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Foto del escritorMariano Colalongo

Una miniatura hobbesiana


En el rodaje de Aballay de Fernando Spiner, el cronista conoció a quien era asistente de dirección de esa película y al que ahora se refiere para pensar claves de El eslabón podrido, obra que siempre quiso ver y finalmente vio.




Conocí a Javier Diment en Amaicha del Valle durante el rodaje de Aballay, el hombre sin miedo (Fernando Spiner, 2011). Cumplía el rol de Director Asistente y Director de Segunda Unidad en aquella producción inspirada en el relato de Antonio Di Benedetto, que tenía algo de Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965) y de algún viejo western argentino de Lucas Demare y Hugo Fregonese (Pampa Bárbara, 1945). Se repartían con Spiner el rodaje diario de las escenas, ocupándose cada uno de gobernar sus equipos en diferentes locaciones; aunque, cuando no se dividían, mientras Spiner dirigía la escena, Diment colaboraba con la dirección de actores y entonces se volvían muy cómicos los intercambios con Nazareno Casero. Estábamos allí con mis compañeros de La ventana indiscreta cubriendo un ritual cinematográfico que jamás presenciamos hasta ese momento en que estábamos en la cocina de un western argentino.


Me impactó la personalidad de Diment. Resolvía –como Gabriel Posniak– muchos inconvenientes en aquel rodaje. Pragmático, un tipo muy claro en sus conceptos al momento de dirigir, de humor sarcástico pero amable. Una mañana, esperando que saliera el sol apropiado para la escena de cabalgata protagonizada por Nazareno Casero, antes de ir a comandar la Segunda Unidad, dialogamos un rato, tanto hasta que apareció su prédica a favor del cine de género. Esa devoción, esas palabras intencionadas en el marco del rodaje de un western fue algo ontológico e inolvidable. Desde allí siempre quise ver una película suya hasta que un día, no hace mucho tiempo, me encontré con El eslabón podrido (2015).


¿Podrido? El título juega con la idea darwinista de descubrir un estado intermedio y desconocido en una cadena evolutiva entre la animalidad y la humanidad. Casi la misma hipótesis que Descartes, el dudoso, llamó “glándula pineal”. El eslabón que comunica al animal con el hombre (o al revés) está perdido o es desconocido, dice la metáfora científica. Ahora bien, los eslabones sostienen la cadena hasta que alguno se pudre. Sólo entonces puede producirse una ruptura, una discontinuidad fatal. Por eso, además del viejo Darwin, también habría que recordar al viejo Hobbes. Porque esa gente que reúne Diment en El eslabón podrido, como la que junta Lars von Trier en Dogville (2003), está al borde de la civitas: intentan actualizar el “contrato social” enfrentándose todo el tiempo a su reverso, o sea al estado de naturaleza, la hostilidad y carencia de afecto, la animalidad del homo homini lupus de Hobbes. Por eso El eslabón podrido, entre Thomas, Charles, Lars y Valentín Javier es más que una película de “terror”. Un caserío de 20 familias es en realidad la maqueta para expresar una alegoría política sobre el flagelo en el que se funda el “contrato social”.


Mamá Ercilia (Marilú Marini) dice cuanto quiere decir, es de esas matronas que escucha “a veces" y rompe el silencio con dagas que perforan la mente de los vecinos. Lleva consigo el gran secreto del pueblo, ese que le comunica a Roberta (Paula Brasca) antes de darle un ruidoso cachetazo: no debe pasar con todos, hay un hombre prohibido, alguien a quien no debe cogerse porque si lo hace se acaba la joda, su vida y la vida civil entera. Mamá Ercilia es el gran Leviatán de El Escondido. Es ese monstruo marino que amenaza con salir repentinamente en un parque de la ciudad para recordarle a la humanidad su insignificancia y su hipócrita necesidad de mantenerse unida.


El conflicto estalla justamente cuando sucede lo que mamá Ercilia le prohíbe a Roberta con el vigoroso cachetazo. Sin embargo, no es ella quien comete la fechoría sino el tipo al que, en un principio, ella piensa que no debía cogerse: Sicilio (Germán Da Silva), el marido de Esther (Marta Haller), otra mujer que trabaja en el rancho donde Roberta es la prostituta estrella. Por eso mamá Ercilia, antes de morir, le explica a Roberta que “no debe pasar con todos” porque sencillamente provocaría el desastre. Este extraño vaticinio se cumple de manera indirecta: Sicilio viola a Roberta como el camionero viola a Grace (Nicole Kidman) en Dogville (Trier, 2003) el mismo hecho mítico, fraudulento, repugnante, alrededor del cual se forma el “contrato social”.


Raulo (Luis Ziembrowski) observa el cachetazo que mamá Ercilia le da a su hermana Roberta, pero lo hace con una expresión tan ambigua –impecable, como siempre, Ziembrowski– que diría que va del asombro a la aprehensión. Raulo es el tonto del pueblo, quien se levanta todas las mañanas y se hunde en el bosque a cortar leña para luego venderla a la comunidad. Por supuesto, para señalar el sesgo de la opresión, la plata que generan Raulo y Roberta la maneja también mamá Ercilia, fundando un sólido matriarcado de ideología invertida y patriarcal. Si bien Raulo es la efigie de la esclavitud, el blanco perfecto para que una población hedionda descargue su disfuncional armonía, el desenlace lo encuentra encarnando la furia desatada de Leviatán, el imperativo materno de fagocitar el lazo social cuando la profecía, de modo espantoso, se cumpla.


En ese momento la pizarra que servía de anotador en el reparto de leña empieza a mancharse de sangre tibia, trasladando al film de su atmósfera dramática al paisaje deliberadamente gore, en el que Diment produce sus mejores pinceladas.


La pobre Roberta recibe el icónico cachetazo de mamá Ercilia pero su personaje fue diseñado para la cachetada general. Es atravesada una y otra vez por intensidades tan oscuras y primitivas que recuerdan las disecciones de la carne que practicaba Francis Bacon en sus trípticos, en los que exhibe al churrasco humano sometido a fuerzas contradictorias que lo desgarran.

Su cuerpo es como la plaza pública donde confluyen las pisadas polvorientas del pueblo, las huellas de una humanidad enferma de endogamia. Cachetada tras cachetada, Roberta va abriendo la herida social por donde supura el pus del contrato fraudulento, la fantasmagoría sobre la que se dibuja el ornamento social. Un espectro del tamaño de Moby Dick estructura los modos de relación humana, intentando barrer bajo la alfombra la esclavitud, la prostitución, la hipocresía. La pobre Roberta hasta funciona para el espectador, es el elemento desencadenante gracias al cual se desenvuelve la trama.


Roberta es, sencillamente, el hilo que conduce del Estado Civil al Estado de Naturaleza, el afluente que convoca a la masacre, a la “guerra de todos contra todos”, ese concepto de guerra hobbesiano del cual se valió Foucault para pensar el tema de la soberanía y el poder. Foucault deja en evidencia a Hobbes, casi como Marx lo hace con Hegel, en su finalidad política. Es posible figurarse a Foucault como un Hobbes invertido: Hobbes pensaba que la política se funda en la paz, o sea la ausencia de guerra, mientras que Foucault advierte que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, hay sólo una diferencia de grado de violencia entre Ejército y Diplomacia. El Estado, y por tanto el poder político que se funda en la sociedad pero que detenta el gobierno, dependen de esa noción hobbesiana de no guerra, de esa pacificación silenciosa de los cuerpos que implica, en términos de Foucault, toda una “ortopedia social” para adaptarlos a “delegar la soberanía”, es decir el poder político de los cuerpos de declararse en guerra.


Justamente una de las máquinas que sirve a esa “ortopedia social” es la codificación de la sexualidad legítima confinada a la reproducción y la ilegítima a la sistemática invisibilización. El “dispositivo de sexualidad” establece escisiones entre lo normal y lo patológico, lo socialmente aceptable y lo que, como el anillo de Giges platónico, debe ser invisibilizado. La sexualidad, lejos de ser tabú o algo reprimido, termina siendo un reflejo de cómo “el poder atraviesa a los cuerpos”, es el punto de inflexión respecto del tema del poder entre Hobbes y Foucault.


El cuerpo de Roberta, aunque también el de Raulo (como el de Grace en Dogville) expresan en El eslabón podrido esa idea de poder foucaultiana que funda un contrato social fraudulento.

La secreta trama de violencia por la que el poder establece la sociabilidad y el disciplinamiento de un determinado Estado liderado por rufianes en El Escondido, comienza a desarrollarse cuando mamá Ercilia, esa mujer fuerte y paradójica que establecía un matriarcado patriarcal desaparece, liberando todos los dispositivos sexuales (no sólo Sicilio, sino también Raulo) y la auténtica furia de Leviatán que hará rodar, memorablemente, todas las cabezas.


Desde aquella prédica en Tucumán sobre el cine de género hasta este análisis escueto sobre El eslabón podrido compruebo una vez más que es posible construirse un juguete de esos que David Oubiña llamó “filosóficos”. Este juguetito convoca a pensar, entre la idea de progreso evolucionista de Darwin y la de necesidad del orden político de Hobbes, en la fragilidad y la hipocresía de los contratos que estructuran el orden social. Un flagelo invisible, con el que podemos contagiarnos a la vuelta de la esquina , hay cierto “régimen escópico”, diría Martin Jay, operando en este tipo de contratos.


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Se puede ver El eslabón podrido en: https://vimeo.com/124876838;

contraseña: “podrido”

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