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Gustavo Provitina

Todas las mañanas del mundo


El cine mantiene una relación estrecha y agónica con las demás artes. A veces sucede que algún arte en particular se vuelve motivo de película y el cine introduce a los espectadores en el mundo de ese arte. En este caso se trata de la música de Monsieur Sainte-Colombe, un ignoto violagambista francés del siglo XVII que nos presenta Alain Corneau con su Tous la matins du monde (1991) y este ensayo de Gustavo Provitina.





1. La música está para decir aquello que la palabra no puede. Es por eso que no es del todo humana. A esta conclusión arriba Monsieur de Sainte-Colombe, un virtuoso de la viola da gamba, y se la comunica a su discípulo Marin Marais, una borrascosa noche de invierno, en una cabaña, sin más abrigo que una vela. La frase va más allá de la sesuda especulación académica sobre el sentido de los lenguajes no verbales. Monsieur de Sainte-Colombe habla de otra cosa, refiere a los atributos inefables de la música que hacen saltar las bisagras de la naturaleza humana. La capacidad para materializar esa propiedad inefable es la matriz que diferencia a un artista genuino de un mero ejecutante mecánico. Allí donde el vuelo de la palabra se detiene declara la música el predominio de su magia. 


Toda la estructura narrativa de Tous les matins du monde (1991) – el apasionante filme de Alain Corneau basado en la novela homónima de Pascal Quignard- reposa sobre esa frase que Monsieur de Sainte-Colombe (inolvidable creación de Jean-Pierre Marielle) deja caer como un peso que hace daño y que recoge su discípulo Marin Marais (narrador de este relato focalizado en los recortes de su memoria). 


2. Repasemos brevemente el argumento: la dificultad para asimilar su condición de viudo es lo que induce a Monsieur de Sainte-Colombe a encerrarse en una cabaña con su viola da gamba y un cuaderno de música. Allí compone el réquiem: Tombeau les regrets y Les pleurs y una antología de piezas que testimonian la calidad de su dominio técnico. El arte se convierte en altar, en ofrenda, en reverencia sentida para sostener en el tiempo la memoria de su esposa muerta.


El diálogo íntimo y amoroso con su instrumento le permite comprender las necesidades expresivas que le confiesan las cuerdas y, como siempre sucede, los ejecutantes más adelantados son los que tienen la potestad para modificar -si hiciera falta- el diseño original de los instrumentos.

Sainte-Colombe no fue la excepción. El músico, en su retiro, resuelve agregarle una cuerda más a su instrumento y aunque el dato no ha sido consensuado oficialmente entre los historiadores, parece que efectivamente Sainte-Colombe fue el introductor de la séptima cuerda en la viola da gamba. La añadidura perseguía favorecer los graves del instrumento, oscurecerlo, acrecentar la melancolía de sus vibraciones. 


Sainte-Colombe se encierra en su cabaña y cumple con la rutina de un ermitaño que quiebra las paredes de su ostracismo sólo para atender las demandas de su círculo familiar directo; echa, literalmente a patadas, a los enviados del rey que sorprendidos por su destreza le ofrecían un puesto en la orquesta imperial. Alcanzar el supremo magisterio exige un tributo: la alienación y la soledad. 


Andrei Tarkovski en uno de sus diarios escribió: …uno es maestro cuando sabe, en primera instancia, qué puede usar para hacer una obra… Sainte-Colombe descubre qué debía usar para atravesar los sonidos y caer del otro lado. Sus ejecuciones se convierten en involuntarias sesiones de espiritismo; ha logrado -tal como él mismo lo dice- despertar a los muertos con su arte. Alcanzó lo inefable en estado puro. Ha hecho vibrar por simpatía el cordal de las energías que están más allá del tiempo, ha logrado lo que le ha sido negado a Orfeo: atraer la presencia de su amada muerta. Así, al caer la tarde, Sainte-Colombe convoca el alma de su esposa haciendo vibrar el alma de su viola (recordemos que en los instrumentos de arco -violín, viola, violoncello, contrabajo- el “alma” es una pieza fundamental, es una varilla ubicada debajo del puente que tolera la carga de la presión de las cuerdas tensadas). El alma de este violista consumado soporta a duras penas la carga de un espectro que lo invita, musicalmente, a cruzar del otro lado.


El maestro recibe en la cabaña la visita de su esposa muerta que, sedienta de música, al fin calma la angustia del músico que se queja de no poder tocarla, diciéndole que ella es una mera apariencia hecha de aire, humo de ectoplasma. ¿Y qué otra cosa es la música sino una serie de vibraciones, de ondulaciones sonoras propagadas por el aire?


Los secretos musicales que descubre Colombe en la soledad de su misantropía se los transmite a sus hijas: Toinette y Madeleine, depositarias de un legado que no podrán desarrollar más allá de los confines del caserón sombrío en el que viven.  


3. La aparición de Marin Marais (Gérard Depardieu) pone en guardia a Sainte-Colombe al detectar en el joven músico una mayor avidez por obtener el éxito que por desarrollar a fondo sus cualidades. Conviene aclarar -en este punto- que tanto la novela como la película recrean una ficción inspirada en figuras históricas reales, tanto Sainte-Colombe (1640-1700) como Marin Marais (1656-1728) existieron y fueron músicos excelsos pero no ha sido probado que tuvieran una relación antagónica como narra la película de Corneau. Los sucesos que se cuentan en el filme ocurrieron en el siglo XVII y se sabe bastante poco de las vidas de estos músicos. Volvamos a la película: Sainte-Colombe, percibe en Marais la ausencia de una sensibilidad expansiva. Marais representa la ambición de ser un músico de la corte de Luis XIV, es decir, un “profesional” a los servicios del rey (Sainte-Colombe -como dijimos- había rechazado en los peores términos ese ofrecimiento por considerarlo un signo de vileza).


La historia de amor frustrada entre Marais y Madeleine (Anne Brochet) -quien traiciona a su padre y nutre al joven músico de toda la baquía técnica y expresiva que Colombe había desarrollado- se cristaliza en La Rêveuse (La soñadora). Esta pieza data de 1686 y   pertenece al primero de los libros compuestos por Marais. La obra integral fue dedicada  a Jean-Baptiste Lully (1632-1687), músico por antonomasia de la corte del Rey Sol, prodigioso compositor, verdadero anagrama sonoro de su tiempo y que tuviera una muerte absurda al provocarse una herida con su bastón de director de orquesta que derivó en una gangrena.


4. Tous les matins du monde es también un homenaje a la viola da gamba (viola de pierna) que desde la época del Renacimiento, junto con el laúd, se venía destacando como instrumento acompañante. El esplendor de la viola es justamente en el siglo XVII cuando aparecen virtuosos que brillan en la cámara de los reyes, músicos como: Luis Couperin, Gervaise, Maugars, Marais… La viola da gamba (a diferencia de lo que sucedería con la viola da braccio cuya vigencia nunca decayó) encontró su ocaso en el siglo XVIII eclipsada por la presencia sonora del violoncello. Al promediar el siglo XX fue rescatada del olvido aunque siempre quedó asociada al concepto de instrumento antiguo como el laúd, el clave, la espineta…


Quien haya visto Tous les matins du monde no olvidará jamás las interpretaciones de Jordi Savall, sin dudas el máximo violagambista del mundo, que borda cada sonido con preciosismo de orfebre. Las imágenes de Alain Corneau quedarán eternamente asociadas al sonido purísimo y hondo de Savall como el silencio se une al sonido medio segundo antes de la vibración.


Uno de los grandes aciertos de Alain Corneau es la minuciosa recreación del siglo XVII  sirviéndose de muy pocos elementos, en franca sintonía con la austeridad de Sainte-Colombe. La puesta en escena elude las afectaciones y la manida tendencia -en los directores que no dominan su arte- a la saturación emocional. La fotografía de Todas las mañanas del mundo remite a la gran pintura flamenca con sus poderosos contrastes, la pureza de sus colores, el bordado de sus texturas, la belleza de sus sombras y esto contribuye a realzar las excelsas actuaciones de Jean -Pierre Marielle y de Gérard Depardieu.


Todas las mañanas del mundo son caminos sin retorno concluye Marin Marais y para no contradecir la belleza metafísica de su afirmación tomada del portentoso río de Heráclito y, en homenaje al filme de Alain Corneau, diremos que las grandes películas -como los grandes amores estilizados por el ensalmo del cine- llegan a serlo, justamente, porque extravían el camino de regreso.


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