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Foto del escritorMariano Colalongo

Langosta: la posthumanidad o la animalidad solitaria


Los universos paródicos, apriorísticos, herméticos, la extrañeza dramática, la frialdad escénica y el humor negro de Lanthimos-Filippou componen todo lo que un filósofo necesita para describir una experiencia estética. El amor y la animalización, el lenguaje y la violencia, la muerte y la profanación —que forman parte de su épica— convocan, naturalmente, a la filosofía.



Apuntes filosóficos sobre el cine de Yorgos Lanthimos:

Somos, cuando filosofamos, como salvajes, hombres primitivos que oyen los modos de expresión de hombres civilizados, los malinterpretan y luego extraen las más extrañas conclusiones de su interpretación.

Wittgenstein, Investigaciones filosóficas (1953),



I. Cine y filosofía


Las relaciones entre cine y filosofía tienen al menos dos destinos: o tomamos al cine como ejemplo de la filosofía o pensamos producir tesis filosóficas con el cine. Si bien un camino no excluye al otro, y puede haber cruces paradigmáticos, es más interesante para un filósofo preguntarse qué afirma esta película sobre el amor, que ¿me sirve esta película para mostrar Platón?; ésta pregunta se responde conociendo a Platón, aquélla, esforzándose por proponer un concepto a partir de las imágenes.


Es atrayente aunque poco académica esta idea de presentar un concepto a partir de las imágenes. Los académicos siempre insisten en que tal concepto no es universal, en que no hay adecuación entre la definición y la extensión, buscando mediar normativamente entre la palabra y el fenómeno. Sin embargo, lo dice el mismo Aristóteles, existe ese tipo de universalidad estética que es del orden de la posibilidad y la verosimilitud, el caso posible para cualquiera. Al arte se lo puede vivir conceptual y universalmente porque los conceptos del arte expresan ese tipo de universalidad de lo posible (aunque esta categoría ya no se defina, como quería Aristóteles, por lo verosímil —la referencia indirecta y mediatizada a lo real—, sino por algo justamente tan distinto como un juego de lenguaje o una forma de vida), como decía entrecortadamente Ludwig Wittgenstein.


El arte nos muestra ese universo de lo posible. Con la filosofía buscamos esclarecerlo o superabundarlo. El arte nos presenta una novedad, una experiencia estética, con la filosofía sólo podemos reescribirla, instalarla en otro juego de lenguaje, esclarecerla o embarullarla.

II. Lanthimos, la langosta, la parodia


Inquietante, el cine de Yorgos Lanthimos. No está claro si Lanthimos o su guionista Efthimis Filippou tuvieron en cuenta la filosofía, pero sus temas y modos parecen afirmarlo. Aunque mencionemos sus películas anteriores aquí nos ocuparemos principalmente de la última, Langosta (The Lobster, 2015). He leído críticas que la tildan de pretenciosa (“aunque magistral al inicio, fatal en su segunda hora”) y me gustaría defenderla porque, mientras se queda dormida, esa gente afirma que Lanthimos ha agotado sus recursos. Contra esa opinión diremos que Langosta es estéticamente su obra más acabada y que, principalmente, no sólo muestra cierto contexto filosófico contemporáneo sino que produce enunciados novedosos y paralógicos dentro de ese contexto. Contra la crítica de cine afianzada en el enjoy y en el like, oponemos humildemente esta idea: la nueva película de un realizador es relativa a las anteriores y, en cierto sentido (sentido que debería preocupar al crítico), compone un léxico más acabado.


Las primeras escenas de Langosta tienen una gran carga sintética e icónica. Llueve. Una mujer solitaria detiene su automóvil. Se acerca a una pareja de burros que pastaba tranquilamente al costado del camino y mata a uno de ellos con tres disparos. (¿Por qué ese martillazo inicial, esa crueldad a sangre fría?). Título. Inicia. David (Colin Farrell), el protagonista, se encuentra sentado en el sillón de su casa con su perro. Una voz en off de mujer habla a David (por el desenfoque de cámara parece que estuviera hablándole el perro). Suena un timbre. Lo han venido a buscar. Se lo llevan al Hotel. Allí se encuentra con la recepcionista. Burocráticamente le hace preguntas mientras llena el legajo de David, que desde ahora será llamado ni más ni menos que “Habitación 101”. La recepcionista aclara las reglas: dice que durante su estadía de 45 días se encuentran prohibidos la bisexualidad (por problemas administrativos), el uso de las canchas de vóley y de tenis (reservadas sólo para parejas), y permitidas las de squash y golf (que son individuales). Le asigna una habitación simple y, si logra formar una pareja, le promete a David una doble. ¿Por qué David termina allí? Porque ese Hotel es el lugar para que los solteros encuentren pareja y se restablezcan dentro del orden social. Aunque Lanthimos no represente los vestigios materiales del apocalipsis (imágenes oníricas de monos en ciudades destruidas), Langosta nos introduce, de la mano del concepto de pareja, en un universo narrativo propio de la distopía.


III. Distopía


La distopía, antiutopía o, utopía negativa, es el recurso narrativo para plantear una sociedad futura peor. Una consecuencia indeseable es lo que da sentido a este tipo de relatos. Son discursos escatológicos que se estructuran alrededor de ideas como el fin de la historia, del hombre y de la sociedad. Mantienen, por eso mismo, una abierta relación política con el presente, señalan las consecuencias virtuales de un actual modo de vida. Pero si las utopías positivas presentan abiertas rupturas con el curso de la historia, las negativas pretenden, al contrario, establecer una continuidad. Sus tesis refieren más al camino por el cual nos hemos extraviado que el que deberíamos haber tomado. Mientras las utopías positivas han sido construidas a lo largo de la historia (hay utopías en Platón, San Agustín, Moro, Campanella, Bacon) como relatos de la filosofía política en torno a la idea de una sociedad justa, las utopías negativas comienzan a proliferar en el ámbito de la literatura de fines del siglo XIX (por ejemplo, algunas obras de H.G. Wells), cuando las luces encendidas por el positivismo ya se han apagado, el liberalismo no encuentra cómo salir de sus trabas y los totalitarismos surgen en el horizonte. Desde allí y durante todo el siglo XX, la distopía siempre resultaría más interesante que la utopía. Gianni Vattimo (1991) sostenía que el apogeo de las antiutopías expresa el crepúsculo de la modernidad. En una visión muy heideggeriana, las antiutopías presentan esos escenarios escatológicos de una época en que, confiando ciegamente en la razón y el progreso, la humanidad se ha extraviado en la instrumentalidad y termina por cosificarse, reproduciendo tecnológicamente la vida. Según el filósofo de Turín, esa cosificación y reproducción produce en el hombre una actitud de distanciamiento, frialdad, cinismo, ironía y cierta nostalgia —por la época en que las acciones tenían sentido— ante los sucesos del presente. Las antiutopías, si bien muestran escenarios indeseables, también nos muestran algo positivo: 1) lo peor, el fin de la historia, ya ha sucedido y 2) ese mundo “progresado”, al estar en ruinas, produce una situación de “ironía-nostalgia” que es una forma de “liberación”.


IV. Colmillo, o “el lenguaje se va de fiesta”


Con Colmillo (Kynódontas, 2009), Lanthimos saltó a la fama y ganó algunos premios internacionales, como un Certain regard de Cannes en 2009. Como sucede casi siempre que algún artista tiene un gran éxito con alguna obra que, como en este caso, resulta a su vez muy perturbadora, la recepción pide más. Pero, a juicio de gran parte de la crítica, ni con Alps (Alpeis, 2011) ni con Langosta, Lanthimos ha logrado lo que lograra con Colmillo.


En Colmillo, Lanthimos nos cuenta la historia de una familia constituida por tres hijos y sus padres. Viven lejos de la ciudad a la que el padre se dirige todas las mañanas a trabajar. Los hijos han vivido encerrados en la casa, rodeada por un amplio parque con una piscina, cercada en su perímetro por un alto muro. Igualmente, aunque el cerco tuviera veinte centímetros a los hijos no se les ocurriría escapar, porque el padre (Christos Stergioglou) ha tejido un plan macabro y perfecto quitándoles el deseo de hacerlo. Lo logra sin aplicar golpes ni inyecciones. Más bien ha utilizado una violencia silenciosa basada en el lenguaje, construyendo un léxico en el que sencillamente se rompe con el significado —o el uso convencional, social— de las palabras. Si la palabra que los hijos preguntan es “vagina”, el significado que los padres ofrecen es “una lámpara grande”; “avión”, “un juguete”; “zombies”, “unas plantas amarrillas que crecen en el patio”; “teléfono”, “un salero”; “excursión”, “un material muy fuerte para fabricar pisos”. Así, el encierro físico queda garantizado por el encierro en el lenguaje —un doble o triple grillete, una jaula sobre la Gran Jaula—.


Como dice el propio Lanthimos en una entrevista, el padre, para protegerlos del mundo hostil, les ha quitado a los hijos “la posibilidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso”, encerrándolos en una inocencia crónica y enferma.

Cuenta Lanthimos que se le ocurrió la idea tras una charla con amigos, cuando estos planeaban tener hijos y formar familia. En tal ocasión, Lanthimos interrogaba a sus amigos si no pensaban que estuvieran equivocándose, y notaba que estos se defendían como si los estuviera atacando. Esta actitud defensiva es, sin duda, la que encarna el padre que, con las mejores intenciones de proteger a su familia, decide armar ese cerco físico y del lenguaje. Christina (Anna Kalaintzidou) es la única persona que termina por abrir este círculo vicioso. Empleada de seguridad en su fábrica, el padre la lleva hasta su casa con los ojos vendados para que realice trabajos sexuales con su hijo. Sin embargo, tras algún intento fallido con el chico, Christina establece una relación con su hermana mayor, quien termina lamiéndole el clítoris a cambio de una película en VHS. El ingreso de Christina en la trama desata una serie de acontecimientos violentos, incestuosos, inexplicables, que irán perpetrando el abierto desenlace… la hija mayor, tras la relación con Christina, se encierra en el baño y se arranca un colmillo con un martillazo. Obedece ciegamente una regla, ya que el padre les había explicado que podrían salir de la casa sólo cuando se les cayera un colmillo. Sólo después la hija se mete en el baúl del auto.


Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo, decía Wittgenstein en Tractatus Logico Philosophicus (5.6) de 1921. Esto quiere decir, entre otras cosas, que las palabras que utilizamos describen el mundo que habitamos, que sólo puedo nombrar las cosas que están dentro de mi mundo, y que las cosas que caen fuera de mi mundo están fuera de mi lenguaje y son innombrables.

Los hijos en Colmillo desnudan esa realidad: los límites de su mundo están conformados, más que por el cerco perimetral, por el léxico enseñado por el padre. Más tarde, en las Investigaciones filosóficas (1953), Wittgenstein abandonaría el proyecto de encontrar la estructura oculta del lenguaje sobre la cual elaborar un lenguaje lógico ideal, pero propondría la muy influyente noción de los “juegos de lenguaje”. En Investigaciones filosóficas no hay una estructura oculta del lenguaje, sólo hay múltiples, abundantes juegos de lenguaje. Es importante recordar que los juegos de lenguaje se dan inmersos en formas de vida y que, a la inversa, las vidas sólo toman forma a partir de los juegos de lenguaje. Tal como los niños aprenden —jugando— la lengua materna —ostensiva, mostrativamente (“esto es azul”, “esto es blanco”)—, de la misma manera se incorpora el resto del lenguaje. Porque lo que aprenden los niños no son “significados” sino más bien el uso de unas reglas de un juego de lenguaje.


Pedagógicamente, más allá del significado —dado por el uso— se aprenderían reglas como la nominación, la sintaxis, la semántica, la pragmática y, por último —aquí estarían Lanthimos y Wittgenstein— la perversión de todas ellas. Aquí, la palabra “regla” es fundamental: las reglas, dentro de un juego, establecen lo permitido y lo prohibido. Justamente, al jugar un juego que está inmerso en una forma de vida, el uso de las palabras se vuelve normativo, influyendo en la constitución del hablante. Que en Colmillo el padre logre que sus hijos se pongan a ladrar y actuar como perros para ahuyentar a los malignos gatos que se han comido al supuesto hermano mayor es una buena prueba de la eficacia normativa de la regla de un juego de lenguaje. Y si extrapolamos esta historia familiar —tan en sintonía con la del “monstruo de Austria”— a otras dimensiones donde también interviene la autoridad y el autoritarismo (tal como una ciudad, una provincia o un país), Lanthimos y Filippou, con su léxico enrarecido y la universalidad de lo posible, habrán construido un relato o una descripción de la ideología de todo poder hipostasiado y totalitario.


En definitiva, podemos ver a Colmillo como un relato sobre la educación, la domesticación del animal, el lenguaje y la violencia. No es poca cosa si ahora pensamos en Langosta (que trata sobre la vida en pareja o la animalización), pues el lenguaje es eso que desde siempre los filósofos han pensado como condición necesaria para ser humano. El lenguaje es el enigma o la diferencia que nos separa del animal. En la tradición humanista clásica, decía Pe-ter Sloterdijk, el hombre no es más que un animal con cierto “suplemento espiritual” (la lectoescritura). El asunto más terrible, más profundo y superficial es que, además, sólo podemos reconocer algo de aquel “suplemento” por el lenguaje, y no hay otro dato de ese supuesto “espíritu” si no es dentro del lenguaje. De esta manera, del lenguaje, en el lenguaje y para el lenguaje, la animalidad original que hemos abandonado nos enfrenta a la situación del animal de zoológico encerrado en la Gran Jaula del lenguaje. El contexto distópico nos enfrenta con los dictámenes de una sociedad y un Estado totalitarios, pero además a la idea de fin de la historia, del mundo ya progresado.


V. Langosta


—¿Por qué una langosta?

—Porque las langostas viven más de cien años. Tienen sangre azul como los aristócratas. Y se mantienen en pareja toda la vida.


Langosta es una distopía en la que los solteros son enviados a un Hotel en el cual, en un plazo de 45 días, deben conseguir pareja pues, de lo contrario, serán convertidos en animales. El contexto distópico nos enfrenta con los dictámenes de una sociedad y un estado totalitarios, pero además a la idea de fin de la historia, del mundo ya progresado. La disyunción “o solitario o en pareja”, por su parte, nos enfrenta a las vicisitudes de la elección de un modo de vida, en el que uno es perseguido, no aceptado. El pasaje del hombre al animal, por último, nos enfrenta al problema filosófico del hombre al final de la historia. Según parece, como en otra ocasión ocurría con los libros Fahrenheit 451 o la ancianidad (Soylent Green, 1973), en Langosta son los solterones y los solitarios quienes se han vuelto sospechosos. El Estado, antes de devolver a estas personas a la vida natural como animales, les da una última chance de armar una vida en pareja.


Está claro que esta ficción orwelliana no trata sobre el amor, ni siquiera sobre la conveniencia, que eran el fundamento de las relaciones de pareja en la sociedad heredada del humanismo, sino más bien, por su característica distópico, sobre una biopolítica de las relaciones interpersonales en un contexto post-histórico.

Alexandre Kojève decía que la post-historia es ese tiempo en que la historia ya está acabada, cuando ya no es posible concebir las acciones de los hombres como negadoras de lo dado ni, por lo tanto, al individuo como un ser libre. Al final de la historia, decía Kojève, “el hombre sigue viviendo como un animal que se encuentra de acuerdo con la Naturaleza”. Este mundo y este amor ya progresados de la sociedad post histórica representada en Langosta, nos habla de aquello que sostenía Kojève: el arte, el amor, el juego siguen existiendo tras el fin de la historia, pero sin encanto, sobreviven como “valores completamente formalizados, es decir, completamente vacíos de todo contenido humano”. En Langosta hay un claro ejemplo cuando el grupo de solitarios que viven exiliados en el bosque bailan música electrónica para distenderse ya que, conforme a la convicción grupal de sostener la soledad, es la música la que les permite bailar sin tocarse ni tener contacto humano. O cuando David y la miope (Rachel Weisz), la pareja que termina formando clandestinamente entre los solitarios, se construyen un lenguaje de señas (“cuando giramos nuestra cabeza hacia la izquierda, eso significa «te amo más que a nada en el mundo», cuando cerramos un puño y lo colocamos detrás de nuestra espalda significa «vamos a coger»”). Muchas interacciones en las películas de Lanthimos tienen esta característica: la formalización, el estereotipo, una gestualidad cuidada pero grotesca, cierto extrañamiento o distanciamiento en las interpretaciones actorales apoyadas en la frialdad de una regla.


Seguramente con Langosta se pueda hacer un análisis mucho más amplio y prolijo (esa teoría de emparejamiento por similitudes…), pero se hizo tarde. Casi ni mencioné los pormenores de una trama abigarrada y barroca. Pero si las distopías, como decía más arriba, llaman la atención sobre el modo de vida presente, la vida en pareja no solamente va a imponerse totalitariamente en el futuro sino que constituye un problema en el presente, al menos en el universo discursivo de Lanthimos. Está en nosotros, que ya fuimos avisados por el griego, tomar una decisión, elegir una pareja o un animal que nos libere del lenguaje y restituya nuestro deseo al mundo natural (y no a otro deseo, mucho menos al deseo de ser deseado). Como animales, como diría el viejo Kojève, si bien no seremos “felices” (heureux), al menos, cada tanto, podremos estar “contentos” (contents).

(*) El siguiente artículo forma parte de La imagen primigenia, el primer libro en papel publicado por La Cueva de Chauvet

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