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Foto del escritorRoman Ganuza

Madison y los puentes de la renuncia

Por Román Ganuza.


Diáfana tarde de 1965. En su granja de Iowa, tórrida y callada, la vida de Francesca Johnson (Meryl Streep) sufre la irrupción de lo extraordinario. Justo cuando su esposo Richard Johnson y sus hijos adolescentes Caroline y Michael acaban de ausentarse por cuatro días para competir en una feria rural de Illinois, aparece Robert Kincaid (Clint Eastwood) con sus 52 joviales años, su camioneta Chevrolet y su pelo al viento. Robert es fotógrafo y está perdido. Busca uno de los puentes cubiertos del condado de Madison para enviar imágenes a la National Geographic. Asaltada en su sensualidad por esta figura a la vez viril, informal y totalmente inesperada, Francesca se prodiga más de lo necesario. Se ofrece a acompañarlo hasta el puente, cercano a unos tres mil metros de su casa. Descalza, tomando té frío y soltando una frescura que no suele abrirse paso en ese mundo bucólico y regulado, Francesca, con sus algo más de cuarenta años, también lo ha deslumbrado a Robert. Como buen fotógrafo, él puede ver lo que no está a la vista. En el texto que dio origen a la película, escrito en 1989 por Robert James Waller, la retrata de esta manera: «Era hermosa, lo había sido, o podría volver a serlo». A partir del ocasional descubrimiento mutuo, vivirán cuatro días de un amor generoso y pleno que se irá comprimiendo bajo la acechanza de la imposibilidad.


Como en el bolero, cada vez que el reloj marque la hora, el grato paréntesis de Francesca y Robert estará más cerca de convertirse en otro paraíso perdido.

Pese a vacilaciones de las últimas horas juntos, los amantes resuelven finalmente alejarse. Pero ninguno podrá regresar totalmente al lugar anterior porque a la distancia y en secreto se seguirán amando hasta el último día. Francesca guardará el testimonio en un diario personal para que sus hijos lo conozcan cuando ya no esté. Hasta aquí, otra historia de amor trunca. Pero lo que distingue a Los Puentes de Madison, película de 1995 dirigida por el propio Eastwood, es su resistencia al encasillamiento. En el prólogo del libro, Waller cuenta que este oculto y potente romance llegó a su conocimiento a través de los hijos de Francesca, quienes se lo acercaron para que lo novelice. Clint Eastwood incluye en su película la historia del descubrimiento de la historia. La ficción comienza con Caroline y Michael Johnson recibiendo del escribano testamentario este particular legado de su madre. A medida que lo leen, van asimilando a su modo la sorpresa y a partir de ahí la película retrotrae el relato a los hechos que tuvieron lugar en Iowa en 1965 sin que nadie lo advirtiera.


En el ciclo de Cine y Filosofía que conduce con pericia Álvaro Fuentes Lenci, la película promovió variadas reacciones. Elijo una que sirve para rodear el tema. Alguien afirma que Los Puentes de Madison es una «historia de renuncias». En efecto, Francesca y Robert deciden —no muy de común acuerdo— interrumpir lo que están viviendo. El costo es enorme: ya nuevamente junto a su esposo Richard, haciendo compras en la ciudad, Francesca ve a Robert bajo la lluvia, solo, en una esquina, mirándola como quien implora. La escena es fuerte. Ella se desgarra por dentro, pero no baja del auto. Robert comprende, vuelve a su camioneta y se va. Luego, ambos vehículos coinciden en una calle y quedan alineados ante un semáforo en rojo. Robert la busca a Francesca por el espejo retrovisor, aguarda el gran gesto mientras ella, vacilante, toma la manija de la puerta. Se debate entre bajarse e ir a abrazarlo o dejarlo ir. La presión es insoportable. Luz verde. Robert se demora, Richard lo apura con un bocinazo. El fotógrafo pone primera y avanza. Lentamente, su camioneta se pierde bajo la lluvia. Así se aleja Robert para siempre de la vida de Francesca. Ella no consigue detener el llanto, le miente a Richard sobre los motivos y se dispone a retomar una vida granjera.


En nuestro foro, vinculamos el tema de la renuncia con el género de la película para discernir si es drama o es comedia. Tiene del drama la pérdida y el dolor, pero tiene de la comedia la calidad transformativa de los personajes. Hay una enseñanza, un rescate y un salto cualitativo.

Francesca, luego de esta experiencia, se convierte en amiga confidente de una mujer discriminada por una situación similar que, a diferencia de la suya, fue descubierta y murmurada por todo ese pueblo cerril. La propia idea de escribir la historia y dejársela como mensaje a los hijos contiene a la vez algo de preservación y mucho de reivindicación. Pero es indiscutible que los amantes sacrifican lo mejor que tienen.

Álvaro Fuentes aporta una categoría que enriquece el tratamiento: la cobardía ante el propio deseo. Surgen opiniones que imputan a la gravitación de los mandatos el tipo de resolución adoptada por los protagonistas. Se supone que, en nuestros días, a diferencia de 1965, la mayoría de las mujeres dejaría el hogar para fugarse con Robert. Pero aparecen objeciones a esta mirada. Una compañera señala que no es tan sencillo alejarse de los hijos, ni antes ni ahora. Pienso en Jacques Lacan, para quien Medea es la mujer verdadera porque privilegia esa condición por sobre la de madre; por ello mata a sus propios hijos.


La maternidad como castración es aquí un tema subyacente y resulta que los enfoques de género no han producido aún tantas Medeas (metafóricas) como era de imaginar.

Francesca tampoco lo fue. Si lo suyo es una renuncia, lo es porque Robert está dispuesto a apostar y a seguir. Pero es ella la encargada de razonar que, cuando sean amantes en fuga, la ausencia de la familia se volverá una daga para ella y transitivamente para la relación. Ese amor, extraído de las condiciones excepcionales en que se desarrolló, dejará de serlo. Por ello, la decisión de Francesca luce más retentiva que represiva. Tal como quería Heidegger y algunas visiones filosóficas, la renuncia puede dar más de lo que quita. La parte omisa pero activa de la dicha que Francesca experimentó durante esas cuatro jornadas es la certeza de que no ha perdido a su entorno. En la cuenta final, conserva a su familia y de algún modo a Robert, al que protege definitivamente del desgaste cotidiano, sublimando ese amor en una evocación escrita. Dos escenas parecen refutar su presunta cobardía: atendiendo por teléfono el llamado de su familia, y de espaldas a Robert, ella apoya su mano en el hombro del fotógrafo. Es el primer contacto físico entre ellos y es una decisión de Francesca en un momento significativo. Lo puede hacer porque luego de las contramarchas íntimas entre la culpa y el deseo, ha dejado de pendular y tiene el control, se sabe dueña de ambas situaciones. Será también ella la encargada de allanar la escalada erótica ante los escrúpulos de Robert, que no es exactamente un jugador donjuanesco.


Frente a la opinión, vertida en el grupo, de que el mensaje de Francesca está concebido para que sus hijos vivan más libremente, se podría inferir que es ambiguo en parte por lo tardío y en parte porque ella misma no lo apostó todo a la libertad. En todo caso, la sugerencia más sutil de esos escritos remite a una antigua alquimia filosófica: las dulzuras de los sentidos están para informarnos algo superior, conducen al rango espiritual del amor. Es en esa dimensión que, en caso de existir, promete ser más sólida y menos vulnerable al poder del tiempo, donde a Robert no le habría ido tan mal. El pedido póstumo de Francesca es que esparzan sus cenizas en el puente de Madison para volver a reunirse con él: «A Richard le di mi vida, a Robert le quiero dar lo que queda de ella».


Un segundo tópico introducido por el coordinador del ciclo se inserta de lleno en el cine. Se trata de la epifanía, entendida como ese avatar que articula las esperanzas sentimentales con los caprichos del destino. Habría una única persona que puede hacernos felices y el secreto de la vida es hallarla. ¿Qué hacemos si esa entrañable media naranja nace, por ejemplo, en Bangladesh? Todo indica que el mercado sentimental opera de un modo más profano. Tampoco ayudan a creer en ese prodigio los numerosos casos con alto nivel de epifanía en sangre (a cada rato encuentran al amor de su vida).


Pero tanto se trate de una realidad como de una alucinación psicológica funcional, el caso es que la categoría existe. Asociada a la renuncia, adquiere una potencia narrativa inigualable.

Una tremenda escena construida por el director Robert Zemeckis en Náufrago (2000) toca la cuestión. Luego de un naufragio de varios años en una isla del Pacífico, Chuck Noland (Tom Hanks) regresa a su hogar. Su esposa Kelly (Helen Hunt), dándolo por muerto, se ha vuelto a casar y tiene un hijo de su nueva relación. El reencuentro es duro para ambos y todo indica que es imposible recuperar lo perdido. Chuck, apesadumbrado, se despide de Kelly y se dirige a su camioneta dispuesto a comenzar una nueva vida. Pero ella, en un impulso, corre hacia Chuck, lo abraza, lo besa y le dice, en un arrebato, «tú eres el amor de mi vida». Pese al espasmo epifánico de Kelly, la realidad se termina imponiendo. Injusta y desafortunada, esta renuncia hace que la escena sea especialmente dolorosa. Pero el más emblemático de los amores sacrificados es, sin duda, el de Ilsa Lund (Ingrid Bergman) y Rick Blaines (Humphrey Bogart) en Casablanca (1943). Ya en el aeropuerto, con el avión pronto a huir de Marruecos, Rick prácticamente le ordena a Ilsa que se vaya con su esposo, el anodino Victor Laszlo. Un año antes, en la capital de la Francia ocupada, Ilse y Rick se amaban y bebían champagne, porque ella creía que su esposo había sido asesinado por los nazis. Pero Laszlo —que tiene una rara cuota de suerte— ha salvado la vida, lo cual ha obligado a Ilsa a dejar atrás aquella historia que vuelve a encenderse cuando se reencuentran impensadamente en un bar de Casablanca. A modo de consuelo en la despedida final, Rick le suelta a Ilsa la frase más sonada del cine: «Siempre nos quedará París». Esta renuncia es casi de fábula. Por el mismo precio, Rick salva un matrimonio y sirve a una causa plausible.


En las praderas de Iowa, en cambio, el desprendimiento no alcanza niveles tan sobrehumanos. Si alguien, en esta historia, podía decir «Siempre nos quedarán los puentes de Madison», ésa debería ser Francesca. Fue la que más empujó el desarrollo de la relación con Robert y fue también la más activa a la hora de cerrar el dulce interregno. Pero lo que debió resignar es algo superior al deseo. La erotización de Francesca espiando el torso de Robert mientras se enjuaga en el estanque es sólo la punta del ovillo. Estos amantes no son dos animales que se han reconocido, tal como define Carl Jung a la súbita atracción sexual recíproca. En la primera disonancia que tienen Francesca y Robert, ella le reprocha ser un solitario incapaz de una relación comprometida. Él, por su parte, se agravia y le refuta que es un prejuicio que Francesca tiene con respecto a sí misma porque piensa que el fotógrafo sólo ha visto en ella una campesina sin mayores matices. El cruce acredita que se ha producido una epifanía bilateral. Ambos creen que el otro puede ser la persona definitiva, y esto les sucede cuando ya no son tan jóvenes ni tan libres para decidir. Aquí la película da el salto que la embellece porque la ensancha.


En Los Puentes de Madison la generosidad no está totalmente exenta de egoísmo, y el egoísmo hace pie firme en la sensatez. En definitiva, el amor que practicamos está prendado de exigencia.

A Richard no lo alegraría saber que Francesca lo pasó bien mientras él estaba en Illinois. Alguien bromea que hay que tener mala suerte para sufrir como rival a ese Clint Eastwood romantizado. La broma sirve porque los rivales, tanto los ostensibles como los suficientemente discretos para no asomarse, son naturales al imaginario que traza a la mujer —esposa o madre— como jurisdicción. De allí que la primera reacción de Michael, el hijo de Francesca, al conocer esta historia, fuera la de sentirse traicionado.


La película de Eastwood goza sibilinamente su propia amplitud de connotaciones. La eficaz centralización en los furtivos días del amor, que es una calculada desproporción narrativa, consigue poetizar la totalidad de la historia.

Pero a los integrantes de este foro, el astuto actor y director nos abandona a la hora de pensar los múltiples significados que introdujo en su obra. Tanto se puede leer en ella el llamado a romper los condicionamientos como una prudente invitación a observarlos. Hilando más fino, también se puede visualizar lo irresoluble de esta fatal disyuntiva que nos impone la vida. Cerramos el streaming y nos saludamos hasta la semana que viene en que hablaremos de otra película. Con respecto a Los Puentes de Madison, siento que no me ha quedado casi nada por decir, salvo que me resuenan aquellas palabras de la poeta Sara Buho: «El amor es libre, nosotros somos la jaula».


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1 Comment


romanganuza
Jul 07, 2023

Gracias por publicarlo

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