El cierre de la historia, que no adelantaremos aquí, vale las casi tres horas de maravillosa tensión que dura la película.
Inés es ejecutiva de una consultora alemana y vive hace un año en Rumania, donde su empresa está asesorando a las petroleras en el marco de la reconversión laboral. Para su cumpleaños visita a sus padres, que están separados. Él es profesor de música en un colegio y está a punto de iniciar sus vacaciones. Mientras que Inés es una gélida y eficiente empresaria, que vive pendiente de su teléfono celular, su padre aparece como distendido y bromista, haciendo gala de un desparpajo por momentos exasperante. Lo cierto es que percibe la tensión y el estrés de su hija y cuando ésta regresa a Bucarest decide hacerle una visita sorpresa.
El encuentro se produce en el marco de un importante compromiso laboral de Inés, quien debe convencer a un CEO norteamericano respecto de la importancia de sus servicios de consultoría frente a una decisión clave del negocio petrolero en Rumania. En ese marco, la presencia de su padre, siempre desalineado en su vestimenta y disruptivo en sus comentarios resulta un problema. Pero ella está entrenada para lidiar con imprevistos y asume éste como un desafío más, ensayando salir airosa de cada trance.
La historia va cruzando así las vicisitudes empresariales con las personales, en un clima por momentos desopilante y a la vez de una inquietante verosimilitud. La semblanza del mundo empresarial resulta implacable -la hipocresía permanente, la frivolidad y sobre todo la insensibilidad respecto del ajuste global, son de una naturalidad temibles. Del lado del vínculo entre padre e hija, se adivina una relación diferente en el pasado de la que quedan apenas cenizas.
Pero poco a poco la obstinación de este padre y la crisis interior de la hija van abriendo una brecha en el hermetismo situacional. Y allí comienza la verdadera historia. No la de la calculada diplomacia del encuentro inicial, sino la de una travesía en la que ambos van dejándose afectar por el encuentro. Pero esto no ocurre de manera previsible ni edulcorada, sino a partir de lo que podríamos llamar con Slavoj Zizek, una violencia ética, hallazgo de la dirección y que vale todo el film.
En rigor, el padre se le aparece a su hija tres veces en Bucarest. La primera, en el aeropuerto, integrándose jocosamente en un paseo con la comitiva de la empresa. La segunda, luego de la despedida y cuando se supone está de vuelta en Alemania, sorprendiendo a su hija en el restaurante, ya caracterizado como Toni Erdmann, con peluca y dentadura postiza. La tercera, en la improvisada fiesta nudista, caracterizado como el “tótem búlgaro”, en la imagen que ilustra el afiche del film.
Las tres entradas no son azarosas. Están allí para organizar los tres tiempos lógicos de la transformación. La primera entrada es simplemente la de un padre que visita por sorpresa a su hija, sorprendiéndose él mismo en el encuentro. La segunda es ya una intervención destinada a conmoverla y conmoverse. La última es decididamente una interpretación no calculada, y que por lo mismo tiene valor de acto.
Allí donde podría estar gestándose una fría empresaria alemana del ajuste europeo, adviene algo diferente. Para el espectador desprevenido, ese detalle se pierde en la ruta a Shangai. Pero para quien quiera abismarse al acontecimiento, la apuesta está abierta.
Con algunas escenas antológicas, como el brutal despido del operario petrolero, la fiesta nudista o la interpretación por parte de la propia actriz de la canción de Whitney Houston. El tema musical, que Inés canta acompañada por su padre en el piano, habla justamente del legado paterno y de la responsabilidad para con las generaciones por venir. Responsabilidad que se desdobla en el film: frente a la crisis económica y frente a la propia historia. Toca a los espectadores escribir el difícil desenlace, que como el de Toni Erdmann vale toda una decisión.
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