro lado del mundo. Concluida la “batalla de Moscú”, el insólito aplauso del público local colma el espacio narrativo cediéndole al gladiador ítalo americano lo que no obtuvieron Hitler y Napoleón. Ivan Drago, rojo deportista de matriz científica y maligna, es más soviético que ruso y más caricatura que retrato. Pero extrema una táctica ficcional que funciona. El triunfo concomitante de Balboa es el que impacta contra su propia confección literaria, detonada en este punto. Su envolvente proeza supo abortar cualquier aburrimiento con aquellas desproporciones. Ya la flacura de Rocky V (1990 dirigida por John Avildsen) delataba una anemia.


Hacia 2015, sostener la saga, requirió un sacrificio y -más importante aún- cierto sinceramiento. En “Creed: La Leyenda de Rocky”, Balboa aparece totalmente retirado del boxeo, pisando la vejez y con su salud amenazada. La paradoja es la buena oportunidad dramática para Stallone. Con respecto al sinceramiento, es donde quiero esmerar la atención. Esta resurrección ha convocado a la complejidad. Debió hurgar en las movedizas relaciones de la entropía y la neguentropía: la genética perpetúa caracteres mediante una trama que se desorganiza para reorganizarse.


Digresión: En la magnífica trilogía “El Padrino”, Francis Ford Coppola había echado mano de este recurso: Santino, primer hijo de Vito Corleone y hermano mayor de Michael, fue exhibido en sus adulterios. Acribillado en la primera película, a lo largo de “El Padrino II” no hay referencias ni consecuencias de aquellas fogosidades de James Caan. Michael es el nuevo “Don”. Pertenece formalmente a su apellido y lo legitima un talento heredado: la aptitud para conducir. Aquí no sólo es verosímil la transmisión generacional (que Michael resiste al principio) sino que la historia cuenta con el insumo. En el tercer capítulo, enfrentando la posible decadencia de Michael, las travesuras de su hermano mayor aparecen en cuerpo y alma. Vincent Mancini (Andy García), hijo de Santino sin el apellido, se suma al círculo cercano del “tío” Michael para acreditarse como heredero natural del imperio. (Nada lamento más como cinéfilo que la ausencia de una cuarta versión). Una escena vital del Padrino III, me muestra a Connie (Talia Shire), hermana de Michael, diciéndole a su sobrino “eres el único que queda en la familia con la fuerza de mi padre.”


La sangre dominante se abre y presta servicios narrativos. Revitaliza a la célebre historia. Similar es el caso del actual Creed (Michael B. Jordan), que es también un hijo no reconocido de Apollo. Me lo presentan como Adonis Johnson, y se calza finalmente el apellido de su estirpe con leves diferencias. Mancini se convierte en un Corleone mediante la ancestral ceremonia de asunción. Johnson, en cambio, acepta llamarse “Creed” como estrategia promocional. La otra diferencia, más importante, es que en la obra de Coppola las cualidades hereditarias remiten a los protagonistas centrales, los Corleone. En el segundo caso, provienen de un personaje en principio secundario, Apollo Creed. La decisión implica reconocer que el acervo específico de Balboa era de complicada transmisión. Tenía temple, resistencia y bastante suerte, pero no talento. A diferencia de Santino Corleone, no se le conocen infidelidades a “Rocky”. Apollo Creed presenta allí dos ventajas: tiene un capital genético y se le puede inventar un hijo extramatrimonial sin desdibujarlo.


Apollo viene entonces a bancar la supervivencia narrativa de Balboa. Le deja, deportiva y sentimentalmente, un “sobrino”. Esta resurrección extrapolada se completa con la progresiva advertencia de que Rocky se ha apalancado siempre en Apollo. Desde el comienzo es el hombre a vencer por su excelencia. Su estatura deportiva convierte la escueta chance de Balboa en hazaña. El capítulo II repite esta relación que sólo se resuelve -con algún pudor- en el plano de la resistencia física, cuando Balboa consigue levantarse apenas un segundo antes que el campeón, luego de haber caído ambos a la lona. El desenlace informa que Balboa lo ha logrado por muy poco.


Apollo viene entonces a bancar la supervivencia narrativa de Balboa. Le deja, deportiva y sentimentalmente, un “sobrino”. Esta resurrección extrapolada se completa con la progresiva advertencia de que Rocky se ha apalancado siempre en Apollo. Desde el comienzo es el hombre a vencer por su excelencia. Su estatura deportiva convierte la escueta chance de Balboa en hazaña.


El capítulo III, marca el comienzo de un incremento a través del cual Apollo irá revirtiendo en la letra la derrota que Rocky le infligiera en el ring. Luego del desastre con “Clubber Lang”, Balboa entra en crisis. Muere Mick el entrenador (uno de los mejores roles, a cargo de Burgess Meredith junto al personaje de Paulie, por Burt Young), su mujer desaprueba el regreso al boxeo, y el aburguesamiento le ha quitado fiereza. Además, es veterano y mantiene un estilo rudimentario. Apollo entrena a Rocky para el desquite y le enseña a boxear. Se consolida como amigo personal, aunque le pide un favor especial a cambio: una tercera pelea entre ambos, sin público, cuyo final queda fuera de campo. En la cuarta y atrevida versión, el enfrentamiento con Ivan Drago es una cruzada en memoria y honor de Apollo, muerto tras enfrentar imprudentemente al ruso. Muriendo, Creed germina su propia proyección narrativa justo en el punto en el que Rocky comienza a apagarse. A favor de esta idea, basta recordar que las dos versiones siguientes -en las que no aparece ningún Creed- marcan el notorio estancamiento de la serie.


El regreso de Apollo en la piel de su hijo contiene trascendentes torsiones: un sereno Rocky, cuando el joven Creed le pregunta cómo hizo para vencer a su padre, responde que “a Apollo lo venció el tiempo”. Oportuna confesión. También se disuelve el enigma de la tercera pelea en la intimidad: “Ganó él” le dice Stallone/Balboa al “sobrino adoptivo”. Dos comentarios, sigilosamente ubicados, desmontan seis capítulos y derrumban 40 años de certeza. Me entero que Rocky en realidad nunca le ganó a su amigo. El giro es inteligente, necesario, e inevitablemente tardío. Eso lo salva de convertirse en estafa. Los protagonismos juegan este enroque y el personaje de Carl Weathers relega al legendario ídolo de Filadelfia. La impronta de los Creed, lo que podría llamar su mejor consistencia literaria, toma el primer plano.


Por lo pronto, este ingenioso añadido no tenía modo de llamarse Rocky VII. Sus rotaciones reflejan otro cambio menos visible: la dirección del film ha pasado al buen Ryan Coogler, compartiendo el inteligente guión con Aaron Covington. Una elevación (para mí es artísticamente la mejor de todo el ciclo) que no deja de honrar el viejo esfuerzo de Stallone. A Rocky se le adeuda el motor del desarrollo total. Pero ahora Balboa toma la tutela técnica de su “sobrino” y lo conduce a la corona mundial a través de un itinerario razonable.


Adonis Creed, prudentemente concebido, no es ni el guerrero inquebrantable (Rocky) ni el virtuoso seductor (Apollo). Pero tiene lo necesario.

La película también se muestra saludable fuera del ring. Los protagonistas cruzan pendencias afectivas con recíproco provecho. Justamente desde la altura de Creed y dado el carácter industrial de la saga, podía temerse la incubación de un siguiente episodio. Llegó y pronto, en 2018.


Creed II: La leyenda de Rocky conserva la marca en ese subtítulo equizoide, trabado como resguardo. Es interesante la opción y no parece trivial el regreso de Stallone como guionista. Esta segunda embestida de Adonis Creed empalma y condensa todo el pasado narrativo pertinente. Cede y se mecaniza. Tengo el alejamiento del entrenador y su regreso indispensable, la inminente paternidad del héroe en el momento de mayor presión y también la derrota más humillante. El heredero pierde mal ante Viktor Drago, hijo del verdugo de su padre. Por si esto fuera poco, Stallone me arroja un nuevo milagro deportivo, con Creed jugando de visitante en la tierra de los zares.


Le concedo al refrito algunos condimentos dignos de escrutar. Si bien Ivan Drago (Dolph Lundgren) vuelve a la pantalla para ocupar el rincón de su hijo en la primera pelea, en la revancha lo tiene a Rocky Balboa al otro lado del ring. Se reaviva la colisión geopolítica subordinando el logro de Adonis Creed a un curso correlativo. La operación reclama nueva centralidad para Balboa, ratificando los presupuestos anteriores. Dos detalles evitan una repetición ritual avisando que Stallone envejece sin perder astucia: este nuevo hito funda al Barack Obama de la epopeya boxística.


El antiguo oponente del Este -hoy informático y financiero- padece la incorporación del color en la legión libertadora. Asimismo, el filme suelta una escondida faceta de Drago. Conmovido por la golpiza que le propinan a su hijo, arroja la toalla en un gesto que no hubiera encantado a las glorias metálicas del Kremlin: ¿reconocimiento de humanidad o detección de vulnerabilidad?


Como contraste, reaparece Ludmilla Drago (Brigitte Nielsen), impertérrita en su desdén por la derrota y siempre cercana al poder. Me entero que no sólo lo ha abandonado a Ivan -previsible- sino también a Viktor desde la infancia.

En el lado heroico, las mujeres de los boxeadores acompañan estoicamente a sus machucados esposos, además de proteger los frutos extramatrimoniales. La viuda de Apollo, madre adoptiva de Adonis, retoma su calvario en la platea como si lo añorara. (Aquí el sexismo pone en riesgo la empatía femenina que hoy bien podría virar hacia la radiante autonomía de Ludmilla). El mazazo aleccionador se corona recomponiendo la relación de Rocky con su propio hijo, por sabia mediación del “sobrino”.


Si en la presumible continuidad prevalece la tenacidad de don Sylvester, el próximo retador de Creed podría ser un boxeador chino afecto a la ingesta de vampiros hervidos. Pero incluso en ese exceso, no tendrá chances de enderezar un rumbo que ya ha cambiado de apellido. Prodigio del cine: El viejo duelo, procurando sobrevida, se ha escapado de la pantalla.

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