Inglaterra inaugura nueva primera ministra británica, Liz Truss, al mismo tiempo que pierde a la Reina Isabel II. Tiempos difíciles con crisis energética en toda Europa, inflación en el Reino Unido y varias prescripciones políticas para abordar. Los monarcas británicos son famosos por ser agnósticos, al menos públicamente, en lo que respecta a la elaboración de políticas. Por primera vez, en su reinado de siete décadas, la reina había saludado a la primera ministra, en algún lugar que no fue el Palacio de Buckingham (Castillo de Balmoral, Escocia), con su salud como motivo. Por supuesto, esto abre muchas preguntas sobre la salud de la Monarquía como institución.
Es difícil no pensar que es un momento de mucha fragilidad en la historia de Inglaterra. Desde mediados del siglo XX, la única fuente obvia de continuidad y estabilidad estuvo dentro de la persona de la reina Isabel. Así que sospecho que incluso para las personas que no aprueban la monarquía o que realmente no les importa quién la suceda en el trono, habrá un grado en el que su fallecimiento sea profundamente inquietante.
La reina Isabel II se mantuvo 26.000 días en el trono de Inglaterra. Es raro ponerlo en esos términos. La idea de monarcas y monarquías parece pintoresca, anticuada y casi absurda en la tercera década del siglo XXI; ¿cómo comprender la reverencia por la monarquía del inglés nacido libre?
Sí, Gran Bretaña es una sociedad famosa por su conciencia de clase, y una cultura y estilo de vida rudimentarias y descaradas que parecen totalmente en desacuerdo con el protocolo, la pompa, la riqueza y los adornos de la realeza. Al mismo tiempo, la familia real estuvo envuelta en un sinnúmero de escándalos, golpeada a lo largo de los años por dramas desagradables: Charles y Diana, Charles y Camilla, el príncipe Andrew y Jeffrey Epstein. Basta con escribir en cualquier buscador “familia real inglesa”, basta con decir que la familia real mantiene el negocio de las noticias del espectáculo sin necesidad de recurrir a otros ricos o famosos.
Además del escándalo real, hubo ríos de tinta e incluso un largometraje (The Queen) dedicado al fracaso de la propia reina para captar el momento posterior a la muerte de la princesa Diana en 1997 y conectarse más íntimamente con sus súbditos. Y cualquiera que haya visto la serie de Netflix The Crown habrá visto un tratamiento amplio y detallado del funcionamiento interno —no tan delicado— de la familia real. ¿Por qué, entonces, hay millones de ciudadanos británicos, de todas las edades, que derramaron lágrimas, se unieron a vigilias y dejaron flores a las puertas del Palacio de Buckingham? La respuesta simple puede ser: se trata del monarca, no de la monarquía. Por un lado, la reina Isabel ha sido un elemento fijo, en todos los sentidos de la palabra. "Es casi como si el Big Ben se hubiera ido", dijo el editor de Grid y anterior jefe de CNN en Nueva Delhi, Nikhil Kumar. “Su fallecimiento se siente casi como si hubiera desaparecido un hito nacional”.
Si eso suena como una hipérbole, consideremos cuánto tiempo estuvo en su lugar este "punto de referencia" en particular. Como princesa, Isabel caminó por las calles de Londres durante el bombardeo alemán del país. Ascendió al trono cuando Winston Churchill era el primer ministro de Gran Bretaña y Harry Truman era el presidente de los Estados Unidos. Joseph Stalin y Mao Zedong estaban al frente de la Unión Soviética y China. Un “accesorio”, como el hecho de que los sellos y la moneda del reino lleven la imagen de la reina. “Te inclinas ante tu monarca y, sin embargo, sostienes su cabeza en tu mano y la usas para pagar las verduras”, recordó The Economist a sus lectores, en una frase memorable.
“Accesorio”: mientras la agitación iba y venía, tanto para su país como para su familia, la reina Isabel II optó por un estoicismo constante y tranquilo. Unas pocas palabras cuando era necesario. Si la crisis del momento parecía desalentadora, la reina podía (y a menudo lo hacía) decirles a sus súbditos que la nación había pasado por cosas peores. En las ocasiones en que eligió dirigirse al pueblo británico, después de los ataques terroristas de julio de 2005 en Londres y en los primeros días de la pandemia de covid-19, por nombrar dos ejemplos relativamente recientes, este fue su mensaje: "Llegaremos al otro lado". Eso, y una versión real de la expresión básica británica: "Keep Calm and Carry On”, la frase que se usó por primera vez en los carteles previos a la guerra en 1939. La reina había pasado por todo.
En el 50, 60 y este año el 70 aniversario de su reinado, multitudes abarrotaron las celebraciones. Sí, es posible que hayan ido por el entretenimiento, este año, Queen, Rod Stewart, Duran Duran y Diana Ross, pero también fueron en su honor. El imperio ya no existía, el número de "súbditos de la reina" había disminuido, y la propia Gran Bretaña era, en muchos sentidos, un lugar completamente diferente al que tenía cuando se convirtió en reina. Por un lado, el país es mucho más diverso y multicultural ahora: tres altos ministros en el nuevo gabinete de Truss son personas afrodescendientes. Pero si bien los miembros de esas comunidades pueden no amar a la monarquía (tienen demasiadas razones para no hacerlo), muchos llorarán a la reina. La “Commonwealth of Nations” se encuentra sumida en un momento de profundas discordias políticas y profundas críticas al gobierno, en todos sus niveles. Es difícil para el pueblo británico comprender qué vendrá después.
Las encuestas muestran que 6 de cada 10 británicos están a favor de mantener la monarquía. Esa no es una gran mayoría, y la trayectoria no es buena, dado que las encuestas han mostrado, tal vez como era de esperar, menos apoyo entre la generación más joven.
La mayoría de los británicos, independientemente del color político al que pertenecen, están en contra de la idea de que la gente pueda nacer para gobernar. Que la gente, por la familia en la que nace, pueda ser jefe de Estado.
La posición casi totalmente formal del Monarca en el sistema de gobierno británico y el hecho de que las convenciones le impiden ejercer los poderes que legalmente poseía, plantea la pregunta de por qué no se debe abolir la realeza en Gran Bretaña. Para algunas personas la Monarquía no parece valer lo que cuesta a la nación. A unos cuantos más les parece un anacronismo político. Pero el hecho real es que la gran masa del pueblo británico no está dispuesta a ver desaparecer la realeza.
La película de Stephen Frears, The Queen (2006), mostró el dilema de la reina, luego de la muerte de la princesa Diana. Los planos iniciales muestran el rostro de Helen Mirren mientras su personaje se prepara para ser vista. Ella es la reina Isabel II, y lo sabemos de inmediato. El parecido no es meramente físico, sino que encarna la naturaleza misma de la Isabel con la que creció la sociedad británica: una mujer reservada que asume su papel público con gran seriedad. Elizabeth se prepara para reunirse con Tony Blair (Michael Sheen), el nuevo primer ministro laborista que acaba de ser elegido de forma aplastante. Vemos a Blair preparándose para la misma reunión. Su elección supuso un cambio fundamental en la vida política británica después del thatcherismo y, en ese momento, Gran Bretaña se encontraba en el umbral de un cambio incierto y tumultuoso. Contada con escenas tranquilas de comportamiento correcto y discurso cauteloso, es una historia cautivadora por sus pasiones opuestas, de la gélida determinación de Isabel por mantener a la familia real separada y al margen de la muerte de Lady Di, quien legalmente ya no era una royal, y de la lectura correcta de Blair del estado de ánimo del público, que exigía algún tipo de expresión pública de simpatía de la corona por "La princesa del pueblo".
La historia se cuenta en pequeñas escenas de conflicto personal. Crea una extraña sensación de que se conoce lo que sucede entre bastidores en la monarquía. Si lo pensamos, la trama está centrada en dos mujeres fuertes, leales a las doctrinas de sus creencias sobre la monarquía, y un hombre que es mucho más pragmático. ¿Cuáles fueron las decisiones al pensar el guion?
Contar una serie de escándalos, de chismes de celebridades o centrarse en una trama hipnótica de dos puntos de vista sobre el mismo evento. Stephen Frears realizó varias películas sobre conflictos y armonías en el sistema de clases sociales británico (My Beautiful Laundrette , Dirty Pretty Things, Prick Up Your Ears). El guion es intenso, enfocado, culto, observador.
La obra de teatro de Peter Morgan The Audience (2013) mostraba las reuniones semanales de la monarca con sus primeros ministros. En una obra que zigzaguea de un lado a otro a lo largo de 60 años de reinado y muestra a ocho de los doce primeros ministros con los que trató la Reina (aunque no a Tony Blair). Morgan especula con libertad sobre lo que se dijo—o no se dijo— en esas reuniones de las que no se guardan registros. Isabel es retratada actuando a menudo como terapeuta de sus ministros: ofrece un pañuelo a un lloroso John Major (un Paul Ritter muy divertido) y aconseja dormir y descansar a un paranoico Gordon Brown (un altamente plausible Nathaniel Parker). Quizás el problema radica en que cuesta ver en dónde está el conflicto. Morgan nos demuestra la sabiduría práctica de la Reina, limitando el alcance del conflicto. En todo caso, podemos ver cómo fue que Isabel fue adquiriendo experiencia política en las densas arenas londinenses.
Y lo que resulta más interesante es la mirada profunda sobre las diversas capas de la simulación y, al mismo tiempo, la enorme soledad del Poder...
... Aunque eso debería ser parte de otro ensayo, uno en el que pudiéramos comparar la literatura, el teatro y la cinematografía en torno al problema de la soledad, el encierro y la locura de los lugares del Poder.
Y se la ha mostrado en una luz generalmente positiva y comprensiva tanto en la aclamada serie dramática de Netflix The Crown (2016-2022). Preguntar a los británicos su opinión sobre The Crown es como preguntar qué piensan de la familia real y de la monarquía; les gusten o los detesten, todos tienen una opinión. Si bien la serie explora hechos reales y es elogiada por su atención a los detalles, en el fondo es una dramatización que presenta conversaciones ficticias. Como resultado, muchos periódicos escribieron largas columnas verificando los hechos del programa y criticando las licencias dramáticas de Peter Morgan.
El gobierno británico expresó sus preocupaciones sobre las tramas de la serie, aunque es difícil no pensar que sólo se trata de un ardid y que las “preocupaciones” del gobierno británico son claramente falsas. Las quejas oficiales a Netflix son actuaciones políticas.
Todo esto debería explicar por qué tantos británicos se alteran cuando este programa se equivoca en su historia. No está mal preocuparse por la verdad histórica o por quién escribe el primer borrador de la historia. Especialmente cuando un gigante de los medios globales transmite planos melodramáticos a una audiencia cautiva y encerrada. A todos nos encantaría que el mundo estuviera mejor educado en el pensamiento crítico, o que se leyera la historia académica en todas las escuelas. Pero siendo realistas, las narrativas simplistas siempre se arraigan en las Historias Nacionales y no hay Nacionalismo al que no lo seduzca explotar la dualidad y las visiones sin matices.
La obra de Mike Bartlett, King Charles III (2014) anticipó una crisis constitucional, aproximándonos a dramaturgos como Shakespeare y Chéjov que nos demostraron cuán traumática puede ser una transferencia de poder. Bartlett, en su obra especulativa, mostró al nuevo monarca, incluso antes de su coronación, negándose a dar el asentimiento real a un proyecto de ley que restringía la libertad de prensa. La decisión provoca una crisis constitucional, desencadena un conflicto civil y conduce a la destitución de Carlos por parte de Guillermo y Catalina, quienes ascienden al trono conjuntamente. Dada la pompa y el boato que rodearon la ascensión al trono de Charles y las multitudes que abarrotaban el Mall, el guion de Bartlett ahora parece fantasioso. Aunque la obra plantea un problema serio: ¿qué sucederá cuando las convicciones más profundas de Carlos III vayan en contra de la política del gobierno? La búsqueda de esas ideas sin duda provocaría una crisis de conciencia para el nuevo rey. Incluso si no condujeran a la abdicación, indudablemente provocarían fricciones en sus reuniones semanales con el primer ministro recién instalado. Como un apasionado de Shakespeare, el rey Carlos también sabe que la transición de poder en el pasado siempre estuvo plagada de peligros. El mismo Bartlett invoca la escena de la deposición de Westminster Hall de Ricardo II, intensamente conmovedora. Se trata del reconocimiento del Rey Ricardo de que debe entregar el poder a Bolingbroke y su renuencia a hacer el gesto final. “Pensé que habías estado dispuesto a renunciar”, dice el impaciente Bolingbroke. "Mi corona soy, pero mis penas siguen siendo mías", responde Ricardo. “Puedes deponer mis glorias y mi estado, pero no mis penas; Todavía soy el rey.”
La obra juega con el drama shakespeariano de la naturaleza traumática de la transición real como en King Lear. De hecho, el dilema de Carlos III es casi el inverso al de Lear: para alcanzar el estatus de monarca se ve obligado a sacrificar el poder que emana de la libertad de expresión.
Mirando hacia atrás en la historia del teatro, es fascinante ver con qué frecuencia las obras tratan sobre la transición del poder, ya sea político, social o económico. Un ejemplo inquietante es el clásico español de 1635 de Pedro Calderón de la Barca, La vida es un sueño, que explora el destino de un príncipe polaco que ha estado encarcelado desde su nacimiento debido a las profecías de que se convertiría en un tirano. Liberado de la cárcel, el príncipe cumple con las más terribles advertencias y, aunque la obra termina felizmente, tiene una extraña cualidad fantasmagórica que lleva al príncipe a preguntarse: “¿Qué es esta vida? ¿Una fantasía? ¿Un premio que buscamos con tanta ansiedad que resulta ser ilusorio?".
Podría decirse que la mejor obra del siglo XX, El jardín de los cerezos de Chéjov, es más terrenal porque abarca la transición social, geográfica y económica. Pero el genio de Chéjov fue demostrar que hay algo a la vez cómico y doloroso en la forma en que una aristócrata rusa se ve obligada a aceptar la venta de su amada finca en el campo a un astuto hombre de negocios. Para los sentimentalistas anglosajones, la obra a menudo parece un lamento por una forma de vida perdida, pero Chéjov, con una precisión brutalmente cómica, en realidad está lidiando con la inevitabilidad del cambio. Esto puede parecer muy lejos del Rey Carlos III de Bartlett, pero todas estas obras, ya sea de Shakespeare, Calderón o Chéjov, tratan sobre un momento de transición histórica y sobre cómo el poder pasa de una generación a la siguiente. Bartlett insinúa que, en el caso de Carlos III, los principios férreos del nuevo rey podrían provocar fácilmente una crisis constitucional. Habrá que ver.
El mismo reinado de Isabel fue un resultado tardío de la crisis de la abdicación de 1936, el evento real definitorio del siglo XX. La inesperada abdicación de Eduardo VIII empujó a su tímido y tartamudo hermano menor, Alberto, al trono como rey Jorge VI. Poco después, asumió el papel de figura decorativa de la nación durante la Segunda Guerra Mundial. La guerra fue la experiencia formativa más importante para su hija mayor, la princesa Isabel. Su experiencia como mecánica automotriz en el ATS (Servicio Auxiliar Territorial – servicio militar femenino) le permitía afirmar legítimamente haber participado en lo que se ha dado en llamar “la guerra popular”.
La experiencia le dio un toque más natural y común que cualquiera de sus predecesores. Cuando, en 1947, se casó con Philip Mountbatten, quien se convirtió en duque de Edimburgo (y murió en abril de 2021 a la edad de 99 años), su boda fue aprovechada como una oportunidad para alegrar una vida nacional que aún estaba bajo las garras de la austeridad y el racionamiento de la posguerra.
Isabel II heredó una monarquía cuyo poder político había ido disminuyendo constantemente desde el siglo XVIII, pero cuyo papel en la vida pública parecía, en todo caso, haber cobrado cada vez más importancia. Se esperaba que los monarcas del siglo XX realizaran deberes ceremoniales con la debida gravedad y se relajaran lo suficiente como para compartir y disfrutar los gustos e intereses de la gente común.
La elaborada coronación de la Reina en 1953 logró un equilibrio de ambos roles. La antigua ceremonia se remonta a los orígenes sajones de la monarquía, mientras que su decisión de permitir que fuera televisada la llevó a las salas de estar de la gente común con la última tecnología moderna.
A partir de ese momento, el ceremonial real sería democráticamente visible, e irónicamente cada vez mejor coreografiado y más formal que nunca.
La Reina pasó a revolucionar la percepción pública de la monarquía cuando, a instancias de Lord Mountbatten y su yerno, el productor de televisión Lord Brabourne, accedió a la película de la BBC Royal Family (1969). Era un retrato notablemente íntimo de su vida hogareña, que la muestra desayunando, haciendo una parrillada en Balmoral y visitando las tiendas locales.
La investidura de Carlos como príncipe de Gales el mismo año, otro evento televisivo real, fue seguida en 1970 por la decisión de la reina durante una visita a Australia y Nueva Zelanda de romper con el protocolo y mezclarse directamente con la multitud que fue a verla. Estos “paseos” pronto se convirtieron en una parte central de todas las visitas reales.
El punto culminante de la popularidad de la Reina a mitad del reinado llegó con las celebraciones del Jubileo de Plata de 1977, en las que el país se vistió de rojo, blanco y azul en fiestas callejeras al estilo VE Day. Le siguió en 1981 la enorme popularidad de la boda en la Catedral de San Pablo del Príncipe Carlos con Lady Diana Spencer.
Las siguientes décadas fueron mucho más difíciles. La controversia a principios de la década de 1990 sobre la exención del impuesto sobre la renta de la Reina obligó a la Corona a cambiar sus arreglos financieros para pagar como todos los demás. Los chismes y el escándalo que rodearon a los jóvenes miembros de la realeza se convirtieron en divorcios para el príncipe Andrés, la princesa Ana y, lo que es más dañino, para el príncipe Carlos. La Reina se refirió a 1992, el apogeo de los escándalos, como su annus horribilis.
Las revelaciones sobre la miseria que la princesa Diana había soportado en su matrimonio presentaron al público una imagen mucho más dura y menos comprensiva de la familia real, que pareció reivindicarse cuando la Reina calculó erróneamente el estado de ánimo del público después de la muerte de Diana en 1997. Su instinto fue seguir el protocolo, quedándose en Balmoral y manteniendo a sus nietos con ella. La actitud parecía de una frialdad espantosa para un público hambriento de demostraciones públicas de emoción y tristeza. "¿Dónde está nuestra Reina?" exigió The Sun, mientras que el Daily Express la llamó a "¡Demuéstranos que te importa!", insistiendo en que rompiera con el protocolo y volara la bandera del Reino Unido a media asta sobre el Palacio de Buckingham. Nunca desde la abdicación la popularidad de la monarquía se había hundido tanto.
Atrapada brevemente por este notable cambio en el comportamiento público británico, la reina pronto recuperó la iniciativa, dirigiéndose a la nación por televisión e inclinando la cabeza ante el cortejo fúnebre de Diana durante un servicio inteligentemente televisado, concebido y coreografiado.
El enorme, aunque inesperado, éxito de su Jubileo de Oro de 2002, que fue inaugurado por la extraordinaria vista de Brian May interpretando un solo de guitarra en el techo del Palacio de Buckingham, demostró hasta qué punto recuperó rápidamente el apoyo del público. Cuando Londres fue sede de los Juegos Olímpicos de 2012, estaba lo suficientemente segura de su posición como para acceder a aparecer en un memorable cameo irónico en la ceremonia de apertura, cuando pareció lanzarse en paracaídas en la arena desde un helicóptero en compañía de James Bond.
La reina Isabel mantuvo la corona por encima de la política partidaria, pero siempre estuvo plenamente comprometida con el mundo político. Una firme creyente en la Commonwealth, incluso cuando sus propios primeros ministros habían perdido la fe en ella durante mucho tiempo, medió en disputas entre los estados miembros y brindó apoyo y orientación incluso a los líderes de la Commonwealth que se oponían firmemente a su propio gobierno.
Sus primeros ministros a menudo rindieron homenaje a su sabiduría y conocimiento políticos. Estos fueron el resultado tanto de sus años de experiencia como de su diligencia en la lectura de documentos estatales. Harold Wilson —Primer ministro y líder del Partido Laborista de 1963 a 1976— comentó que asistir a la audiencia semanal sin preparación era como ser sorprendido en la escuela sin haber hecho la tarea. Su relación con los primeros ministros no estuvo exenta de problemas: era un secreto a voces que su relación con Margaret Thatcher era extremadamente compleja.
La Reina y el Duque de Edimburgo a veces se opusieron al uso político que los gobiernos les daban. En 1978 no estaban contentos con que el entonces secretario de Relaciones Exteriores, David Owen, los obligara a recibir al dictador rumano Nicolae Ceausescu y su esposa como invitados en el Palacio de Buckingham.
La Reina podía actuar con efectos muy positivos en las relaciones internacionales, proporcionando a menudo la afirmación ceremonial y pública del trabajo de sus ministros. Estableció una buena relación con una serie de presidentes estadounidenses, en particular Ronald Reagan y Barack Obama, y su exitosa visita de estado a la República de Irlanda en 2011, en la que asombró a sus anfitriones al dirigirse a ellos en gaélico, sigue siendo un modelo del impacto positivo que una visita de Estado puede tener.
Incluso pudo dejar de lado sus sentimientos personales sobre el asesinato de Lord Mountbatten en 1979 para ofrecer una cordial bienvenida al excomandante del IRA Martin McGuinness, cuando asumió en 2007 como viceprimer ministro de Irlanda del Norte. Solo en forma ocasional y breve, la Reina permitió que afloraran sus propias opiniones políticas. En una visita a la Bolsa de Valores de Londres después de la crisis financiera de 2008, preguntó bruscamente por qué nadie lo había visto venir.
En 2014, su llamamiento cuidadosamente redactado a los escoceses para que pensaran detenidamente sobre su voto en el referéndum de independencia fue ampliamente interpretado, y claramente con razón, como una intervención en nombre de la unidad. Y en el período previo a la conferencia COP26 de la ONU de 2021 en Glasgow, de la que tuvo que retirarse por consejo médico, se la escuchó expresar su irritación por la falta de acción política sobre la emergencia del cambio climático.
A medida que se acercaba a su décima década, finalmente comenzó a desacelerar su desempeño, delegando más de sus deberes oficiales a otros miembros de la familia real, incluso la colocación anual de su corona en el cenotafio el Domingo del Recuerdo, mientras que en mayo de 2022 delegó la mayor parte de su deber ceremonial, la lectura del Discurso desde el Trono en la Apertura Estatal del Parlamento, al Príncipe Carlos.
Sin embargo, conservó su capacidad para enfrentarse a una crisis. En 2020, a medida que descendía la pandemia de COVID, la Reina, en marcado contraste con su primer ministro, se dirigió a Inglaterra desde el encierro en Windsor en un mensaje tranquilo y bien calculado. Su breve discurso combinó la solidaridad con su pueblo con la seguridad de que, en una referencia consciente a una de las canciones más exitosas de la cantante Vera Lynn durante la Segunda Guerra Mundial, "nos volveremos a encontrar".
Isabel II, cuyo reinado de 70 años la convierte en la monarca reinante más larga de la historia británica, deja a su sucesor con una especie de república monárquica británica, en la que las proporciones de sus ingredientes de mística, ceremonia, populismo y apertura han cambiado constantemente para mantenerlo esencialmente igual.
Durante mucho tiempo, los líderes políticos y los comentaristas de todo el mundo han reconocido que la Reina manejó su papel constitucional, a menudo difícil y delicado, con gracia y una habilidad política notable, a veces formidable. Incluso, y a pesar de todas las críticas que rodearon a la monarquía, Isabel fue vista con una combinación de respeto, estima, asombro y afecto, que trascendió naciones, clases y generaciones. Habrá que ver como la Monarquía vuelve a espectacularizar la figura del nuevo monarca.
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