Una forma saludable de atravesar las dificultades es tratando de pensar lo que nos pasa frente a ellas, como individuos y colectivo humano. El presente artículo retoma el hilo de la reflexión sobre el cine de Bong Joon-ho, pero deteniéndose, no en Parasite, sino en una película anterior del director, rica también para pensar la realidad de cuarentena.
The Host (2006), de Bong Joon-ho, empieza con un científico estadounidense que le ordena con vehemencia a su asistente coreano que deseche una cuantiosa cantidad de sustancias tóxicas al drenaje que desemboca en el Río Han, amplio desagüe que rodea a Seúl, capital de Corea del Sur. La película nos presenta la historia de una familia que busca desesperadamente a una de sus hijas, que fue raptada por un abominable monstruo mutante nacido en el río.
El cineasta surcoreano pone nuevamente en juego su ingenioso artilugio de combinaciones genéricas a través de un estilo de puesta en escena ya singular y marcado para volver a impactar, articulando un drama social con toques de comedia irónica con una película de monstruos y ciencia ficción en una suerte de distopía próxima. La presencia —o no-presencia— de un virus que empieza a sembrar el terror y la desesperación en los alrededores del río, y obliga a los ciudadanos a recluirse o salir a la calle paranoicos y embarbijados, nos interpela y nos invita a reflexionar en tiempos de coronavirus. Nos hace pensar en cuántos virus presentes/no-presentes y simbólicos andan dando vueltas por ahí, desde hace ya tiempo. Pero la tercera película de Bong Joon-ho va mucho más allá: en principio se nos presenta como una mera película de monstruos con personajes en sus roles clásicos, pero rápidamente comprendemos que esa criatura mutante depredadora viene a representar algo más en esta aparente trama de ciencia ficción. La película establece una focalización interna predominante en Gang-du (interpretado por el ya reconocido Song Kang-ho), que es el padre de la hija raptada y es también el más perdedor de toda su familia.
Bong Joon-ho quiere hacer su propia película de monstruos y para consolidarlo necesita enmarcarla en un crítico relato de realidad social, de lucha de clases, que expone y saca a la luz las indiferencias y diferencias que se tejen entre las capas y jerarquías de la sociedad.
Entonces, ¿qué representa esa monstruosidad mutante en verdad? Ese monstruo representa el poder hegemónico, el poder real; esa criatura es la más pura encarnación de cualquier gobierno. La realidad puede llegar a superar a la ficción, porque un gobierno puede succionarnos las tripas como ese engendro que azota en los alrededores del Río Han, está claro. Pero lo interesante, y hasta llamativo, es que Bong Joon-ho no se cansa, y lleva este torbellino de cine catástrofe hasta el final, y se cree y se carga su película de monstruos hasta las últimas consecuencias; no se conforma con la metáfora simple, con la primera lectura simbólica, con los sentidos explícitos de la película (un mensaje que ya queda claro en la primera mitad del film). Una primera y única lectura sintomática no basta, no es suficiente. El cineasta va más allá: siembra terror y tensión en cada escena, y condimenta con sátira y crítica social a cada cruce de personajes, a cada enfrentamiento crucial.
A nivel global, podríamos decir que The Host es una película que habla de la familia, de la redención, de los rasgos de humanidad que —todavía— nos caracterizan, y de la importancia de actuar por amor al otro. El amor al otro, la empatía, la compasión, todas esas cosas que ni los médicos ni los científicos ni los políticos más instruidos y brillantes van a poder comprender (todos esos personajes que aparecen en la película).
Ni los más poderosos. Porque a Nam-il (hermano de Gang-du, el protagonista) su padre le pagó sus costosos estudios universitarios a fuerza de trabajo y sacrificio, pero el muy ingrato prefirió refugiarse en el alcohol y en el resentimiento hacia su familia y, por si fuera poco, no fue capaz de persuadir a un policía cuando la situación más lo ameritaba. Su padre, ofuscado, le recrimina todo esto, porque el inconsciente colectivo considera que para eso se sacrifica el esfuerzo en los tiempos que corren: para que, llegada la ocasión, nuestros jóvenes universitarios puedan rescatar a sus padres en situaciones verdaderamente extremas como persuadir a un policía. “No te preocupes, hay muchos universitarios graduados que aún así están desempleados”, lo tranquiliza a Nam-il su hermano, sugiriéndole que busque otro tipo de alternativas al respecto. Por lo tanto, la realidad social es una y debemos atenernos a ella: si un monstruo gigantesco devorador de seres humanos nos quiere asesinar, lo primero que debemos saber hacer es persuadir a un policía para que nos permita acercarnos a la bestia y contemplarla con nuestros propios ojos. Verificar esa realidad, creer en su presencia real. De otro modo, la bestia nunca se volverá explícita, y toda su inconmensurable monstruosidad estará siempre tras un velo, resguardada, cubierta tras pantallas, protegida detrás de capas de voces saturadas de información, tapada entre ceros y unos, tras una falsa idea de transparencia universal, detrás de una ilusoria concepción de verdad unívoca globalizadora.
¿O acaso cuando hablamos de una horripilante bestia que acecha no estamos también hablando de la globalización, del discurso universal, del eterno verso occidental del multiculturalismo? Corea del Sur y los Estados Unidos, ¿es posible el multiculturalismo?
Tal vez la idea de estrenar una película de monstruos protagonizada por una familia de clase baja en vez de una de clase media, como es el estándar al que estamos acostumbrados desde la historicidad hollywoodense, es la burla magnífica y el propósito esencial del director surcoreano con The Host (nótese que escribimos el título en inglés, porque es el estándar al que estamos acostumbrados.). O tal vez haya mucho más por contar y demostrar.
Entonces, la película nos habla de eso en un nivel más global y abstracto. Pero Bong Joon-ho necesita presentarnos a estos personajes de modo casi caricaturesco, inmersos en ese montaje alocado y vertiginoso, para que terminemos de entender de qué nos quiere hablar estrictamente. Necesita llevar al extremo todos los recursos y elementos que entran en juego. Necesita explicarnos casi con exactitud qué es eso del seo-ri, el “derecho de los hambrientos”, que lleva a dos jóvenes en situación de calle a robar provisiones de un puesto de comidas. Necesita redundar, subrayar, reiterar, exacerbar todo este tipo de aspectos, porque somos tan sólo unas pobres víctimas del occidentalismo y del poder real al que apunta y ataca el film.
Porque nuestra visión ingenua, nuestra lectura de espectadores sensacionalistas, puede llegar a estar sesgada por lo que estamos acostumbrados a ver. Y el director, flamante ganador del Oscar, nos quiere exponer algo que no vemos habitualmente. O bien quiere dislocar eso a lo que estamos acostumbrados para presentarlo de otro modo, como una especie de distorsión estilística de los rasgos paradigmáticos de determinado género (en este caso, la ciencia ficción, el cine de monstruos o catástrofe). Bong necesita extremar, hiperbolizar, y por eso nos muestra a un abominable monstruo de CGI provocando estragos en los primeros quince minutos de la película.
Nos tiene que quedar muy claro de entrada que el poder real, el hegemónico, es depredador, es así de gráfico, crudo, grotesco y sanguinario. Tal como esa criatura aterradora.
El coronavirus puede llevarnos a eso; pensémoslo, considerémoslo. El COVID-19 puede llegar a representar una trampa mortal, una manipulación socio-política, una estratagema más. Los infectados podemos llegar a ser todos/as nosotros/as. El virus es real, no hay dudas, pero ¿qué se teje por detrás? ¿No vivimos acaso en una suerte de cuarentena eterna? Nosotros, ellos. Ellos y nosotros. El poder real y sus servidores. ¿No vivimos con un miedo permanente a contagiarnos? Un temor, una tensión latente, recíproca. Nosotros de ellos, ellos de nosotros. Ellos de nuestra empatía, nuestra compasión, de nuestra cooperatividad, de nuestra unión, de la hermandad, de la sororidad, de la familia.
¿No tienen ellos, a veces —sólo a veces— miedo de caer en nuestra hermosa trampa? ¿Y nosotros? ¿Qué duda cabe? ¿No nos seduce acaso el poder, el refulgente brillo en sus ojos cuando mienten, la elegancia con la que visten, la virtuosidad con la que repiten ese discurso tan locuaz y convincente? Ese egoísmo, ese miedo que se transmite, que puede llegar a ser tan atractivo y cautivador, y no podemos negarlo. Veamos, el mismo Bong accedió a recibir su premio Oscar, ¿o acaso iba a negarse? No nos engañemos: tenemos miedo de contaminarnos, tenemos miedo de infectarnos mutuamente.
En fin, que la cuarentena doméstica nos invite a repensar y a reflexionar: por qué será que nos sentimos tan encerrados y aprisionados en nuestras casas en estos momentos, y por qué nos sentimos tan libres sentados frente a una pantalla que nos habla de una supuesta idea de realidad.
Cualquiera sea la pantalla, cualquiera sea el entorno y el contexto, cualquiera sea el virus que ande causando estragos y pandemias por ahí deberíamos siempre poder cuestionar. No seamos presas ingenuas del miedo, pero desconfiemos. No nos rindamos ante la desesperanza y la paranoia social, pero dudemos. El monstruo puede estar acechando en el río, en algún canal estancado, bajo algún puente, dominando en silencio, listo para comernos vivos.
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