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Gustavo Provitina

À bout de souffle o la caída en línea recta

Por Gustavo Provitina


26 de junio de 2020


En marzo del 2020 se cumplían sesenta años del estreno de Sin aliento, la ópera prima de Jean-Luc Godard, cuya obra renovó el lenguaje audiovisual y, para muchos, representa una fuente de inspiración en el presente.





1. El abuso del epítome, la propensión a los eslóganes, promueve un nivel de pensamiento que se desplaza en línea recta, como la muerte. Repetir que bastan un hombre, una chica, un coche y una pistola para rodar À bout de souffle (1960) y ampararse en que Godard lo dijo es como citar una frase de Bach y esperar, por arte de magia, componer una fuga a cuatro voces. El epítome aludido nos conduce, como es fácil de imaginar, a Roberto Rosellini y su Viaggio in Italia (1954) que ha sido un rumbo además de la primera película moderna (Jacques Rivette, dixit). Godard vio ese filme y pensó: “Viaggio en Italia me enseñó (…) que era posible hacer una película con casi nada. De modo que, como yo no tenía nada, podía hacer una película: se toma a un hombre, a una mujer, un coche y con eso se puede hacer cine.”1 No es cierto que Godard no tuviera nada, poseía lo más valioso: una idea. À bout de souffle partió del hombre, el coche, la pistola y la chica y logró que en su lugar viéramos la puesta en escena del absurdo existencial, el salto vertiginoso hacia la nada del que los elementos aludidos son apenas la rampa. Michel Poiccard (Jean Paul Belmondo) o, si lo prefieren, Laszlo Kovacs -el otro, el mismo- desata -mirando a la cámara operada por Raoul Coutard, el mago de las luces rebotadas- la madeja de su plan: huir con el dinero y la bella Patrice Franchini (Jean Seberg) a Roma, Milán, Génova (la tierra de Roberto Rosellini, cuna del neorrealismo e impronta seminal de la Nouvelle Vague). Desde el momento en que el aprendiz de criminal enuncia (anuncia) su deseo sabemos que el plan quedará frustrado. La brutalidad del desenlace, el pragmatismo del desafecto -antes que los cuatro objetos del epítome inicial- remiten al film noir. Es cierto que la chica, el coche y la pistola son los ojos, la nariz y la boca de cualquier film noir pero nada ha impedido, en otras circunstancias, hacer con ellos una comedia, por ejemplo, o una parodia.

El problema es que À bout de souffle –como todos los filmes de Godard- se resisten al ya entonces obsoleto patrón de las clasificaciones (aunque alguno insista, todavía, en hacerlo, ese mismo acto de abrazar el océano termina siempre por ahogarlo); esto dicho sin ignorar las obras previas con las que este filme dialoga, entre ellas Gun Crazy (1950) de Joseph Lewis, cuyo guión fue escrito nada menos que por Dalton Trumbo.

Sin aliento (À bout de souffle) fue dedicada por su autor a Monogram Pictures, un estudio de Hollywood especializado en películas de bajo presupuesto rodadas entre 1931 y 1953. Godard reivindica, ya desde su ópera prima, el cine producido en la periferia de los grandes estudios. Retomando el viejo tópico de las clasificaciones, Paul Schrader advirtió que el cine negro es un tono o un modo antes que un género. Tampoco hay rastros de esto último en Sin aliento (aunque Schrader se empecine en ubicar la ópera prima de Godard en esa canasta).


2. “En cine puede contarse una historia, pero también la idea de una historia.”2 ¿Cómo poner en escena la historia de una idea? Sin aliento (À bout de souffle) cuenta, a la vez, la historia de una idea cinematográfica y la historia de Michel Poiccard (o Laszlo Kovacs), un hombre que muere bajo la línea de fuego de sus vagas ideas. Mucho antes de caer abatido en pleno día, bajo los rayos triunfales de Febo, Poiccard hace el gesto de dispararle al sol, gatilla cegado por el fuego de su propia arrogancia mientras avanza en línea recta por la carretera, como la muerte, convencido de que nunca se debería parar. Y, como sucede en esos casos, lo para un balazo policial en una esquina cualquiera (como hubiera dicho Borges). Poiccard anticipa su plan: Ahora voy a buscar el dinero…le pregunto a Patricia si sí o si no…¡Y después!…Buenas noches mi amor…Milán, Génova, Roma… El único viaje posible, para él, lo emprenderá solo, al final de la escapada, sin aliento y privado de retorno. Un rasgo de carácter de Poiccard, además del dinero sucio, lo emparenta con los personajes de las novelas policiales norteamericanas analizadas por Ricardo Piglia: “la omnipotencia del pensamiento y la lógica imbatible de los personajes…”3 Esa lógica subestima los riesgos, invierte la proyección infalible que estos personajes tienen de sí mismos y los guía hasta el fondo del abismo. La obnubilación es el personaje principal de toda tragedia. Godard -a diferencia de los especialistas americanos del noir, empezando por Howard Hawks y Raoul Walsh lógicamente- no se complace en contar el proceso gradual de la caída, Poiccard o Kovacs se hunden siguiendo la cadencia del montaje godardiano, es decir, en un furioso pespunte de cisuras abruptas, inesperadas y, en todas, la obnubilación tensa la cuerda. La caída evidencia la fragmentación de una progresión irremediable. Godard ajusta las fibras de su lenguaje en la moviola (la máquina donde el maestro francés reescribe la historia del cine desde 1960). Ya se sabe que el cine para Godard es la yuxtaposición de tres operaciones: pensar, rodar, montar y esas tres capas están atravesadas por una ramificación de ideas. Las ideas se alimentan de otras ideas en un cardumen de estímulos en el que todo es posible menos la clásica retahíla organizada desde la consecución: causa/efecto. El cameo de Godard en À bout de souffle resulta irónico pues aparece como un delator ocasional, alguien que se cruza con Poiccard y lo reconoce por haber visto antes su imagen en el diario. Le da aviso a la policía para sembrar la pista falsa de la persecución. Esa expectativa es traicionada en la escena siguiente. La escritura de Godard es la de un sismógrafo, registra vibraciones y las traduce cinematográficamente.


No es cierto que Godard no tuviera nada, poseía lo más valioso: una idea. À bout de souffle partió del hombre, el coche, la pistola y la chica y logró que en su lugar viéramos la puesta en escena del absurdo existencial, el salto vertiginoso hacia la nada del que los elementos aludidos son apenas la rampa.


3. À bout de soufflè debe mucho al montaje. Es una película en tres movimientos. La primera media hora, rápido, la segunda, moderada y la tercera, de nuevo allegro vivace.4Esas velocidades esculpen el barro del desasosiego final en línea recta. El segundo movimiento es un diapasón que afina la vibración de la derrota: cuando Patricia le dice a Laszlo o Poiccard, Michel o Kovacs, todos son el mismo: “me gustaría saber qué pasa por tu cabeza”,nos vuelve testigos de los hilos de la incomunicación que sujeta su desconcierto entre tanto palabrerío. En un cine donde vale más ver que saber (Godard es de la idea de que primero vemos el mundo y después lo escribimos5) la cabeza de Poiccard solo le permitiría ver a Patricia el espejo monstruoso de sus propias contradicciones. Los veinte minutos de esa escena en la habitación demuestran la tesis de Jean Collet: “el habla de los personajes de Godard tiende a esa lógica de lo ilógico (…) lo que interesa es el hablar automático -correspondencia exacta de la escritura automática de los surrealistas: decir todo lo que pasa a usted por la cabeza, al instante, sin analizar…”6


La lógica de los diálogos de À bout de souffle se opone a todo encadenamiento sintético, preciso, efectivo, reproducen el mismo efecto abrupto de los cortes. Los soliloquios de Poiccard, con miradas a cámara incluídas, al tiempo de evidenciar la autoconsciencia (uno de los rasgos distintivos del cine de Godard) también admiten ser pensados como catarsis vocinglera arrojada frente a un interlocutor ausente, palabras expelidas a quemarropa para agujerear el silencio.


Los diálogos del film noir americano responden al esquema del montaje clásico: discretos en su pretensión de transparencia, precisos, funcionales a la progresión de la escena y específicos como la fisonomía de los personajes. Los de Godard ocultan, dispersan, abren esclusas para que el silencio muestre las uñas y desgarre los lugares comunes. Godard instala una manera distinta de escucharse entre sus personajes. ¿De dónde surge la matriz de ese lenguaje? No ya de la lógica pragmática de la comunicación sino de la dialéctica difusa de sus líneas de acción quebradas, disueltas, mutiladas antes de arrancar. Los diálogos son, para Godard, la versión hablada de su concepción polifónica del montaje. Los personajes, en ese esquema, son agonistas en el sentido clásico del término (agón, combate; ista, oficio). Podrá decirse que esto sucede en toda estructura dramática. La diferencia es que en el esquema convencional la lógica de estos agonistas responde a una premisa trenzada a un objetivo, subyace la posibilidad de ganar o perder. En el caso de Godard los agonistas combaten contra ellos mismos, desde el centro del lenguaje, sin otro propósito que descargar un tejido de palabras de las que son rehenes aún cuando las pronuncien, en ocasiones, graciosamente. Esta operación habilita el cruce con los más diversos géneros discursivos. La intertextualidad es una de las huellas distintivas de Godard y ya en su primera película asoma con solvencia. Ya se sabe, en el cine de Godard los personajes pueden recitar un poema o deslizarse entre los pliegues de una cita filosófica en medio de una discusión. Todo es válido. El cine de Godard ha sido, desde sus orígenes, un laboratorio de pensamientos audiovisuales, un libro infinito de imágenes y sonido.


4. “Entre el dolor y la nada, elijo el dolor”. La cita de Faulkner implosiona el núcleo de de À bout de soufflé. Kovacs o Poiccard interpelado por Patricia sobre la cita de Las palmeras salvajes, no duda en responder: “El dolor es una tontería. Me quedo con la nada. No es mucho mejor, pero el dolor es un compromiso. Yo quiero todo o nada.”Todo y nada son las dos caras de una moneda inasible y, como tal, no admite compromiso. El rechazo hacia el compromiso permite analizar el predominio de lo instintivo, lo inmediato, lo visceral en Laszlo Kovacs. El compromiso es un lujo que no está a su alcance, pues supone la creencia en el futuro. El dolor nunca es efímero y el personaje interpretado por Belmondo en Ábout de souffle prefiere avanzar en línea recta, renuente a toda pausa, por una carretera sin salida en un presente contínuo. Elige, pues, todo o nada. Ni siquiera en el plano inteligible o nouménico sería posible encontrar una representación posible del todo o de la nada. ¿Qué elige Patricia? Cerrar los ojos para ver la oscuridad total, pero no lo consigue. Es más fácil encontrar una imagen del dolor que ver el todo o la nada si es que el negro o el blanco cegador pudieran pensarse como imágenes factibles de lo irrepresentable. La nada no se deja ver. Se mueve en los intersticios del sueño como un veneno distribuido entre las hojas de una planta muy delicada. Acaso para evitarle el dolor de su fracaso, Patricia Franchini empuja a ese remedo deslucido de Humphrey Bogart hacia el único sino posible: la muerte. Poiccard o Kovacs selló su destino al elegir todo o nada, eufemismos burocráticos de la muerte. Y esto -como todo aquello que revasa el orden racional- no puede ser comunicado. La solitaria muerte de Kovacs o Poiccard -esas dos identidades lo contradicen y lo niegan a la vez- está precedida por una serie de gestos grotescos que superan el límite de lo decible, representan la mímica del absurdo que remite al hastío de lo repetido. “Eres asquerosa” le dice a Patricia Franchini -la delatora y propulsora de su trampa mortal- que en ese momento adquiere la fisonomía helada e inexpresiva de la muerte (aunque roce fugazmente el ala seca del dolor su mirada gélida). ¿Por qué lo hizo? En un filme convencional la causa sería evidente. Por fortuna en el cine de Godard ese impulso permanece abierto, hay una enjundia pascaliana en el corazón de Patricia Franchini, impedido de conocer las razones de sus actos. La americana imita la gesticulación repetida de Poiccard o Kovacs -los dos son ya todo y nada- mirando a cámara y, en ese momento, sentimos que ese pulgar recorriendo la boca parece una invocación irónica al silencio: “de lo que no se puede hablar hay que callar” (Wittgenstein, dixit).



[1] Godard JL Pensar entre imágenes, Barcelona, Intermedio, 2010

[2] Godard, J.L Idem

[3] Piglia R. Crítica y ficción Buenos Aires, Ediciones Siglo XX, 1993.

[4] Godard J.L, op.cit

[5] Idem

[6] Collet, J. Godard, Venezuela, Monte Ávila, 1971.

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