Tres interlocuciones ético-musicales, como las llama el propio autor, sobre Coco, la película animada de Disney y Pixar.
A la memoria de mi madre, que también se perdió en las tinieblas del Alzheimer pero llegó, en un relámpago, a recordar.
I. La realidad supera a la ficción. Nunca tan hermosamente realizada esta frase como en el caso de Ignacio Urban, devenido Ignacio Guido Montoya Carlotto a partir de la conmovedora historia de su restitución –que es a su vez la restitución de su historia. Cuando Ignacio Guido, se reencontró con su abuela, uno de los hechos más conmovedores fue descubrir que se había dedicado a la música, como su padre desaparecido, de cuya existencia nunca había podido saber. Coco, la bella (y profunda) película animada de Disney y Pixar retoma este tema en un nuevo y conmovedor escenario.
El cine nos había acercado ya a la ficción de las restituciones a través de la música. Con August Rush, un niño a quien el horror separa de sus padres, ella celista y él guitarrista; pero que hereda el don por la música, y a través de ese prodigio de los sonidos logrará, sin calcularlo, reencontrarse con ellos. También en la película El Concierto, cuando una violinista consagrada elige ser solista en una gala de Tchaikovsky, sin sospechar que esa ejecución será la oportunidad de reencontrarse con la historia de su madre desaparecida, también violinista, de quien fue separada cuando bebé para ser salvada de la Siberia estalinista. O en el bello film animado Anastasia, donde la memoria de una melodía en una cajita de música sella el reencuentro entre una abuela y una nieta largamente buscada. Y por cierto en el final conmovedor de Doctor Zhivago, cuando el anciano, que lo ha vivido todo, desde los zares hasta las granjas colectivas, advierte la mandolina que la joven aprendió a ejecutar virtuosamente y sin maestros, y le dice amorosamente: entonces es un don.
Un don, un obsequio, un legado que ella heredó de su abuela, como heredamos todos ciertos rasgos que van delineando una identidad nunca imaginada. En Coco, también el pequeño Miguel desarrolla una prodigiosa destreza con la voz y la guitarra. Pero la música estaba prohibida en su familia. Desde que un siglo atrás la abuelita Imelda fue abandonada por un mariachi, ella, sus hijos, sus nietos y ahora bisnietos estaban destinados al noble oficio de zapatero. Esto era sabido en el pequeño pueblo de México en que transcurre la historia: todos los Rivera son zapateros. Pero una vez más, el film será el modo en que nuestro Miguelito Rivera, tataranieto de Imelda, pueda pasar de los cordones a las cuerdas.
II. Hemos vivido como hemos vivido, pero ¿vamos a morir de la misma manera? Esta pregunta, que recorre nuestros comentarios sobre el film Benjamin Button y el episodio “San Junípero” de la serie Black Mirror, también retorna en Coco.
Coco es una anciana que está en el umbral de la muerte. Ha vivido una larga vida y padece de Alzheimer. Confunde a su hija con sus nietos y por momentos desconoce a su propia madre Imelda, cuyo recuerdo se pierde en una fotografía mutilada por la neurosis de cuatro generaciones. Pero se acerca el día de los muertos, esa maravillosa ceremonia ancestral mexicana en la que por una noche reviven los antepasados que ya no están. A condición de que sus descendientes los evoquen con una estampa en el altar de los recuerdos. Pero Héctor, el mariachi aventurero, fue proscripto de la familia. Su retrato fue arrancado y no hay imagen que haga posible su memoria entre los vivos. Desterrado también de ese más allá fantástico de alebrijes y calaveras, su alma peregrinará por el calvario de los muertos-vivos. Hasta que por fin pueda ser saldado el enigma que lo llevó, sin desearlo, a ese purgatorio terminal. Pero ello requerirá no sólo de su empeño por sobrevivir a la segunda muerte, sino de un movimiento de Coco, su hija añorada, convocada ahora a evocarlo de una manera diferente.
Y una vez más, será la música la que obre el milagro. Cuando las palabras, los nombres, los referentes se confunden en la noche del Alzheimer, el cuerpo se abre camino y vibra en esa cuerda misteriosa de los sonidos. Una cuarta hebra que viene a (re) anudar lo que se había disuelto en el lapso del tiempo.
III. Finalmente, la historia de Mamá Coco hace interlocución con el episodio Sinfonía sin fin del premiado programa brasileño Terra Dois. En la trama, dos músicos devienen célebres a partir de una obra maestra que en realidad robaron a un amigo en común que murió antes de registrarla. Usurpando esa autoría vivieron una vida de fama y opulencia, siempre bajo la sombra ominosa del crimen moral e intelectual. Pasa el tiempo, uno de ellos muere y cuando el otro está cerca del fin, convoca al hijo del primero, también músico, para develarle el secreto. Pero no lo hace por arrepentimiento, sino por narcisismo y ambición. Pretende que este joven cargue con el oprobio y que para no manchar la memoria y el nombre de su padre acepte una condición vergonzante. El joven cede, creyendo que puede burlar la extorsión. En Coco, el pequeño Miguel ha crecido idolatrando al famoso Ernesto de la Cruz, en quien cree descubrir a su tatarabuelo perdido. Pero cuando se entera de que la obra musical que lo consagró fue robada a un amigo al que además dio muerte, no acepta ese legado de crimen y traición. Prefiere renunciar a una música que lleva la marca de un patrimonio mortífero. Y al hacerlo, abre inesperadamente la puerta para encontrar su verdadero legado.
Como en ese episodio de Black Mirror, Hang the DJ (evocación del relato de Kafka Ante la ley), la única manera de no quedar entrampado en el juego del Otro es apostar al propio deseo y estar dispuesto a responder por él. Solo al hacerlo se puede desmontar el sistema opresor, que no es otro que el del propio punto neurótico de cada quién.
Para probarlo, allí está la serenata de Miguelito a su abuela Coco, que hace del enunciado Remember me, un significante Otro. Para que también los espectadores puedan componer algo con sus historias pendientes. Y hacer que valga la pena ir al cine en verano, si ello supone abrirse a la primavera de los recuerdos.
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