top of page
Foto del escritorÁlvaro Fuentes

Misántropo: tras la pista de un padecer

El autor se adentra en el más reciente largometraje de Damián Szifrón, una película de producción norteamericana que sirve para expandir la mirada hacia la ficcionalización de la violencia en las sociedades contemporáneas.



Con Misántropo, Damián Szifrón se da el gusto de hacer una de francotiradores. Hay grandes exponentes de este género en la historia del cine: El día del Chacal (Zinneman, 1973) y Enemigo al acecho (Annaud, 2001) son buenos ejemplos. Sin embargo, la primera es de espionaje internacional y la segunda bélica. El director argentino quiso hacer una de francotiradores pero centrada en un vengador público que perpetra una masacre ciudadana. Si bien empieza y termina con escenas de francotirador, el asesino es experto en todo tipo de armamento, incluyendo explosivos. Es francotirador y también unabomber, como los villanos de Lluvia de fuego (Hopkins, 1994) o Máxima velocidad (de Bont, 1994). O como el famoso terrorista real Theodore Kaczynski, retratado por una serie de Netflix y que dio nombre al tipo de criminal porque ponía bombas en universidades y aeropuertos (las iniciales un y a forman las tres primeras letras de unabomber). Los antecedentes más claros de películas sobre vengadores públicos expertos en rifles de precisión son Harry el sucio (Siegel, 1971) y Pánico en el estadio (Peerce, 1976). Estas últimas conectaron inquietantemente la fantasía del maníaco trastornado, que antes sólo acechaba en el ámbito privado (el caso más emblemático es Psicosis), con el vengador público que realiza ataques destinados al conjunto de la sociedad.


El francotirador de Harry el sucio es un sádico que disfruta infantilmente de sus crímenes. Se ríe mientras amenaza con disparar a la cabeza de un niño o simula arrepentimiento sólo para ganar tiempo y volver a su raid criminal cuando se presente la oportunidad. El caso de Pánico en el estadio es más ambiguo, dado que casi no se muestra la personalidad del asesino, salvo por unas patadas que lanza a la pared cuando los planes no salen como tiene previsto. Hay un componente de explosividad en su conducta, combinado con gestos de una mente calculadora que llevan a pensar que hubo planificación en el atentado.


En Misántropo el asesino no encaja con el perfil clásico de villano de psycho-thriller en tanto no muestra el típico trastorno de la personalidad. Por otra parte, se trata de un personaje que cuenta con una historia acerca de su pasado o lo que Mark Fisher llama una explicación psico-biográfica de su accionar.


Porque Szifrón parece otorgar valor (cosa que Fisher no) a las explicaciones que aporta la psicología para comprender procesos de la subjetividad individual tan complejos y socialmente perturbadores. En la nueva película del director argentino no importa tanto develar quién es el asesino, sino qué le pasa y por qué actúa como actúa.

Toda la obra de Szifrón trabaja con elementos de la psicología. En el caso particular de Misántropo, se cuenta la historia de un pasaje al acto de alguien que, como indica el título, odia a la gente y al mundo. La cuestión del pasaje al acto es un tema que el director argentino ya había abordado antes. Por ejemplo en El fondo del mar (2003), su primer largometraje, donde expone —algo paródicamente— el pasaje al acto de un hombre celoso, que acosa al hombre con quien se acuesta su novia. Pero también en la más conocida Relatos salvajes (2014), que puede ser leída como una serie de reflexiones, una por cada relato, sobre pasajes al acto entendidos como rupturas de lo legal y de lo moral por la vía de la emoción y la violencia. En Misántropo, Szifrón se adentra en las profundidades psicológicas de un caso de misantropía y pasaje al acto. No deja de ser ficción y, por lo tanto, confeccionada con fines estéticos. Pero en esa interlocución de imágenes estetizadas que brinda el cine, al proponer distintas miradas sobre las cosas a partir de cambios sociales y culturales, se juega algo de la verdad extra-cinematográfica. Y ahí es donde cobra relevancia la mirada de Szifrón en torno a los asesinos seriales en Estados Unidos, fenómeno que se vuelve altamente preocupante por sus niveles de espectacularidad, alentada por nuevas y rápidas formas de comunicación, así como por la naturalización de discursos e imágenes de violencia.


Fueron los setenta los años que dieron películas de masacres civiles perpetradas por francotiradores. Los sesenta ya habían dado la truculencia del cine italiano de terror gótico y policial. Los ochenta consolidaron el slasher y los noventa las películas de asesinos en serie. Más de medio siglo después del inicio de aquel derrotero, la exhibición de violencia sigue siendo algo normalizado e incluso parece haber aumentado a escalas alarmantes en el contenido informativo y narrativo que circula. Pero ¿qué aporta Szifrón a lo ya pensado sobre una violencia homicida que signa de modo dramático sociedades como la norteamericana? El director y guionista argentino intenta sacar al asesino del lugar de maníaco trastornado en que lo suele ubicar el cine, más por una cuestión estética que estadística. Desde Psicosis, y seguramente antes de 1960, los asesinos del cine venden más si tienen trastornos de la personalidad pintorescos y extravagantes.


El modelo del villano trastornado es el que más fuertemente se ha instalado en las narrativas ficcionales de la violencia: basta pensar en un personaje como el Joker de Heath Ledger. Szifrón intenta no caer en una amplificación burda y estereotipada del villano, que en algún punto enturbia y entrampa la comprensión de las violencias reales.

Misántropo trasciende el tratamiento superfluo de la temática de asesinos seriales, no sólo ahondando en aspectos psicológicos del personaje que perpetra la masacre, sino también adentrándose en las coordenadas culturales de una sociedad atravesada por el pánico. Una escena de la magistral y trepidante secuencia inicial muestra al equipo de la policía revisando el departamento desde el cual partieron los disparos del francotirador minutos atrás; lugar de los hechos que había estallado en mil pedazos luego de la masacre, por una bomba que instala el asesino para no dejar rastros. Han pasado las doce de la noche y no parece haber más detonaciones de fuegos artificiales. Sin embargo, nuevas explosiones se escuchan generando terror en policías, agentes, paramédicos y resto del personal. Alguien avisa que eran detonaciones programadas para los festejos. Todos ríen con alivio. Reina el pánico, pero también cierto cinismo frente a la violencia.


En el intento desesperado por apaciguar el pánico y refrenar el estado de caos que pueda generar, las fuerzas del orden buscan culpables a como dé lugar: primero persiguen a un sospechoso de terrorismo y luego a una banda de agitadores que llaman a un programa televisivo, adjudicándose los hechos e imitando la prédica moralista tan característica de la saga norteamericana La Purga. En ambos casos se producen muertes de individuos sin relación directa con los crímenes investigados.


Misántropo exhibe una sociedad atravesada por el imperativo de gozar, algo que queda claramente retratado en las dos locaciones utilizadas para los crímenes: imponentes torres de edificios donde gente festeja fin de año y un shopping. Si bien el asesino parece actuar sin premeditación, termina matando en ámbitos o circunstancias que fomentan el consumo y el hedonismo. Ámbitos y circunstancias que, de hecho, condena visceralmente en términos morales.


Resulta curioso que las sociedades contemporáneas vivan atravesadas por dos percepciones de la realidad tan exaltadas y a su vez distintas entre sí: el goce material y el pánico. Tal vez haya algo que las conecte en un nivel muy profundo de la subjetividad.

Quien tiene la suerte de gozar del privilegio de la cultura del entretenimiento y del consumo, íntimamente sabe que esos beneficios peligran, así como la propia vida, si quienes están o se perciben por fuera de los mismos convierten en acto de venganza el odio que experimentan.

No parece un hábito saludable consumir películas de asesinos seriales. Es un consumo cuestionable, como muchos otros en la época contemporánea, empezando por los juegos electrónicos de supervivencia (o de matar). La mirada de quien escucha a quien dice disfrutar muertes y laceraciones ficticias en la pantalla se torna sombría frente a la posibilidad de estar ante un potencial asesino que se sirve de la ficción como fuente de información para cometer crímenes. Esa imagen amenazante se disipa como una nube de rápido curso (la ley de la probabilidad indica que se trata de un simple cinéfilo) y todo vuelve a la normalidad de las buenas apariencias sociales, usando la expresión del filósofo serial y asesino del sentido común Slavoj Žižek. El cine de asesinatos implica la práctica de un goce tal vez cuestionable, pero también permite pensar las coordenadas culturales de una sociedad en la que la violencia ficcionalizada ya es parte de la realidad cotidiana.

75 visualizaciones0 comentarios

Comments


bottom of page