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Foto del escritorMarcelo Obregón

Un galgo en un mundo de paquidermos*. Obituario para Jean-Luc Godard


Murió Jean-Luc Godard a los 91 años. Entre cortos, medios y largos dejó más de 100 films. 60 años después de que cambiara el mundo de la representación hay gente que todavía lo discute. En los últimos años se puso de moda en algunos círculos tratarlo con insolencia, en una fórmula en que el más irrespetuoso es el más canchero. Odiar a Godard tiene varios problemas. El más evidente es que al cine de Godard le da lo mismo que lo odies —y no podemos descartar que ese haya sido el fin con que fue hecho—. Otro es que la invención de Godard es tan grande que ni importan sus películas ni lo que pensemos de ellas. Importa el invento. Y el invento es que el cine pueda ser siempre totalmente distinto a como se esté haciendo. ¿Nadie nunca antes de él había hecho un cine distinto al que se venía haciendo? Por supuesto, pero la mayoría no durante sesenta años, y más enfocados en la forma que en el gesto. En Godard la forma es disruptiva, pero es el gesto lo tremendo.





¿Nadie nunca antes de él había hecho un cine distinto al que se venía haciendo? Por supuesto, pero la mayoría no durante sesenta años, y más enfocados en la forma que en el gesto. En Godard la forma es disruptiva, pero es el gesto lo tremendo.

Los adolescentes, la novedad más importante de la postguerra, entendieron ese gesto. Es difícil imaginar a cuántos chicos ha conmovido, pero puede alcanzar el siguiente ejercicio: pensarse uno mismo, con 16 años, en la Paris de 1960, haciendo la cola en el cine para ser uno de los 400.000 espectadores que verían esa película del director nuevo que acababa de ganar el Oso de Plata en Berlín y que desfiguraría el cine comercial por completo. Imaginarse luego, una hora y media después, saliendo de ver Sin aliento. Desear a Belmondo o desear ser Belmondo. Prender un cigarrillo. Percibir las sensaciones de los compañeros de función en la vereda del cine. Leer los gestos, aguzar el oído. Localizar amigos, acercarse a donde están ellos, definir por unanimidad la necesidad de ir a un café a hablar de eso que han vivido. Sentir París distinta. Y al año siguiente lo mismo pero con Una mujer es una mujer. Y al otro con Vivir su vida. Y al otro año ir a ver El Soldadito, su segunda película, demorada tres años por la censura en el punto de mayor tensión del conflicto con Argelia. Salir con miedo. Es 1963. Y un año después ir a ver El desprecio. Salir del cine enamorado. Y al otro año Una mujer casada y Banda aparte, y esta vez definir por unanimidad la necesidad de recorrer el Louvre a las corridas, y hacerlo, o arrepentirse a último momento, según la personalidad de cada uno, que para el caso es lo mismo. Han pasado apenas 4 años de Godard y ese primer encuentro. Parece una vida.


Y en 1965 ir a ver Alphaville, y ese mismo año Pierrot el loco, y al año siguiente Masculino-Femenino y Made in USA. Y al otro Dos o tres cosas que yo sé de ella, La China, Lejos de Vietnam y Week-end. En apenas siete años Godard dio vuelta París como una media y del otro lado del ombligo de Europa estaba el resto del mundo. A esa altura ya se es parte de una generación de chicos que se juntan en cafés que están abiertos toda la noche a cambiar un mundo lleno de chicos en cafés que abren toda la noche. Ese capitalismo que comparado con el de hoy parece un sueño no es suficiente para ellos. 1968, el año en que estrena One Plus One —su película con los Rolling Stones que no es sobre música sino sobre política—, lo encuentra junto a un puñado de directores tomando el hall del festival de Cannes para presionar su suspensión a una semana de comenzado, en solidaridad con los obreros y los estudiantes que protagonizan las protestas de Mayo. Son abucheados. Godard no anda con vueltas ni para con su público ni para con sus pares cuando toma la palabra: “Les hablo de solidaridad con los obreros y los estudiantes y ustedes me hablan de travellings y primeros planos. Son unos imbéciles”.


No hay batalla importante que no se libre también en el terreno de lo estético. Durante toda la década del 60 probablemente haya sido el artista audiovisual que más soporte estético le dio a las ideas de izquierda, al anti-imperialismo y a la contracultura en general. Su estética era, además, la más fresca y moderna del mundo, ayudando a un clima en el que adherir a esas ideas era también lo más fresco y moderno del mundo.

Su estética era, además, la más fresca y moderna del mundo, ayudando a un clima en el que adherir a esas ideas era también lo más fresco y moderno del mundo. Godard interpelaba a una generación entera anudando todas sus rebeldías. Por supuesto que no estaba solo; era la punta de lanza de un espíritu de época que hizo surgir o prosperar, en todas partes del mundo, nuevas olas cinematográficas que estuvieron en diálogo permanente con la francesa, el buque emblema: el Free Cinema inglés, la primera de todas, el Cinema Novo, el Nuevo Cine Estadounidense, el New Hollywood, la nueva ola checa, la nueva ola polaca, el nuevo cine alemán, la Shōchiku nūberu bāgu, el cine “de aliento” mexicano y acá mismo el primer Nuevo Cine Argentino. Parecía un proceso indetenible. Las condiciones históricas eran determinantes: además del estado de agitación política que vivía el mundo, el cine atravesaba una crisis tecnológica. Cada vez que una nueva tecnología se impone en el universo de la representación artística, el modo de representación dominante de la tecnología anterior queda puesto en duda y las formas que lo producen parecen liberarse de un cepo. Hasta principios del siglo XX la tecnología principal de las artes narrativas era el libro. La novela (un género bastante degenerado desde su origen mismo, pero ineludiblemente marcado en el siglo XIX por distintas corrientes del realismo) pierde popularidad en esos años frente al cine. Dejar de ser el medio dominante la libera. Surgen James Joyce, Samuel Becket, Marcel Proust, William Faulkner, Virginia Woolf, Macedonio Fernández. Mientras tanto el cine vive su edad dorada y consolida tanto su modo constructivo como su sistema de géneros. La llegada de la televisión y la velocidad meteórica con la que copa el mundo deja al cine en una calle de dos salidas. La industria optó por hacerlo más grande, con colores más vivos, con pantallas más anchas, con lentes anamórficos. Los jóvenes optaron por destruirlo. Como unos años antes habían hecho Joyce, Proust, Céline, Faulkner, Woolf o Fernández con la novela, los nuevos directores eligen discutir el sistema de representación, refundar el lenguaje, desnaturalizar esa invención que empezó Griffith, tan perfecta que parece caída de un árbol, tan perfecta que lleva resistiendo más de un siglo. Lo increíble es que al menos por un rato ganaran ellos. El sistema debió absorber, hasta donde le era posible sin envenenarse, las formas que esos chicos propusieron. Si hoy tanto esas ideas como esas formas tienen poco que ver con el espíritu de la época, es en gran medida porque en una nube de pedos de dogmatismos, lugares comunes, nostalgia y peleas internas, hace décadas que a la batalla estética la venimos perdiendo. Se anquilosaron las boinas, los libros de poesía, los cigarrillos negros: Godard no. Hasta hace dos días, con 91 años, seguía siendo el director más moderno del mundo. Si El libro de imagen, su última película, no tiene hoy el impacto que tuvieron en los 60 sus films primeros, no es porque Godard haya envejecido, todo lo contrario: fuimos nosotros los que nos quedamos en el tiempo. Godard fue tan rápido que nadie pudo seguirlo. Murió siendo un director del Siglo XXI. Su último cine transcurre estéticamente en el futuro, pero los ojos, los corazones y las mentes del gran público aún pelean con los cortes sobre la nuca de Jean Seberg en Sin aliento. Godard fue un galgo en un mundo de paquidermos.


Si El libro de imagen, su última película, no tiene hoy el impacto que tuvieron en los 60 sus films primeros, no es porque Godard haya envejecido, todo lo contrario: fuimos nosotros los que nos quedamos en el tiempo. Godard fue tan rápido que nadie pudo seguirlo.

Si en medio de una generación de inmensos fue por 60 años el estandarte de la estética de lo incorrecto es porque él mismo siempre estuvo en movimiento. De la desobediencia siempre surge algo nuevo. Fue de los primeros en pasarse al video, en la era de las ventanas apiló imágenes una sobre otra hasta tapar el cielo, rompió la tercera dimensión cuando estaba en su mejor momento. Hizo siempre la película que quiso y pateó siempre el tablero porque discutir el lenguaje, la representación y las imágenes fue durante toda su vida el corazón de su proyecto.


El carácter programático de ese gesto, el gesto al que me refería al comienzo, permitió que hasta el día de hoy uno pueda filmar la película que se le cante el culo de la manera que se le cante el culo, con la forma que se le cante el culo, con la cámara que se le cante el culo, y que todo el mundo acepte que hizo una película y no que es un ridículo. Toda su carrera, de niño terrible a viejo loco de mierda, Godard fue la pared que resistió para que otros puedan hacer la película que quieran valiéndoles verga el modelo dominante de ese momento. En su aventura fue tan lejos que nos dejó el post-cine, su última invención, el muro protector de todas las periferias.


La rebeldía suele ser una reacción alérgica a la injusticia que nos rodea y si algo define posición frente a esta es nuestra mirada en torno a la propiedad privada. El único derecho de propiedad que reclamó en su vida fue el de los griegos con respecto al patrimonio intelectual europeo. Se pronunció abiertamente en contra de las leyes antipiratería y era de los pocos directores cuyas imágenes podían ser usadas libremente sin ningún riesgo. “El derecho de autor realmente no tiene razón de ser. Yo no tengo derechos. Al contrario, tengo deberes”. ** Sus imágenes, su mayor patrimonio, eran de todos. A cambio, eran suyas las imágenes del resto. Cuando en 2010 quisieron meter preso a un joven francés por descargar 14 mil archivos mp3, Godard vio la noticia en el diario y le mandó un mail ofreciéndose a pagar parte de los costos del proceso. Desde su lugar de crítico en Cahiers defendió la idea por la cual hoy entendemos que el autor de la película es el director y no el que puso la plata, que es ante la ley su verdadero dueño. Jugó un papel central para nuestra valoración actual de los aportes al lenguaje de cineastas como Fritz Lang, Ophüls, Chaplin, John Ford o Nicholas Ray.

Hace muchos años leí en un cartel de alguna agrupación una frase que le atribuían a él. Nunca supe si era de él. Al día de hoy no lo sé. Decía así: “Hacer un arte digno ya es revolucionario”. No hay batalla importante que no se juegue también en el terreno de lo estético. Murió Jean-Luc Godard a los 91 años. Recurrió al suicidio asistido. “No estaba enfermo, sólo cansado” declaró una persona de su círculo íntimo. Harto seguramente también, un poquito.


“Todos ustedes me dan asco con su felicidad. Esta vida que amamos a cualquier precio. Yo estoy aquí para algo más. Estoy aquí para decirles que no. Y para morir. Para decirles que no y para morir”. (Adiós al lenguaje, 2014).

*Marcelo Eckhardt, Látex, 1994.


**Recuperado de https://rebelion.org/el-derecho-de-autor-realmente-no-tiene-razon-de-ser-yo-no-tengo-derechos-al-contrario-tengo-deberes/


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