El autor nos lleva por el camino del uso del fetichismo en los diversos mecanismos para que las empresas vendan remeras. Y en qué vereda se para el cine.
No sé si una revista de cine debe ser un espacio exclusivamente orientado al cine. Bela Balazs decía que era importante analizar el cine, por ser una fuerza totalmente arrasadora de la época contemporánea. Era importante en ese sentido contenerla mediante la comprensión racional. Pero podemos llevar aún más lejos la tesis y decir que lo que se intenta comprender es la cultura de la imagen, en un sentido más general, cosa que también se desprende de los dichos del pensador húngaro, por cierto. Esa es la verdadera realidad que nos atraviesa en estos tiempos y sobre la que deberíamos mantenernos alerta.
Todo esto para introducir un verdadero dilema existencial del presente: el fetiche de los estampados de las remeras. Sí, un problema que puede parecer poco importante y que sin embargo en mi vida se lleva horas enteras de angustia. Recorro negocios sin descanso queriendo encontrar remeras que me gusten y los estampados no me dicen nada. O me dicen tanto que me causan rechazo. Son tan estridentes, tan anclados en una cultura del narcisismo, tan intensos en color y figura, tan prescriptivos en las frases-mensaje que portan, que no me siento identificado con ninguno.
Pero lo que me angustia en realidad es que vivimos inmersos en un tiempo en que las remeras parecen decirlo todo acerca de uno. Dime qué remera usas y te diré quién eres. Vivimos bajo cierto uso fetichista de las remeras como banderas de la personalidad. Afirman lo qué somos y lo qué pensamos de la vida: “Se tú mismo”, “Live”, “Yo amo Boston”, “Surf style” y cosas por el estilo.
Cuando miro remeras en una casa de ropa, nunca del todo tranquilo dado que se juega el emblema con el que saldré a ser yo mismo a los callejones de la existencia, tiendo siempre a elegir las grises lisas, sin estampado. Más aburrido imposible podrá pensar la vendedora, pero esa es mi inclinación natural, es algo más fuerte que yo. Tengo una irrefrenable tendencia hacia un ascetismo estricto en materia de remeras. Si termino cediendo frente a algún estampado, será siempre de trazo simple, de dibujo discreto, como un detalle digamos.
¿Cómo se concilia el amor por el cine con esta tendencia a evadir los íconos gráficos sobre la tela? Precisamente por esa otra tendencia a la racionalización. A la imagen bruta, algunos la contrarrestamos con una suerte de mutismo visual. Somos demasiado abstractos, demasiado verbales, como para poder expresarnos con algo tan simple y directo como el estampado de una remera. El procesamiento racional del lenguaje visual es más representativo de nosotros.
¿Qué informa todo esto de la cultura de la imagen, que pueda ser de algún interés dentro de una revista de análisis cinematográfico? Que en el cine tiene preeminencia lo visual pero las imágenes están enmarcadas en la estructura temporal de un relato. Mientras que el estampado de una remera es un ícono que apela a su propia inmediatez. No hay relato sino efecto instantáneo. No es una cadena de significantes visuales que van formando una red más compleja de significado, lo que es característico en el lenguaje verbal. El ícono, a diferencia de lo que ocurre en el cine, produce un golpe súbito, ataca directamente la sensibilidad, sin importar demasiado su procesamiento racional ulterior.
El marketing publicitario es cultura iconográfica en sentido estricto, mientras que el cine todavía conserva aspectos de la cultura racional verbal. Es cierto que no todo lo audiovisual es cine pero, paradójicamente, lo más auténticamente audiovisual es lo menos cinematográfico.
El cine todavía guarda la esperanza en un sujeto racional que procesa conceptualmente lo que ve, lo articula, arma el rompecabezas de piezas sueltas en su cabeza, crea un discurso racional. Mientras que otros lenguajes audiovisuales como el videoclip o la publicidad, apelan a la inteligencia emotiva del sujeto, una dimensión más elemental de recepción.
Incluso la lógica de facebook participa de la cultura iconográfica, en la medida que los posteos son imágenes acompañadas de textos breves. A lo sumo videos cortos y contundentes. Cuando revisamos el muro pasamos la vista como un tren a toda velocidad y sólo nos detenemos cuando algo llama nuestra atención, cuando una imagen, frase o palabra (los famosos «memes») atrapa nuestro campo perceptivo. Lo verbal, en la cultura de la imagen, también es preso de la inmediatez visual. Es el efecto emotivo de los términos lo que importa, y no tanto su significado.
Lo anteriormente afirmado dispara la cuestión de si el cine no puede tener componentes de lo audiovisual puro. Es decir, que hable con el lenguaje de la imagen sin tanta mediación de la palabra. Sí, claro que puede, de hecho explota ese recurso todo el tiempo. Pero el cine fue concebido como un arte esencialmente modernista en la medida que, tomando como herramienta comunicacional la imagen, sigue concibiendo al sujeto como portador de discurso racional y también receptor del mismo.
La pérdida de fe en esta racionalidad humana es quizás una de las principales características del fin de la modernidad y el comienzo de la era contemporánea. Las políticas comunicacionales del nazismo también se enmarcan en el estadío de crisis profunda de la cultura moderna. El advenimiento de la imagen fotográfica y luego la imagen en movimiento, con todas sus implicancias en la esfera de la comunicación, puede haber sido el principal detonante del cambio de concepción y de época.
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